Por Alejandro N. Sala
10 de agosto de 2017
El cierre de la fábrica de la firma PepsiCo, ubicada en la localidad de Florida, dio lugar al despido de cientos de trabajadores. La empresa había advertido acerca de esta decisión desde hacía ya bastante tiempo y pagó las indemnizaciones establecidas por la ley, inclusive con exceso. El incidente admite un análisis que trasciende la mera anécdota.
El despido de trabajadores, conforme los criterios establecidos por las leyes argentinas, es muy oneroso para las firmas. Esa es la razón principal por la cual la creación de nuevos empleos es muy escasa. Si una firma atraviesa una instancia desfavorable, la realización del ajuste correspondiente es muy caro. En consecuencia, los eventuales inversores evalúan negativamente la perspectiva de realizar negocios en nuestro país. La consecuencia es que el volumen de productividad agregada de la economía es bajo y eso repercute muy negativamente en la calidad de vida de la población del país. El hecho de que una tercera parte de los habitantes estén en situación de pobreza y que los demás estén en una circunstancia de permanente zozobra, no es casual. Es, por el contrario, una consecuencia de las normativas vigentes. Habría que cambiar esas reglas para que las inversiones comiencen a fluir más dinámicamente, con todos los efectos beneficiosos que de ese proceso se derivarían.
Esto, sin embargo, plantea el problema de determinar cuáles serían criterios razonables, legítimos y equitativos para determinar la desvinculación de trabajadores de las empresas en las que se desempeñan. Hay quienes consideran que un trabajador debería poder ser despedido cuando el empresario unilateralmente lo decida. Recíprocamente, el empleado está habilitado para renunciar cuando quiera. Es sumamente discutible que este sea un criterio apropiado. Un despido imprevisto deja al trabajador desamparado y una renuncia intempestiva complica el desarrollo del proceso de producción. Si bien la ley contempla que ambas partes deben avisar con anticipación, lo cierto es que, tal como están vigentes, las leyes permiten que tanto empresarios como trabajadores rompan la relación laboral, prácticamente, “de un día para el otro”. En esas condiciones, ambas partes están sujetas a la discrecionalidad de la otra.
No es este un criterio apropiado para regir las relaciones laborales. En una sociedad organizada sobre la base del principio de la libertad, cada cual tiene derecho a actuar como lo desee, pero tiene a la vez la obligación de no provocar perjuicios a terceros. En una relación laboral, que por definición es bilateral, las decisiones intempestivas de cualquiera de los involucrados inexorablemente afectan a la contraparte. ¿Cuál sería, entonces, un criterio apropiado para regir las relaciones laborales?
Hay, en los ordenamientos jurídicos liberales, una institución que provee una solución muy apropiada para resolver este problema: el contrato…
Si las relaciones laborales estuvieran regidas por contratos, en cuyo texto quede taxativamente establecida, entre otras cláusulas, la extensión temporal del vínculo laboral, ambas partes sabrían, desde el primer momento, cuál es el término del acuerdo. Una vez cumplido ese plazo, quedará a consideración de los interesados la renovación del acuerdo –en las mismas condiciones o en otras que eventualmente pacten- o la disolución definitiva, quedando ambos en libertad para actuar cómo lo consideren conveniente para sus respectivos intereses. Lo que no sería legítimo (a menos que el propio contrato lo contemple) es que ninguna de las dos partes tenga derecho a disolver el vínculo antes del cumplimiento del plazo establecido. Entonces, si una empresa contrata un trabajador por el plazo de un año, durante ese lapso el empresario no tendrá derecho a despedir al trabajador y, al mismo tiempo, el empleado no estará facultado para abandonar el trabajo. De ese modo, el trabajador estará cubierto en cuanto a que tendrá trabajo durante ese tiempo y el empresario sabrá que puede contar, por el mismo plazo, con ese operario.
En este contexto, cuestiones tales como aguinaldo, vacaciones pagas, licencias por examen o maternidad, indemnización, extensión de la jornada laboral, días de actividad, etc. no estarán establecidas por la ley, sino que serán negociadas libremente por las partes antes de la firma del contrato. Aquellos trabajadores que acrediten mayor productividad marginal tendrán un más elevado espacio para la negociación y podrán obtener mejores remuneraciones y más beneficios. Quienes sean menos aptos, tendrán que aceptar condiciones de trabajo menos favorables pero tendrán, por ese motivo, incentivos para capacitarse y, de ese modo, elevar su cota de productividad, para ampliar su margen de negociación en futuros contratos.
