1 de octubre de 2016

Por Gustavo Irrazábal

Fuente: Revista Criterio

Sucedió en Recoleta, en el bar La Biela. Dos chicas jóvenes, novias entre sí, se besaban en público, causando incomodidad a otros clientes del lugar. El mozo se acercó tímidamente para pedir que conservaran el decoro dentro del local. La reacción, como era de prever, fue explosiva y seguramente planificada de antemano: la organización de un “besazo” o “tortazo” frente al conocido café (que contó con más de 300 participantes de organizaciones defensoras de las “minorías sexuales”), y la denuncia de rigor al INADI. María Rachid, directora del Instituto contra la Discriminación de la Defensoría del Pueblo de la Ciudad de Buenos Aires, inmediatamente dictaminó que se trataba de una actitud “sumamente discriminatoria”, ya que “todas las parejas y demostraciones de afecto deben ser tratadas por igual”.

Por su parte, la Subsecretaría de Derechos Humanos y Pluralismo Cultural del gobierno porteño lamentó en su comunicado, que “no siempre la realidad acompaña los avances legislativos”. Pero, en una simpática iniciativa para poner fin a esta situación, dicho organismo decidió brindar una capacitación a los casi 50 empleados de La Biela sobre “convivencia en la diversidad”, como modo de ayudarlos a liberarlos de “prejuicios y miradas estereotipadas”. Una especie de probation colectiva.

Es verdad que los legisladores están “avanzados” respecto del conjunto de la sociedad. Lo que no me queda claro es hacia dónde. Poco a poco nos vamos enterando que hemos votado gobernantes y legisladores para que nos “enseñen” la Verdad, a saber, que la educación que hemos recibido en nuestras familias, colegios o parroquias, la que nos ha inculcado los valores que inspiran nuestra vida, no son más que prejuicios atávicos, como ellos han descubierto providencialmente hace no más de cinco o seis años. Para quienes persistan en el “error” no hay derecho de propiedad (el dueño de un local no podrá decidir qué conductas son aceptables en él), tampoco libertad religiosa ni libertad de conciencia. Hay que reconocer, sin embargo, el encanto de este autoritarismo de rostro sonriente y comprensivo. Por el momento, nada de sanciones, sólo cursitos. El Gran Hermano también puede ser, cuando quiere, un Gran Papá.

Temo, entre otras cosas, por el futuro de las comunidades religiosas. ¿Qué pasará, por ejemplo, cuando un colegio religioso imparta contenidos que no se avienen a este nuevo dogma? ¿Y qué nos pasará a los sacerdotes cuando prediquemos el mensaje del Evangelio sobre estos temas o cuando nos neguemos a celebrar una “boda gay”? ¿Nos obligarán a hacer cursos de diversidad sexual? ¿O tal vez obliguen al arzobispo, confiando en el “efecto derrame”? O quizás un día el Gran Papá pierda la paciencia y nos amenace con la cárcel. Suerte que el papa Francisco vive en Roma…