Por Marcelo Miranda
Para Instituto Acton (Argentina)
15 de agosto de 2019

El poder y su ejercicio dentro de un Estado de derecho, donde todas las reglas y normas se encuentren debidamente delimitadas y establecidas, es totalmente necesario. El cardenal Joseph Ratzinger señalaba con total claridad: “La política debe ser un compromiso por la justicia y crear así las condiciones básicas para la paz”. Siguiendo esa misma línea se entiende que el ejercicio del poder es un instrumento útil en la construcción de una adecuada vida en sociedad y la consecución de la justicia.
Desnaturalización del poder.  Cuando el poder es nublado por el éxito y la parafernalia del caudillo, el “sano poder” se transforma en un instrumento de opresión y de represión, pues ya no se vela por una administración justa, y ecuánime, se prioriza la prebenda y el abuso, dando como resultado un Estado quebrado.
El cardenal Ratzinger (papa Benedicto XVI) señalaba que se hace dificultoso diferenciar entre “el derecho verdadero del derecho aparente”, pues este último llega a camuflarse de manera magistral en los distintos espacios de la administración pública y de la administración de justicia, haciéndonos creer que se vive dentro de una máxima idealizada de progreso, justicia y paz, cuando en realidad se vive en un espejismo peligrosamente bien elaborado.
Sintomatología. Los Estados que construyen un aparato estatal de gran envergadura padecen de una especie de involución; es decir, un retroceso jurídico marcado, puesto que estas visiones de Estado regente, grande y protector hacen que el  Estado tenga una concepción cuasi “divina” y su líder sea una figura mesiánica. Por ende, llegar a pensar en un poder corrupto y avasallador que emana de este tipo de Estados es básicamente imposible para los encandilados militantes.
Transmisión y contagio. La enfermedad del poder en Estados grandes siempre se trasmite de arriba hacia abajo; es decir, resulta imposible que un funcionario de bajo nivel que ejerce de manera inadecuada su insignificante influencia llegue a contagiar a las grandes esferas del aparato estatal. Pasa todo lo contrario cuando el mal ejercicio del poder nace y a su vez es ejecutado desde la cima del mismo Estado, sólo de esta forma el mal se viraliza, ejerciendo su poder multiplicador.
Consecuencias. El mal ejercicio del poder y la corrupción que emerge de él llevan al derecho a dejar de tener la fuerza coactiva y coercitiva necesaria para normar los aspectos propios de la administración pública y de la vida en sociedad, básicamente se instrumentaliza la ley para ocultar, socapar y validar actos de corrupción; por otro lado, el Estado regente y protector, con un aparato administrativo grande, en su afán de controlar todo, termina por no controlar nada; la corrupción se normaliza, la justicia se prostituye y la ética se penaliza.
Prevención y cura. La reducción del aparato estatal es sin duda el profiláctico ideal, pues el poder se reduce a las normativas necesarias para el mantenimiento de un Estado de derecho funcional, las empresas estatales innecesarias deben ser repensadas dando mayor participación a capitales privados. El poder de la Policía y el poder judicial deben estar debidamente regidos no sólo por la normativa vigente, también por una consciencia natural que emane de preceptos éticos y morales.
Conclusión. Si bien los Estados proveedores, con un aparato administrativo de gran envergadura, han demostrado una y otra vez su incapacidad de hacer frente a la enfermedad del poder y la corrupción, las personas todavía no pueden o no quieren dejar de creer en un Estado mítico salvador.
Quizás sea necesario empezar a releer la historia dejando de lado el romanticismo nacionalista, socialista y el marxismo cultural imperante para dar paso a una visión liberal, que, aunque menos romántica, ha demostrado ser más eficaz a la hora de controlar el abuso de poder, la corrupción y el prebendalismo.
 
 
Marcelo Miranda Loayza es teólogo y forma parte del Centro de Estudios Joseph Ratzinger.