Bajo un régimen de relaciones laborales regidas por contratos libremente acordados por las partes, conflictos como el suscitado en PepsiCo no tendrían oportunidad de sobrevenir. Si una empresa tiene que replantear su estructura de producción, puede ir “alineando” la finalización de los contratos que la ligan con sus empleados con ese proceso de readecuación y, recíprocamente, los empleados sabrán con anticipación en qué momento su vínculo con la compañía quedará disuelto. Pero como la finalización de los acuerdos estará pautada y no tendrá costos para las empresas, la creación de nuevas fuentes de trabajo será dinámica, flexible, fluida… De ese modo, la disolución del vínculo con una compañía no sería un inconveniente grave para un trabajador porque rápidamente encontrará algún otro ámbito dónde desempeñarse. Como no habrá cargas sociales ni sindicales, ni impuestos al trabajo, las remuneraciones serán más elevadas y el poder adquisitivo del salario será m ayor. Al mismo tiempo, quienes lo prefieran podrán buscar trabajos con más o menos carga horaria, según respectivamente les convenga y, recíprocamente, los empresarios también podrán adaptar sus planes de producción a diferentes modelos de gestión, para los cuales buscarán los empleados que necesiten empleos que se adapten a esas condiciones.
Samuel Gregg explica con mucha precisión las características y los beneficios de los acuerdos contractuales:
“… los contratos se crean a través del mecanismo de la libre elección de los participantes. Según este esquema, la justicia consiste en gran medida en cumplir las promesas razonables realizadas bajo contrato, en particular porque redunda en interés del bien común que las personas deban razonablemente atenerse a sus promesas contractuales. Cuando una persona elige libremente celebrar un contrato y aceptar los términos del acuerdo, la ley como norma general le prohíbe repudiar unilateralmente el contrato celebrado. Así pues, las personas que celebran contratos eligen libremente inhibir su propio ámbito de actuación en la medida en que el contrato les obligue a hacerlo”[1]
En síntesis, la plena libertad de contratación facilita la adecuación espontánea de las relaciones laborales a las necesidades y conveniencias tanto de empresarios como de trabajadores. Las condiciones de los respectivos acuerdos deberán quedar consignadas en contratos que establezcan la duración del acuerdo, cuyas cláusulas deberán ser rigurosamente cumplidas por ambas partes durante el lapso de duración del vínculo, bajo apercibimiento de hacerse pasibles de las sanciones legales correspondientes por eventuales incumplimientos.
Las relaciones laborales regidas por este tipo de contratos darían mucha previsibilidad al mercado laboral porque en cada acuerdo ambas partes sabrían a qué parámetros tienen que atenerse y no habría margen para salirse de ellos. Pero, a la vez, el sistema sería muy flexible y permitiría que los acuerdos siempre tiendan a adecuarse a las necesidades tanto de empleadores como de trabajadores. Y si bien los vínculos quedarán disueltos cuando los plazos de los contratos concluyan, nada impide que se establezcan relaciones laborales duraderas, con contratos por plazos extensos o con renovaciones permanentes, que impliquen la identificación del trabajador con la empresa y, a la vez, que la compañía constituya un marco para que el empleado desarrolle una fructífera carrera que perdure por muchos años, en los cuales el vínculo trascienda los meros alcances comerciales y se traslade al terreno de la relación afectiva con todo el ámbito de trabajo en el que se desempeña. Esto no siempre sucederá así, pero puede ocurrir en los casos en que esa identificación exista. El sistema de contratos es muy flexible y en eso consiste su virtud, porque permite un pleno desarrollo de las aptitudes laborales de cada individuo, una buena incorporación de productividad a las empresas y, de ese modo, en última instancia, un pleno servicio del proceso económico a la satisfacción final de las demandas de los consumidores. Tal vez sería conveniente que se estudie la aplicación de esta metodología como marco rector de las relaciones laborales.
 
 
[1] Gregg, Samuel. Un análisis moral y económico de la economía de mercado. Ediciones Cooperativas (Buenos Aires, 2015): 98