Los mercados, el Estado y el imperativo de la cultura

Por SAMUEL GREGG*

 

Los mercados libres y un Estado limitado requieren una cultura de la libertad que diga «sí» a la responsabilidad y «no» al despotismo blando.

Siempre leo con interés al economista Tyler Cowen. Como me ocurrió con otros ensayos de Cowen, uno de sus más recientes,  «What Libertarianism Has Become and Will Become—State Capacity Libertarianism» (En qué se ha convertido y se convertirá el libertarismo: libertarismo de capacidad estatal) me dio que pensar. Su argumento básico radica en que muchos libertarios contemporáneos –en palabras de Cowen, «como si estuvieran guiados por una mano invisible»– han adoptado lo que Cowen llama «libertarismo de capacidad estatal». Luego, da una lista de once propuestas para definir su postura.

La más fundamental es la insistencia en la inigualable capacidad del mercado para crear riqueza y disminuir la pobreza. Las siguientes diez propuestas, no obstante, se concentran directamente en el gobierno. Abarcan desde la necesidad de un Estado fuerte que proteja los mercados hasta los amiguismos internos y la agresión de regímenes mercantilistas autoritarios como China. Aborda la cuestión de los gobiernos que promueven no solo infraestructura, sino actividades tales como «subsidios a las ciencias, energía nuclear, (…) y programas espaciales», y los gobiernos que persiguen objetivos incluso más amplios, como la lucha contra el cambio climático.

Dejando de lado la infraestructura, sospecho que la mayoría de los partidarios del libre mercado cuestionarán el juicio de los gobiernos que persiguen estos y similares proyectos. Pero las sugerencias de Cowen nos recuerdan que aquellos a favor de los mercados libres –ya sea que se autodenominen libertarios, liberales clásicos o conservadores– dedican más tiempo a pensar en las responsabilidades económicas del Estado de lo que la mayor parte de las personas cree. Mi experiencia indica que los estudiantes se sorprenden al descubrir que el Libro Quinto de La riqueza de las naciones, de Adam Smith, identifica una serie de funciones del gobierno (seguridad nacional, administración de la justicia, provisión de obras públicas, apoyo complementario a la educación, etc.) que harían dudar a la mayoría antes de describir a Smith como partidario radical del laissez-faire.

Y sin embargo, Smith presta el mismo grado de atención al eterno problema de los individuos y grupos que buscan utilizar al Estado para amañar la economía de modo que les asegure beneficios. Tal dinámica fue central al funcionamiento del «sistema mercantilista», del que Smith es crítico devastador. El economista David R. Henderson, en su respuesta al artículo de Cowen, expresó inquietudes similares.

Henderson se muestra escéptico respecto de nuestra actual aptitud para refrenar a un Estado con amplia capacidad de acción y evitar que socave gravemente la libertad. Sostiene, además, que semejantes arreglos políticos no harán más que estimular «incentivos seguramente perversos [que conducen a] políticos, votantes y burócratas» a «no preocuparse por los costos» y «en ciertos casos, dar recursos a las personas a quienes favorecen»[1].

El punto de Henderson es importante. Si hemos de entender, por ejemplo, cómo una sociedad otrora relativamente próspera como la Argentina se ha convertido en sinónimo mundial de «caso perdido económico», mucho se debe a este comportamiento. Ello supone que un segmento importante de la población vote sistemáticamente a políticos que prometen usar al gobierno para darle lo que sea que quiere, sin importar el costo económico de largo plazo. Este proceso está invariablemente acompañado de una demagogia populista, de actitudes volubles hacia el constitucionalismo y el Estado de derecho, de la demonización de aquellos cuyos activos han de redistribuirse y de un pésimo hábito de culpar a todos los demás (las clases medias, los extranjeros, los Estados Unidos, el FMI, etc.) cuando la cosa empieza a ponerse muy seria.

 

Los límites del derecho

Muchos liberales de mercado han pensado mucho y a conciencia acerca de estos desafíos. Como solución, algunos se han concentrado en identificar principios constitucionales y jurídicos que definan y limiten con claridad las responsabilidades económicas del Estado.

Durante los años treinta y cuarenta del siglo pasado, economistas ordoliberales alemanes, como Walter Eucken y Franz Böhm, desarrollaron una serie de normas legales que harían al Estado: 1) lo suficientemente fuerte para proteger del prebendarismo y los intereses especiales a los prerrequisitos clave de un mercado en funcionamiento –como la estabilidad monetaria, la libre competencia y el Estado de derecho–, y a la vez 2) lo suficientemente limitado para que no le sea posible exceder estas responsabilidades. La implementación de algunas de estas ideas en la Alemania Occidental de posguerra ayuda a explicar su notable progreso económico desde los años cuarenta hasta principios de los setenta.

Si bien tales medidas son importantes, también han probado ser inadecuadas. Un banco central ostensiblemente independiente como es el Banco Central Europeo, por ejemplo, no ha logrado resistir las presiones de los legisladores para extralimitar su foco constitucionalmente limitado –una vez alcanzada la estabilidad monetaria– a fin de intentar estimular las economías europeas en vías de estancamiento.

