20 de agosto de 2018
Por Carlos Barrio
Fuente: Disidentia
Se da una extraña paradoja con la izquierda y la religión. Esta ideología nació anticlerical en los salones parisinos, repletos de ilustrados dispuestos a erradicar el oscurantismo, el fanatismo y el error de nuestras vidas. El anticlericalismo inicial de esa izquierda revolucionaria estaba ligado al ideal secularizador y racionalista de las luces. Este afán por erradicar la superstición y el atraso, que los ilustrados como Voltaire ligaban a la religión, impregnó las revoluciones de izquierdas. La Revolución francesa inició un violento proceso de secularización del clero y de sus propiedades, que continuó durante las revoluciones socialistas donde la religión se convirtió en el enemigo a batir. Para el marxismo era esencial erradicar cualquier forma de pensamiento religioso, que se consideraba alienante.
Por poner sólo dos ejemplos. Durante la guerra civil española más de ocho mil religiosos y sacerdotes católicos fueron cruelmente asesinados por anarquistas, comunistas satélites del estalinismo y por autoridades republicanas. Bajo el comunismo polaco de inspiración estalinista, dirigido con mano férrea por Bolesław Bierut, la persecución religiosa fue especialmente intensa. Publicaciones católicas secuestradas, sacerdotes encarcelados y torturados, que incluyeron incluso al primado de la Iglesia Católica en ese país, Stefan Wyszynski. No es de extrañar, una ideología totalitaria como es el comunismo aspira a controlar todas las esferas del individuo, incluidas sus creencias más íntimas. El comunismo es una verdadera religión política, como muy bien apuntara Eric Voegelin. No admite otra fe que no sea la de la salvación del proletariado a través de la acción monolítica del partido y sus dirigentes, los cuales son infalibles.
Por otro lado, se da la curiosa circunstancia de que la izquierda ha querido ver en la tradición escatológica de matriz judeocristiana una fuente inagotable de enseñanzas con las que poder interpretar su propia historia de fracasos continuados. El comunismo jamás ha admitido que la razón última de su continuado fracaso pueda residir en lo erróneo de sus planteamientos teóricos. Fuerzas subversivas, coyunturas históricas poco propicias o la precipitación de algunos de sus dirigentes forman parte del catálogo de excusas que el comunismo siempre ofrece para defender su vigencia.
El comunismo nunca se ha podido realizar en la tierra. Autores del denominado marxismo occidental como Ernest Bloch o Walter Benjamin han querido utilizar categorías propias de la escatología judeocristiana para intentar infundir un principio de esperanza en la posibilidad de la realización del ideal comunista en este mundo. La nueva izquierdasurgida de los escombros del sesentayochismo ha seguido esta estela apelando al mesianismo y a la experiencia del primer cristianismo de inspiración Paulina para intentar apelar a la conciencia de sus seguidores. La revolución es ante todo una especie de acontecimiento salvífico, frente al que uno no puede permanecer indiferente. Ha de posicionarse, con una actitud de necesaria espera, incluso aun cuando esta inicialmente no discurra por los cauces inicialmente previstos.
A mi juicio dos son los factores que han propiciado esta lectura religiosa del marxismo. Por un lado, la llamada secularización de conceptos teológicos que pasan a cobrar una dimensión política. Al igual que el milagro supone una excepción a la vigencia de las leyes naturales, el acontecimiento revolucionario adquiere una dimensión escatológica al introducir una discontinuidad en la realidad. Nada es igual una vez se produce esa ruptura en la historia que supone el evento revolucionario, que permite una comprensión diferente, no solo de lo que está por llegar, sino que también sirve para valorar lo sucedido hasta ese momento desde una perspectiva completamente nueva.
