por P. Gustavo Irrazábal
En la mayoría de las películas que vemos, en el cine o en casa, existe un protagonista bueno, con el cual nos identificamos, que debe enfrentar a los malos. En un momento, los malos están a punto de triunfar, y nosotros sufrimos y nos retorcemos de los nervios en la butaca del cine o en el sillón del living. Pero, finalmente, en la mayoría de los casos triunfan los buenos. Y al concluir la película, nos sentimos satisfechos, aliviados, nos hemos sacado una carga de encima. Nos ponemos de buen humor, miramos el mundo con optimismo.
Esto significa que aquella película, incluso si era tonta o previsible, ha tocado una fibra muy profunda de nuestro corazón. Nos ha hecho presenciar el conflicto entre el bien y el mal, y nos ha hecho preguntarnos cuál de los dos es el más fuerte. Y finalmente, tras habernos hecho sentir el dramatismo de la cuestión, nos ha dado la respuesta ansiada: nos ha dicho que el bien es más fuerte. Y esa respuesta nos ha hecho sentir que la vida tiene sentido, que ser bueno tiene sentido. Nos hemos visto confirmados en la convicción de que, aunque haya problemas, “todo está bien porque todo terminará bien”.
Pero esta respuesta, que necesitamos tan profundamente, no nos satisface del todo, y la pregunta reaparece con fuerza renovada. Aunque esta vez las cosas hayan ido bien, ¿No hay otras ocasiones en que el mal parece ser más fuerte que el bien? ¿Y no es la muerte la demostración cabal de que buenos y malos tienen el mismo destino? ¿Hasta dónde vale la pena el esfuerzo de vivir para el bien? Por eso, no nos cansamos de ver películas o de reflexionar sobre historias reales, que bajo mil formas distintas nos narran el mismo drama, esperando, a veces, sin siquiera darnos cuenta, el día en que encontremos la respuesta definitiva.
En este sentido, la historia de Jesús que hemos contemplado en estos días de Semana Santa no es una historia más, no es simplemente un episodio más de la lucha entre el bien y el mal. Cuando San Pedro, en su discurso a los habitantes de Jerusalén, quiere sintetizar en pocas palabras la vida y la muerte de Jesús, dice: “Pasó haciendo el bien, y curando a todos”. Su vida fue pura bondad, la revelación plena del amor de Dios. Vivió en plena obediencia a la voluntad de Dios, y en plena fidelidad a, nosotros, sus hermanos. Nunca se manifestó el bien de modo tan claro. Y al mismo tiempo, nunca se manifestó el mal de modo tan claro, porque Jesús fue condenado a muerte precisamente por su bondad, por encarnar el amor de Dios. No es posible pensar una manifestación más diabólica del mal.
Por lo tanto, la historia de Jesús tiene algo de único: aquí el Bien y el Mal muestran sus rostros sin velos, y combaten cara a cara el combate definitivo. “La Vida y la Muerte se enfrentaron en un duelo terrible, sobrecogedor” (sec. Pasc.). La Vida y la Muerte, el Bien y el Mal, nada menos que eso. Por ello, ante la muerte de Jesús, Dios ya no puede esperar, tiene que responder o no: el mensaje de Jesús sobre el amor de Dios es verdadero o no; Jesús tuvo razón al confiar en Él o no; Dios es más fuerte que el mal y que la muerte o no. Por lo tanto, la respuesta de Dios a esta alternativa es la respuesta definitiva, en la cual se decide no sólo el destino de Jesús sino nuestro propio destino: si Dios aceptaba la muerte de Jesús como el desenlace final de esta historia, eso sólo podía significar su no definitivo a Jesús y a nosotros. Pero lo que celebramos en este día es, precisamente, el de Dios a Jesús, y por lo tanto, el de Dios a todos nosotros: en esto consiste la resurrección.
Ella es el desenlace definitivo del combate entre el Bien y el Mal, del cual todas las demás historias que conocemos son ecos o reflejos lejanos. El sepulcro está vacío: por el poder de Dios, la muerte ha sido vencida, ya no tiene poder para retenernos, ya no tiene la última palabra. Y si ello es así, ya no somos esclavos del miedo. Vale la pena vivir, y vale la pena amar y hacer el bien a costa de cualquier sacrificio. Hoy podemos mirar al mundo y a nuestra vida con esperanza. Hoy sentimos que “todo está bien” porque “todo terminará bien”. Porque Jesús ha resucitado y nosotros resucitaremos con él.
 

Gustavo Irrazábal

2 de abril 2010