En términos más generales, no es ningún secreto que incluso a los legisladores bienintencionados les resulta difícil, en las condiciones de una democracia masiva, no hacer promesas fiscalmente irresponsables que solo pueden cumplirse si se persiguen políticas fiscalmente irresponsables –por las cuales, finalmente, se paga un precio alto. Pareciera que hay límites reales a la capacidad que tienen los mecanismos legales y constitucionales para restringir tal comportamiento en las democracias.

No es probable que fenómenos como el prebendarismo puedan purgarse completamente de la vida económica y política. Dicho esto, algunos economistas han reconocido que otros factores, en especial, los de carácter cultural, cumplen su cometido al momento de combatir tales problemas.

Al respecto, otro liberal alemán de mercado, el economista y filósofo social Wilhelm Röpke (1899–1966) hace un gran aporte. Al igual que Eucken y Bohm, se concentró en la importancia del diseño institucional para la vida económica. Su eficacia como defensor público de estas posturas fue decisiva para la integración de muchos principios ordoliberales en las estructuras económicas de Alemania Occidental posteriores a 1947. Pero Röpke apreciaba asimismo la función de las normas y expectativas morales en restringir el poder del Estado, en proveer la clave cultural que ayuda a los mercados a funcionar con eficiencia y en responder a las necesidades que exigen respuestas más allá de las económicas.

 

De vuelta a la cultura

En gran medida, esta visión fue expuesta en libros que Röpke escribió durante la Segunda Guerra Mundial desde su exilio en Suiza. Sin embargo, tal vez la articulación más concisa de su pensamiento sobre estas cuestiones se halla en el texto por el que más se conoce a Röpke, A Humane Economy: The Social Framework of the Free Market, (La economía humana: el marco social del mercado libre), cuya traducción al inglés se publicó por primera vez cuarenta años atrás.

Las reflexiones clave de Röpke en torno a la cultura, el Estado y el mercado se encuentran en el capítulo tres, titulado «Condiciones y límites de los mercados». Los mercados libres, sostiene Röpke, deben entenderse como parte de un conjunto de acuerdos más amplio. Estos últimos incluyen instituciones políticas y jurídicas específicas, pero también una comprensión realista de la naturaleza humana, expresiones razonablemente tradicionales de la moralidad, familias sólidas, una profunda atención a la historia, y conciencia de las amenazas ideológicas internas y externas contra la libertad.

Todo esto suena muy burkeano. Y entender bien estas cosas, afirma Röpke, es fundamental para poder disminuir los efectos corruptores de los intereses especiales sobre la economía, así como para disminuir los incentivos que alientan a los votantes, funcionarios estatales y legisladores a permitir que el 51% de la población esquilme al 49% restante.

¿Qué ejemplos hay de lo que Röpke tiene en mente? Entre otras cosas, estos incluyen: la valorización de cómo una sólida adhesión a la propiedad privada facilita la libertad, la rendición de cuentas y la confianza en toda la sociedad; la conciencia generalizada de que ni el materialismo filosófico ni el práctico son capaces de responder a las cuestiones profundas de la vida; una mayor comprensión de que el comercio y los negocios contienen un valor moral que trasciende la creación de riqueza; y el reconocimiento de que cultivar los instintos filantrópicos a través de la sociedad (no solo entre los más pudientes) es esencial para llenar los vacíos que ni el Estado ni los mercados pueden llenar.

Estas cosas son buenas en sí mismas. Sin embargo, estas normas y expectativas también deben prevalecer para evitar que la gente considere al gobierno, automáticamente, el primer puerto de escala al momento de confrontar dificultades sociales y económicas, o para disuadir a ciudadanos y legisladores de considerar las restricciones institucionales sobre el Estado meros mecanismos que pueden ignorarse amablemente o reinterpretarse para significar lo opuesto a lo que en verdad significan.

Por desgracia, algunas de las comunidades que antes contribuyeron tanto a formar estas mentalidades hoy se hallan sumidas en el desorden o presentan serios problemas de credibilidad. Röpke, por ejemplo, era cristiano practicante y, como Alexis de Tocqueville, subrayaba la importancia de la religión en cultivar los hábitos necesarios para sostener sociedades comerciales y democráticas. Pero los interminables escándalos financieros y sexuales dentro de las organizaciones religiosas, como también los modos en que la fe de algunas iglesias y sinagogas ha colapsado en ONGismo y en activismo de la justicia social, han debilitado la disposición de muchas personas a escuchar qué piensan los grupos religiosos sobre cualquier tema.

Esto importa porque, como Röpke escribió en el último capítulo de Una economía humana, «En última instancia, la (…) resiliencia de la economía de mercado es la resiliencia de las personas sobre las que recae la responsabilidad»[2]. Lo mismo ocurre con la voluntad de las personas para decir «no» al espectro del despotismo blando. Definir y restringir legalmente los deberes económicos del Estado sigue siendo importante y hasta decisivo. Pero más importante aún será cultivar una cultura de libertad más responsabilidad –siempre unidas, nunca aparte.

 

*     Samuel Gregg es Director de Investigaciones del Acton Institute y Fellow del Centro para el Estudio del Derecho y la Religión en la universidad de Emory.

Versión traducida del artículo del 11 de febrero de 2020, publicado en Public Discourse (The Witherspoon Institute), disponible en línea, en https://www.thepublicdiscourse.com/2020/02/60358/

Traducción: Silvina Floria.

 

 

[1] Traducción propia [N. de la T.].

[2] Traducción propia [N. de la T.].