Un ejemplo muy paradigmático lo podemos encontrar en la interpretación que la nueva izquierda hace de acontecimientos recientes, como pueden ser el del movimiento de los llamados indignados del 15M o de la famosa huelga general feminista del 8 de marzo. A partir de estos sucesos la izquierda busca movilizar a sus bases apelando a la esperanza en la realización de la utopía, al mismo tiempo que presenta una visión retrospectiva sesgada y manipulada de la situación previa. “Hay un antes y un después en la sociedad” nos han repetido hasta la saciedad las feministas en relación al 8 de marzo, presentándonos un país dominado por un machismo estructural que no se compadece en absoluto con la realidad de un país que ya consagraba en su texto normativo fundamental la igualdad ante la ley de todos los ciudadanos. Algo parecido puede decirse del 15 M y la instrumentalización de su narrativa, que sirvió a Podemos para erigirse en el partido de los desencantados.
Otro factor que ha servido para acercar religión y pensamiento de izquierdas ha venido de la mano de la llamada teología de la liberación,que ha realizado una lectura del Evangelio en clave de lucha de clases de inspiración marxista y que ha gozado de gran predicamento en Latinoamérica. El pecado, concepto fundamental de la escatología cristiana, deja de tener una consideración ética y existencial para cobrar una dimensión política y social. Esto permite justificar la existencia de un concepto muy utilizado por la nueva izquierda como es de la llamada violencia estructural, que estaría presente en las sociedades capitalistas y que se ejercería contra los más desfavorecidos. La llamada teología de la liberación ha constituido un verdadero vaso comunicante desde el que se ha producido una transferencia de conceptos teológicos al ámbito político de la nueva izquierda.
Se ha querido presentar una analogía entre la situación vivida por las incipientes comunidades cristianas, sometidas a una cruel persecución en los tiempos del Imperio Romano, y la vivida por las ideas de la izquierda radical tras el colapso del llamado socialismo real en el llamado bloque del Este.
Al igual que el cristianismo se impuso en medio de un ambiente hostil y en decadencia, como era el de la crisis espiritual y material del bajo Imperio Romano, la nueva izquierda debe imponerse en medio de una decadente y terminal cosmovision neoliberal, que habría hecho del cinismo y la desconfianza hacia cualquier utopía su razón de ser.
No es de extrañar por lo tanto que autores de la llamada nueva izquierda, como el filósofo esloveno Slavoj Zizek, hayan encontrado un verdadero filón en una relectura de los textos de San Pablo en clave política. Él parte de una lectura política del idealismo alemán y del psicoanálisis Lacaniano, según la cual el ser humano se encuentra sometido a un vacío interior que intenta llenar a través del orden simbólico del capitalismo, que promete al sujeto un eterno goce a través de la fantasía del consumismo. Zizek llega a postular una ruptura violenta con ese orden simbólico, que personifica el capitalismo, y no duda en postular una alternativa dictatorial para lograr este objetivo. Para justificarlo acude a concepciones verticales de la organización eclesiástica tomadas de la eclesiología.
Una buena parte de las dictaduras populistas lationoamericanas han utilizado también analogías y metáforas de corte religioso para logar afianzar su poder. Hay que tener presente que en estas sociedades no se ha producido todavía un proceso secularizador tan agresivo como el experimentado en las sociedades europeas. La mayoría de las alocuciones de muchos líderes populistas están trufadas de interpelaciones a permanecer fieles al mensaje revolucionario, a no caer en la tentación “consumista” neoliberal, y a iniciar procesos “evangelizadores” del nuevo socialismo. Era frecuente escuchar al dictador Hugo Chávez mezclar alusiones a Marx, Jesucristo o a Lenin en muchos de sus discursos, lo cual no suponía ninguna novedad pues ya José Carlos Mariátegui, padre del indigienismo latinoamericano de corte marxista, llevó a cabo un extraño sincretismo de elementos religiosos cristianos y precolombinos con ideas tomadas del marxismo.
También el feminismo se ha dotado de un puritanismo moral, en materia sexual, que poco o nada tiene que envidiar al rigorismo de costumbres morales que propugnaba Calvino en su teocrática Ginebra en pleno siglo XVI.
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