Por Llewellyn H. Rockwell Jr.
Fuente: Mises.org
1 de mayo de 2020
Los estudiantes de la libre empresa normalmente remontan los orígenes del pensamiento pro-mercado al profesor escocés Adam Smith (1723–1790). Esta tendencia a ver a Smith como origen de la economía está reforzada entre los estadounidenses porque su famoso libro Una investigación de la naturaleza y causa de la riqueza de las naciones fue publicado el año de la independencia estadounidense de Gran Bretaña.
Hay muchas cosas que olvida esta visión de la historia intelectual. Los fundadores reales de la ciencia económica en realidad escribieron cientos de años antes que Adam Smith. No eran economistas como tales, sino teólogos morales, formados en la tradición de Santo Tomás de Aquino y se los conoce colectivamente como los escolásticos tardíos. Estos hombres, la mayoría de los cuales enseñaron en España, eran al menos tan favorables al libre mercado como la tradición escocesa muy posterior. Además, sus fundamentos teóricos eran todavía más sólidos: anticiparon las teorías del valor y del precio de los “marginalistas” de la Austria de finales del siglo XIX.1
Si las ciudades-estado italianas iniciaron el Renacimiento en el siglo XV, España y Portugal investigaron el nuevo mundo en el XVI y emergieron como centros de comercio y empresa. Intelectualmente, las universidades españolas engendraron una recuperación del gran proyecto escolástico: partir de las tradiciones antigua y cristiana para investigar y expandir todas las ciencias, incluyendo la economía, sobre la base firme de la lógica y la ley natural.
Como la ley natural y la razón son ideas universales, el proyecto escolástico era una búsqueda de las leyes universales que gobiernan la manera en que funciona el mundo. Y aunque la economía no se consideraba una ciencia independiente, estos investigadores se dirigían hacia el razonamiento económico como una forma de explicar el mundo que les rodeaba. Buscaban regularidades en el orden social y producían patrones católicos de justicia para actuar sobre él.
Francisco de Vitoria
La Universidad de Salamanca era el centro del aprendizaje escolástico en la España del siglo XVI. El primero de los teólogos morales en investigar, escribir y enseñar allí fue Francisco de Vitoria (1485–1546). Bajo su guía, la universidad ofrecía unas extraordinarias 70 cátedras profesorales. Como ha pasado con otros grandes maestros en la historia, la mayoría de la obra publicada de Vitoria nos ha llegado en forma de apuntes tomados por sus alumnos.
En el trabajo de Vitoria cobre economía, argumentaba que el precio justo es el precio al que se ha llegado de común acuerdo entre productores y consumidores. es decir, cuando un precio se fija por la interacción de oferta y demanda, es un precio justo. Lo mismo pasa con el comercio internacional. Los gobiernos no deberían interferir con los precios y relaciones establecidos entre comerciantes a través de fronteras. Las lecciones de Vitoria sobre comercio entre españoles e indios (publicadas originalmente en 1542 y de nuevo en 1917 por el Carnegie Endowment) argumentaban que la intervención de gobierno en el comercio violaba la regla de oro.
Aun así, la mayor contribución de Vitoria fue producir alumnos capaces y prolíficos. Estos pasaron a explorar casi todos los aspectos, morales y teóricos, de la ciencia económica. Durante un siglo, estos pensadores formaron una fuerza poderosa a favor de la libre empresa y la lógica económica. Consideraban el precio de los bienes y servicios como una consecuencia de las acciones de los comerciantes. Los precios varían dependiendo de las circunstancias, dependiendo del valor que las personas dan a los bienes. Ese valor depende a su vez de dos factores: la disponibilidad del bien y su uso. El precio de bienes y servicios es el resultado del funcionamiento de estas fuerzas. Los precios no están fijados por la naturaleza, ni determinados por los costes de producción: los precios son el resultado de la estimación común de los hombres.
Martín de Azpilicueta
Un alumno fue Martín de Azpilicueta (1493–1586), monje dominico, el más importante jurista canónico de su tiempo y que acabó siendo asesor de tres papas sucesivos. Usando el razonamiento, Azpilicueta fue el primer pensador económico que dijo clara e inequívocamente que la fijación de precios por el gobierno es un error. Cuando abundan los bienes, no hay necesidad de fijar un precio máximo; cuando no es así, el control de precios hace más mal que bien. En un manual sobre teología moral de 1556, Azpilicueta señalaba que no es pecado vender a un precio superior al oficial cuando es acordado por todas las partes.
Azpilicueta fue también el primero en decir abiertamente que la cantidad de dinero es lo que más influye a la hora de determinar su poder adquisitivo. “En igualdad de condiciones”, escribía, “en los países en los que hay una gran escasez de dinero, todos los demás bienes vendibles, e incluso las manos y el trabajo de los hombres, se entregan por menos dinero que allí donde es abundante”.
Para que una moneda establezca su precio correcto en términos de otras monedas, se intercambia con beneficio, una actividad que era polémica entre algunos teóricos por razones morales. Pero Azpilicueta argumentaba que intercambiar moneda no iba en contra de la ley natural. Este no era el propósito principal del dinero, pero “sin embargo es un uso secundario importante”. Hacía una analogía con otro bien del mercado. El propósito de los zapatos, decía, es proteger nuestros pies, pero eso no significa que no deban venderse obteniendo un beneficio. En su opinión, sería un error terrible cerrar los mercados de intercambio de moneda, como pedían algunos. El resultado “sería llevar al reino a la pobreza”.
