Fuente: Dignidad Digital
Junio de 2019
“Entro en guarderías, mato a los bebés blancos/ Colgad a sus padres, atrapadlos rápido/ Desmembradlos por pasar el rato”. Es la letra de la canción «Colgad a los blancos» («Pendez les blancs»), del rapero franco-camerunés Nick Conrad, que fue llevado a los tribunales y por el momento ha sido sancionado con multa de 5.000 euros. Decimos «de momento» porque los antecedentes no son alentadores: en 2010 el rapero Saïdou y el sociólogo Saïd Bouamama publicaron el libro «Nique la France» («Fóllate a Francia»), acompañado de CD con rap homónimo, que incluía estrofas como «me limpio [el trasero] con su símbolo asqueroso [la bandera francesa]». Condenados en primera instancia, los autores fueron finalmente absueltos por el Tribunal de Casación, que estimó que «no estando científicamente establecida la existencia de la raza blanca, los franceses blancos no representan una categoría que pueda ser protegida jurídicamente». Los altos magistrados, además, afirmaron que Saïdou y Bouamama no pretendían otra cosa que «denunciar el racismo que ellos atribuyen a la sociedad francesa, que habría heredado de su pasado colonial». Es decir, los racistas siguen siendo los franceses nativos, no quienes llaman a matar a sus bebés o usan su bandera como papel higiénico.
Durante varios años, la militante «afro-feminista» Fania Noël y la periodista Sihame Assbague han dirigido «campamentos de verano anticoloniales» en los que no se permitía la entrada a los blancos. La cuestión de si es posible un racismo anti-blanco ocupa desde hace años a la intelectualidad y los medios franceses. La posición mayoritaria sigue siendo negativa: el racismo es, por definición, de blancos contra otras razas (igual que la «violencia de género» solo pueden cometerla los varones). Por ejemplo, Eric Fassin, profesor de Sociología en la Universidad París VIII, sostiene que «la noción de racismo anti-blanco no tiene ningún sentido para las ciencias sociales».
¿Y no equivale todo esto a un suicidio moral, a una incapacidad patológica para la autodefensa, a una denigración sistemática de lo propio («oikofobia»), a una beatificación acrítica del Otro y lo ajeno («xenofilia»)? A estos asuntos dedicó Renato Cristin el año pasado su libro I padroni del caos. Cristin es profesor de Hermenéutica Filosófica en la Universidad de Trieste, y ha dirigido el Instituto de Cultura Italiana en Berlín y la Fondazione Liberal.
«Europa morirá pronto a causa de su liberalismo pueril y suicida. Europa creó a Hitler, y después de Hitler se quedó sin argumentos», afirma el Nobel húngaro Imre Kertész en una de las decenas de citas jugosas del libro. En efecto, la indefensión moral, el masoquismo penitencial (la «tiranía de la penitencia» a la que dedicó un libro Pascal Bruckner) de la Europa actual se entienden en parte a la larga sombra de 1945. Traumatizada, abochornada por los crímenes del nazismo «o, más ampliamente, por su autodestrucción en 1914-45- Europa renunció después a cualquier asertividad histórica. Una interpretación marxistoide y sesgada del pasado colonial «que encuentra su emblema en el prólogo al «Les damnés de la terre» de Fanon, 1961, donde Jean-Paul Sartre propugnó proféticamente una «colonización a la inversa»- la lleva a creerse en deuda con otros pueblos. Por eso el racismo, en opinión del europeo medio, es algo de lo que solo son capaces los blancos. Por eso cualquiera que advierta sobre el fracaso de la inmigración (como ya diagnosticara Giovanni Sartori, el multiculturalismo incipiente no consiste en una fusión de culturas, sino en el deslizamiento de la sociedad hacia una yuxtaposición de guetos étnicos homogéneos y encerrados en sí mismos) o el peligro que supone introducir en el continente a decenas de millones de fieles de una religión que sigue aspirando a la conquista mundial, se hará automáticamente sospechoso de xenofobia y neofascismo. «Fascista» es el conjuro mágico con el que el progre europeo pretende exorcizar a cualquiera que ponga pegas a su utopía lennoniana («Imagine there?s no countries/ and no religion too»).
