Por Renato Cristin
Instituto Acton
3 de diciembre de 2019
El camino existencial de Vladimir Bukovsky se ha interrumpido el 27 de octubre a las 21.30, cercenado, lamentablemente, por un ataque al corazón. Pero su trayectoria histórica es de tal potencia, que sigue siendo vigorosa, se fortalece en medida directamente proporcional al tiempo que pasa, porque la sedimentación de sus reflexiones y de su testimonio de vida refuerza la memoria de su trabajo histórico, cultural y político, dedicado a la búsqueda y a la afirmación de la verdad, por sobre cualquier otro objetivo, cualquier otra exigencia.
Su vida intelectual y política estuvo siempre marcada por la necesidad de verdad, esa instancia que, antes de ser científica o cultural, es de carácter ético, sobre todo en su caso, cuando se trató de denunciar, aun consciente de las represalias a las que quedaría expuesto, ese espantoso sistema de coerción y violencia, de negación de la libertad, que el régimen soviético había instaurado.
A poco de pasar los veinte años, fue arrestado por haber organizado lecturas de poesías, lecturas no autorizadas de poesías no permitidas: una acusación absurda, que hoy suena irreal, pero que en la Unión Soviética de esa época, 1963, era un cargo de imputación serio, de los más graves, porque se refería al rechazo mental del mecanismo ideológico y social del comunismo, esa forma de resistencia que el sistema de control del socialismo realizado temía más que la física o material, porque era la forma más peligrosa de disenso y de posible inoculación del espíritu de la libertad en las mentes de los súbditos del poderoso imperio soviético. Arrestado por haber propagado el germen de la poesía.
Y desde ese momento, hasta su liberación-expulsión en 1976, comenzó para él la tragedia del encarcelamiento continuo, el vía crucis de los penitenciarios, en el cual la cárcel clásica se alternaba con los hospitales psiquiátricos, los más duros, manicomios criminales, concebidos con sadismo ideológico no para hacer cumplir una sentencia o para rehabilitar, sino para anular la mente de los detenidos.
Pero Vladimir no estaba loco ni era un delincuente, era solamente un hombre libre, que quería vivir como hombre libre, dentro de un sistema que del libre albedrío temía hasta la palabra, «libertad», porque ésta se conjugaba con la otra palabra terrible e impronunciable: «verdad». Y, por un dispositivo mental que un buen examen psicoanalítico mostraría como un acto de represión duplicada, ambas palabras estaban en el foco central de todo discurso oficial.
«Libertad», svoboda, era la cortina de humo con la que se tapaba cualquier crimen de la dictadura, cualquier canallada de la ideología; la libertad respecto del yugo del capitalismo y del imperialismo, con la consiguiente instauración de ese paraíso de libres e iguales que debía ser la sociedad comunista, era el objetivo supremo que justificaba toda acción, toda aberración, hasta el genocidio. «Verdad», pravda, era la primera palabra que todo súbdito soviético leía (o tenía que leer) desde primeras horas de la mañana, porque era el título en letras mayúsculas del periódico oficial del partido comunista, lectura obligada, también porque casi no había otras.
Libertad y verdad mantenían en cambio para Bukovsky su significado auténtico, no corroído por la ideología, no putrefacto por la hipocresía de Estado. Dos palabras que eran como armas, pero en manos demasiado frágiles como para poder vencer el omnipresente control sobre el lenguaje y la supresión de toda crítica; demasiado humanas como para hacer frente al deshumano poder soviético.
Fue por lo tanto condenado por un uso que el régimen consideraba impropio, pero que en realidad era sobradamente apropiado, de la libertad y de la verdad.
Estoicamente y, digámoslo: heroicamente, Bukovsky opuso a esa dictadura criminal toda la resistencia que su fuerza mental y moral lograron darle, pero no sabemos cuánto más habría podido soportar aún esa presión psico-física inaudita, hasta que un gesto de la providencia hizo que metafóricamente se cruzasen el anticomunista Bukovsky y el anticomunista Pinochet: un intelectual encarcelado en el Gulag soviético por haber testimoniado la verdad, y un militar despreciado por los intelectuales occidentales por haber cargado con el terrible cometido de defender la libertad de su país de la agresión del comunismo internacional fomentado y alimentado en primer lugar precisamente por la Unión Soviética. Lo que llevó a la liberación de Bukovsky fue efectivamente el acuerdo entre el secretario general del PCUS Brežnev y el general Pinochet por un canje directo, uno a uno: Bukovsky por Luis Corvalán, un cada vez más incómodo disidente ruso, por el jefe de los comunistas chilenos, detenido desde hacía dos años y medio por insurrección armada. El intercambio ocurrió en diciembre de 1976 en Zurich, desde donde poco después Bukovsky llegó a Inglaterra, a la ciudad de Cambridge, antiquísima sede universitaria y, en tanto tal, símbolo imperecedero de esa libertad y esa verdad que por fin habían para él recuperado su originario sentido: semántico y filosófico, histórico y científico, pragmático y ético.
