Por Gustavo Irrazábal
26 de junio de 2018
Del 22 al 24 de junio tuvo lugar en Mar Del Plata la Semana Social, organizada por la Fundación Konrad Adenauer conjuntamente con la Comisión Episcopal de Pastoral Social y el Obispado de Mar del Plata, y convocada bajo el lema “Democracia: Un camino de servicio a los pobres”. Las noticias difundidas por los medios de comunicación sobre este acontecimiento pueden suscitar una legítima preocupación, debido a los reiterados desbordes verbales de los obispos participantes en sus referencias a la situación social en nuestro país.
El gesto más resaltado en este sentido ha sido sin duda el “guiño” a la huelga general del lunes 25 de junio por parte del mismísimo presidente de la Comisión Episcopal para la Pastoral Social (Cepas), monseñor Jorge Lugones, quien señaló a pocos días de aquella medida de fuerza que el derecho a huelga es una herramienta «que propone la doctrina social de la Iglesia cuando se dan situaciones de injusticia social«.
Si cualquier “situación de injusticia social” bastara para legitimar una huelga, habría que concluir que de hecho toda huelga estará justificada en cualquier sociedad presente o futura hasta el advenimiento del Reino de los Cielos. Pero el Catecismo de la Iglesia Católica sigue un criterio mucho más exigente. En su número 2435, en efecto, enseña que la huelga sólo es legítima cuando constituye “un recurso inevitable”, o cuando es “necesaria” para obtener un “beneficio proporcionado”, y que es moralmente inaceptable cuando se lleva a cabo “en función de objetivos no directamente vinculados con las condiciones del trabajo”.
¿Es posible aplicar estos criterios a la huelga general del 25 de junio? No era “inevitable” para la renegociación de las paritarias en el contexto de la presente crisis. Tampoco parece haber cumplido con el criterio de proporcionalidad: su costo ascendió a unos 1.000 millones de dólares, lo que equivale al monto de un siglo y medio de colectas nacionales de Caritas y Más por Menos. Finalmente, el acuerdo con el FMI o la política económica no pueden considerarse como objetivos “directamente” relacionados con las condiciones de trabajo, si el término “directamente” conserva todavía algún significado. No parece que la verificación de estas condiciones haya sido debidamente ponderada por monseñor Lugones en este caso.
A esto se agrega que se trata no simplemente de una huelga, sino de un paro general, una medida indiscriminada y autoritaria que obliga a todos los trabajadores a interrumpir sus tareas estén o no de acuerdo con la decisión, y que produce incontables dificultades y perjuicios a toda la sociedad y a sus ciudadanos en particular, sin excluir a los más débiles. Esta medida, además, es impuesta por dirigentes de escasa representatividad dada la falta de democracia interna de sus gremios, y para quienes un paro general es un expediente entre otros para dirimir conflictos internos y preservar la propia cuota de poder. También el “piqueterismo” es un fenómeno jurídica y moralmente inaceptable, una clara violación del derecho a trabajar y circular libremente, pero la pastoral social no parece hoy interesada en exhortar al respeto de la ley ni en dar a conocer la enseñanza de la Iglesia en este punto.
Nunca se escucha a los obispos, por ejemplo, recordar que cuando los sindicatos tienen vínculos demasiado estrechos con la política “se apartan de lo que es su cometido específico, que es el de asegurar los justos derechos de los hombres de trabajo en el marco del bien común de la sociedad entera, y se convierten, en cambio, en un instrumento de presión para realizar otras finalidades” (Juan Pablo II, Laborem exercens 20; Compendio 307; subrayado del texto).
La pastoral social tiene como misión orientar la praxis de los creyentes a la luz de la Doctrina Social de la Iglesia. Pero en nuestro país, lamentablemente, aquélla ha asumido un tono, un estilo y un discurso crecientemente radicalizados. De esta manera, lejos de desempeñar un servicio de unidad, adopta actitudes cada vez más sectarias y confrontativas, que reflejan más las ideas políticas de sus dirigentes que el discernimiento plural de la comunidad eclesial. En sus juicios lapidarios, algunos obispos muestran además un preocupante simplismo en el modo de analizar los problemas sociales, que atribuyen de modo exclusivo a la presunta indiferencia o malicia de las autoridades, mientras se reservan para sí mismos y para los grupos por ellos favorecidos el monopolio de la buena voluntad. Este moralismo extraviado no deja lugar para considerar la complejidad de las causas de dichos problemas y de las posibles soluciones. Todo esto es contrario al espíritu (y también a la letra) de la DSI. Esta pastoral social es cada vez menos su aplicación, y cada vez más su sustituto.
 
Gustavo Irrazábal
26-06-18