I padroni del caos rastrea las corrientes intelectuales que han convergido en esta ideología de la rendición oikófoba-xenófila: «Una coalición magmática de multiculturalismo y deconstruccionismo, antioccidentalismo y tercermundismo, socialismo y nihilismo, cristianismo [teología de la liberación, santificación bergogliana del inmigrante]  y comunismo, liberalismo leftist y laicismo anticlerical, antihumanismo, destrucción del yo y de la identidad…» (p. 50). Y hace inventario de las voces que llaman a la reacción (Cristin los llama «neo-reaccionarios», con etiqueta quizás mejorable) y la regeneración, de Alain Finkielkraut a Roberto de Mattei, de Gilles-William Goldnadel a Marcello Pera, de Roger Scruton a Paul François Paoli. El campo neorreaccionario reserva sorpresas. ¿Es un obispo quien afirma que los europeos actuales «han rehusado colectivamente convertirse en padres», y si lo hacen, es «solo en el sentido reproductivo, […] pero no en el filosófico, cultural y religioso»? No, es el activista homosexual y líder político Pim Fortuyn, asesinado por un ecologista en 2002 cuando estaba a punto de ganar las elecciones en Holanda. Sus declaraciones recuerdan a las de Benedicto XVI, quien sostuvo en diálogo con Marcello Pera: «Hay un odio de Occidente a sí mismo que es extraño y que solo se puede considerar patológico: Occidente se muestra lleno de comprensión hacia los valores de los de fuera, pero ya no se ama a sí mismo; de su historia ve solo lo condenable y destructivo, no lo grande y puro. […] La multiculturalidad, que es constante y apasionadamente favorecida e incentivada, es sobre todo abandono y negación de lo propio». Desgraciadamente, su sucesor ha alineado a la Iglesia en el bando de los entusiastas de la apertura de fronteras. El bando de los «señores del caos», al que también pertenecen las instancias de la ONU o la Unión Europea que favorecen la «migración de sustitución» (replacement migration) en documentos que Cristin cita meticulosamente.
¿Cuál es la alternativa regeneradora? No lo es el neofascismo, absolutamente marginal en la Europa actual, aunque el frente progre insista en agitar su espantajo. El «neorreaccionarismo» a lo Cristin sería un liberal-conservadurismo adaptado a circunstancias históricas inéditas. Cuando Locke, Smith, Bastiat o Hayek teorizaron el liberalismo, las migraciones eran pequeñas y «lo más importante- intraoccidentales (polacos en Chicago, italianos en Francia); ahora la inmigración es extraoccidental y masiva, y amenaza introducir en Europa a millones de personas que proceden de culturas anti-liberales. El liberalismo buenista-xenofílico de fronteras abiertas representa, pues, «una traición al verdadero liberalismo», como afirma Bruce Bawer.
Cedo la palabra a Cristin para atisbar dónde puede estar la esperanza: «¿Cómo salvar al liberalismo de su propia debilidad, salvando así también a Europa, su identidad, su libertad? Ciertamente no con una teoría anti-liberal» (De la misma forma que, en 1930, añade Cristin evocando a Ortega, la buena respuesta a la crisis del liberalismo no era el totalitarismo fascista o comunista). «Los nuevos reaccionarios no son neofascistas, menos aún neonazis; no son antisemitas: al contrario, están atentos a denunciar los avances del nuevo antisemitismo [islámico e izquierdista] que con creciente frecuencia se producen en una Europa desorientada y caotizada. […] [De hecho] son filo-israelíes, ya que confían en la única democracia de Oriente Medio. […] No son anti-americanos, al contrario, creen en el papel positivo de la alianza entre Europa y Norteamérica. […] No son contrarios a la idea de una Europa unida, pero sí se oponen a su deformación actual, al fanatismo europeísta, al método burocrático-centralizador, y a las políticas anti-nacionales, anti-tradicionales y filo-islámicas. […] No son racistas, pues el rechazo de la sustitución étnica actualmente en curso en suelo europeo por medio de la inmigración incontrolada se corresponde con la voluntad de defender [no la pureza racial, sino] las tradiciones espirituales, culturales y sociales que se han formado a lo largo de los siglos en los diversos pueblos europeos. […] No son dogmáticos, ya que se apoyan en el pensamiento crítico que ha constituido la osamenta filosófica occidental, pero sí rechazan el relativismo sin rumbo que, en un paroxismo deconstructivista y anti-identitario, está declarando equivalentes a todas las culturas y todas las formas sociales».