La liberación personal significó para él por lo tanto también el rescate de la palabra, del lenguaje, respecto de las cadenas de la prisión mental comunista, la plena libertad de expresarse, y así pudo dedicarse al estudio y a escribir, a cultivar la memoria y a seguir combatiendo contra la mentira de una dictadura que había subyugado a media Europa y tomado de rehén a la otra mitad (la cortina de hierro era de hecho una soga, que no solamente apretaba el cuello de los secuestrados europeos orientales, sino que amenazaba además la vida de los occidentales), que tenía ramificaciones estatales en medio mundo y que disponía, en todas partes, de quintas columnas bajo forma de partidos y movimientos, medios de comunicación y centros de cultura.
Con ese viaje, por suerte sin vuelta, desde el centro del infierno comunista al corazón de la libertad moderna, Bukovsky refuerza no tanto su propia convicción y su voluntad, que eran solidísimas de antes, sino la potencia de su denuncia, porque por fin ha logrado encontrar esa solidaridad y esos apoyos concretos que antes no le llegaban sino velados, filtrados por los tamices de la dictadura, canalizados por los samizdat o por mensajes orales que no pudieran ser interceptados.
Y sigue contando, describiendo y denunciando, con voz cada vez más fuerte y más escuchada, pidiendo ayuda para derrumbar (nuevo David contra un gigante infinitamente más poderoso que Goliat) esa forma de perversión deshumana y antihumana en que el sistema comunista se materializaba.
De ese mundo dado vuelta e infernal que Solzhenitsin definió «arcipelago Gulag», Bukovsky fue de hecho una víctima y uno de los grandes acusadores, uno de los mayores entendidos por experiencia directa: internado durante doce años (aunque no ininterrumpidamente) en las cárceles psiquiátricas, cercos no imaginarios como los del infierno dantesco, sino cruelmente y cruentamente reales, en los que la vida era una pesadilla de la que uno no despertaba, no podía despertar, porque era la realidad misma.
Lo que Bukovsky define como «el sistema de la criminalización de toda opinión que se diferenciara de la dominante», era el mecanismo para la sistemática destrucción de toda energía que pudiese poner en riesgo al poder comunista, un instrumento de aniquilamiento radical y total, como él mismo afirmó con una claridad escalofriante en la memorable conferencia que dio en Berlín en el 2005: el sistema comunista y su brazo letal, el Gulag, eran «el camino para replasmar por entero el tejido de la sociedad; todos los estratos de la población eran destrozados y reelaborados hasta la muerte en el Gulag. Y normalmente se trataba de las personas mejores: de ese modo, como resultado de la dictadura comunista, perdimos a los mejores agricultores, los mejores obreros, los mejores artesanos, los mejores intelectuales, los mejores en todas las profesiones, en todos los ámbitos de trabajo y de la vida. Fue un genocidio; no hay otro nombre para esto».
Usando la palabra genocidio, Bukovsky quiere indicar la voluntad de aniquilación de las conciencias, además que de las personas en carne y hueso, porque un pueblo se elimina también disgregando su conciencia, destruyendo su identidad. Este es el sentido originario del genocidio comunista, el mal que acecha desde el primer anillo de la cadena genética de su ideología. Este es el sentido auténtico del Gulag. Es el mal que Bukovsky ha develado y combatido, y en su esfuerzo titánico está la grandeza moral, aun antes que cultural o política, de su compromiso civil, de toda su existencia. En esto él era socrático y al mismo tiempo realista: el bien no se alcanza simplemente ejerciéndolo, sino también oponiéndose al mal, y puesto que este último carece de escrúpulos morales, combatirlo es un acto de suprema moralidad, porque es expresión de una justicia universal que, a su vez, expresa la esencia ideal de la vida social y del ser humano en general.
