Bendito el que viene en nombre del Señor[1]
por P. Andrés Di Ció
 
El domingo de Ramos es una obertura que ofrece en un solo movimiento todos los motivos que hacen a la Pascua. Es un avance que compendia lo central de nuestra fe. Por eso la liturgia de este día resulta tan intensa, incluso desde lo emocional: pasamos del canto exultante con las palmas al silencio fúnebre de la cruz, en la certeza de que Dios Padre exaltó a Jesús, dándole un nombre que está sobre todo nombre. En esta transición reside el camino cristiano.
El Evangelio proclamado a las puertas del templo nos dice que los discípulos “no comprendieron” las implicancias de Jesús entrando en Jerusalén montado sobre un asno. Recién con la muerte y la resurrección pudieron captar la hondura de los acontecimientos. También nosotros tenemos necesidad de atravesar la semana santa para entender un poco más quién es Jesús, o quizás mejor, de qué modo él “es Señor”.
En estos días la Iglesia nos invita a seguir a Jesús, fundamentalmente en su actitud de escucha (que se traduce en obediencia). Se trata de “despertar el oído”, como reflejo del corazón y de la inteligencia. Queremos aprender un modo nuevo de amar, un modo nuevo de servir. Sabemos que no es un modo fácil y reconocemos que la cruz nos espanta. Pero también sabemos, en la fe, que “no seremos defraudados”.
Hoy aclamamos a Jesús con ramos. “Bendito el que viene en nombre del Señor”. ¿Pero quién es ese bendito? “Les aseguro que cada vez que lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo”. Recibimos toda vida como don de Dios, como una bendición nunca del todo “comprendida”, una bendición que tal vez rompe nuestros esquemas, pero que, en última instancia, no es mera biología sino que “viene en nombre del Señor”. Somos creaturas. Somos regalo inmerecido para los demás y para nosotros mismos. Nadie eligió nacer. Todos hemos sido invitados. Por eso en esta semana en que celebramos el amor desmesurado de Dios, hagamos el propósito de no cerrar puertas sino de abrirlas de par en par, para que muchos otros gusten lo que nosotros gustamos: el amor que es más fuerte que cualquier mal, el amor que vence todo pecado, el amor que se ofrece sin especular, el amor que ocupa nuestro lugar en la cruz, el amor que rescata, el amor que resurge del sepulcro dilatando nuestra esperanza con una alegría que no tiene fin.
 
[1] Jn 12,12-16; Is 50, 4-7; Sal 21; Flp 2, 6-11; Mc 14,1-15,47.