El Gulag fue por lo tanto una máquina de eliminación y de transformación, lenta pero inexorable, que operó por lo menos durante medio siglo: eliminación física y modificación mental. El Gulag no es una hipérbole estaliniana del aparato represivo bolchevique, sino que es congénito de la estructura teórica marxista-leninista; tan es así que desde 1918 Lenin, junto con las fusilaciones de masa, había ordenado la creación de numerosos campos de concentración para opositores políticos y para todos aquellos que simplemente no adherían al sistema soviético. Fines y medios forman, en la teoría del comunismo (tanto el soviético como en general), una identidad inescindible: también en cuanto a sus fines el comunismo es en sí una monstruosidad, y el Gulag es su directo e inevitable instrumento.
Los no pocos escuálidos intelectuales que todavía hoy pontifican sobre la intrínseca bondad de las intenciones del comunismo y los involuntarios resultados negativos de sus experimentos de aplicación, sobre el fin positivo de la idea comunista y la inevitabilidad de los medios violentos para realizarla, deberían vivir las experiencias de Bukovsky, o como mínimo leer sus obras, junto a las de muchos otros disidentes y perseguidos por los varios regímenes comunistas, los que implotaron y los que todavía siguen vigentes, desparramados por el mundo.
El supuesto «socialismo real» no es, como esos intelectuales afirman, un aborto de la teoría marxista-leninista o la forma institucional del carácter dictatorial del estalinismo, sino que es la forma político-estatal con la que dicha teoría debía lógicamente y necesariamente concretarse. Por lo tanto, la crítica al socialismo real, o sea a la Unión Soviética, a sus Estados satélites (pero también a todos los gobiernos, también actuales, que se inspiran en esa teoría), no puede no implicar, desde el comienzo y hasta el fondo, la crítica a la ideología comunista. Pero puesto que esta última no ha quedado destruida bajo los escombros de esos regímenes, adoptar frente a esta tragedia histórico-política una posición ambigua o sencillamente neutra, significa volver a dar voz (y vigor) a una ideología que se ha revelado mortal para cualquier pueblo que haya tenido la desgracia de experimentarla.
De todo esto Vladimir Bukovsky estaba tan convencido que, precisamente durante ese congreso berlinés del 2005, dedicado a la memoria de los totalitarismos y que fue la edición alemana del Memento Gulag creado por Dario Fertilio y por el mismo Bukovsky, me habló de su idea de instituir un Nuremberg para el comunismo, que pudiera llevar a un juicio histórico y moral de condena, análogo al que, con justicia, ha condenado y definitivamente desterrado al nazismo del mundo civilizado.
La nobleza de esta idea era absolutamente evidente y permanece inalterada, y por eso, junto con Vladimir decidimos, hace algunos meses, reimpulsarla, en ocasión del trigésimo aniversario de la demolición del Muro de Berlín, como iniciativa necesaria para una depuración de la conciencia histórica colectiva de las toxinas que la ideología comunista ha diseminado por doquier, y para el reequilibrio de la conciencia moral del mundo occidental, ese mundo libre que tantas veces, por pereza o mala fe, esconde la verdad del comunismo, ocultando la criminógena esencia de una ideología aún activa y letal.
He aquí entonces la motivación, ética antes que histórica o política, de nuestro Llamamiento por un Nuremberg del comunismo, que ahora deviene una obligación moral también para con quien en su momento lo ideó. De esa decisión hemos pasado a la acción: juntos redactamos el documento (que está siendo presentado de manera coordinada en algunas ciudades de varios países, y que ha sido dado a conocer al público el 7 de noviembre último pasado en una conferencia de prensa en Roma, en el Senado de la República), y en pocas semanas hemos recibido la adhesión de más de doscientos personalidades de todo el mundo, exponentes de varios partidos políticos y también de personas ajenas a la política, músicos y literatos, investigadores y docentes universitarios, periodistas e intelectuales, empresarios y managers, exponentes de distintas profesiones. De a poco se van sumando organizaciones e instituciones del mundo libre, que apoyan la iniciativa en virtud del valor intrínseco del principio antitotalitario que afirma.
Ahora, en memoria de Vladimir Bukovsky, estamos prosiguiendo en ese camino.
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