Diego de Covarrubias
El alumno más importante de Azpilicueta fue Diego de Covarrubias y Leiva (1512–1577), considerado el mejor jurista de España desde Vitoria. El emperador le nombró Canciller de Castilla y acabó convirtiéndose en obispo de Segovia. Su libro Variarum (1554) fue la explicación más clara del origen del valor económico hasta la fecha. “El valor de un artículo”, decía, “no depende de su naturaleza esencial, sino de la estimación de los hombres, aunque esa estimación sea absurda”. Parece algo muy sencillo, pero fue olvidado por economistas durante siglos, hasta que la Escuela Austriaca redescubrió esta “teoría subjetiva del valor” y la incorporó a la microeconomía.
Como todos estos teóricos españoles, Covarrubias creía que los dueños individuales de propiedades tenían derechos inviolables a esas propiedades. Una de las muchas polémicas del momento era si las plantas que producía medicinas tendrían que pertenecer a la comunidad. Algunos decían que había que señalar que la medicina no es el resultado de ningún trabajo o habilidad humanos. Pero Covarrubias decía que todo lo que crezca en un terreno debería pertenecer al propietario del terreno. Ese propietario incluso tiene derecho a impedir que medicinas valiosas lleguen al mercado y obligarle a venderlas es una violación de la ley natural.
Luis de Molina
Otro gran economista de la línea de pensadores de Vitoria fue Luis de Molina (1535–1601), uno de los primeros jesuitas en pensar sobre temas teóricos económicos. Aunque dedicado a la Escuela de Salamanca y sus logros, Molina enseñó en Portugal, en la Universidad de Coimbra. Fue el autor de un tratado en cinco tomos De Justitia et Jure (1593 y siguientes). Su contribución al derecho, la economía y la sociología fueron enormes y se realizaron varias ediciones de su tratado.
Entre todos los pensadores favorables al libre mercado de su generación, Molina fue el más coherente en su visión del valor económico. Como los demás escolásticos tardíos, estaba de acuerdo en que los bienes no se valoran “de acuerdo con su nobleza o perfección” sino según “su capacidad de servir a la utilidad humana”. Pero ofrecía este convincente ejemplo: las ratas, de acuerdo con su naturaleza son más “nobles” (están más altas en la jerarquía de la Creación) que el trigo. Pero las ratas “no son estimadas ni apreciadas por los hombres” porque “no son de utilidad para nada”.
El valor de uso de un bien concreto no es fijo entre las personas ni con el paso del tiempo. Cambia de acuerdo con las valoraciones individuales y la disponibilidad. Esta teoría también explica aspectos particulares de los bienes de lujo. Por ejemplo, ¿por qué una perla “que solo puede usarse para decorar”, tendría que ser más cara que el grano, el vino, la carne o los caballos? Parece que todas estas cosas son más útiles que una perla y son indudablemente más “nobles”. Como explicaba Molina, la valoración la realizan individuos y “podemos concluir que el precio justo para una perla depende del hecho de que algunos hombres quisieron concederle valor como objeto de decoración”.
Una paradoja similar que desconcertaba a los economistas clásicos era la paradoja de los diamantes y el agua. ¿Por qué el agua, que es más útil, tiene que tener un precio inferior al de los diamantes? Siguiendo la lógica escolástica, se debe a las valoraciones individuales y su relación con la escasez. La incomprensión de esto llevó a Adam Smith, entre otros, en la dirección equivocada.
Pero Molina entendía la importancia crucial de los precios de libre flotación y su relación con la empresa. Esto se debía en parte a sus muchos viajes y entrevistas con mercaderes de todo tipo. “Cuando un bien se vende en una región o lugar concreto a un precio concreto”, observaba, mientras esto se haga “sin fraude o monopolio o cualquier engaño”, entonces “ese precio debería considerarse como regla y medida para juzgar el justo precio de ese bien en esa región o lugar”. Sería, por tanto, injusto que el gobierno tratara de establecer un precio superior o inferior. Molina fue también el primero en explicar por qué los precios al detalle son más altos que los precios al por mayor: los consumidores compran en cantidades menores y están dispuestos a pagar más por unidades incrementales.
Los escritos más complejos de Molina se referían al dinero y el crédito. Como Azpilicueta antes que él, entendía la relación entre dinero y precios y sabía que la inflación derivaba de una mayor oferta monetaria. “Igual que la abundancia de los bienes hace que bajen los precios”, escribía (especificando que esto supone que la cantidad de dinero y el número de mercaderes permanecen igual), una “abundancia de dinero” hace que los precios aumenten (especificando que la cantidad de los bienes y el número de mercaderes permanecen igual). Llegaba a señalar cómo salarios, rentas e incluso dotes acaban aumentando en la misma proporción en la que aumenta la oferta monetaria.
Usaba este marco para rechazar los límites aceptados del cobro de intereses, o “usura”, un punto muy peliagudo para la mayoría de los economistas de este periodo. Argumentaba que debería ser permisible cobrar intereses sobre cualquier préstamo que implique una inversión de capital, incluso cuando el retorno no se llega a materializar.
La defensa de la propiedad privada de Molina se basaba en la creencia de que la propiedad estaba justificada en el mandamiento “no robarás”. Pero fue más allá que sus contemporáneos al dar también sólidos argumentos prácticos. Cuando la propiedad sea común, decía, no se cuidará y la gente luchará por consumirla. Lejos de promover el bien público, cuando la propiedad no se divida, las personas fuertes del grupo se aprovecharán de las débiles monopolizándola y consumiendo todos sus recursos.
Como Aristóteles, Molina también pensaba que la propiedad común garantizaría el fin de la generosidad y la caridad. Pero llegaba a argumentar que “las limosnas deberían darse a partir de los bienes privados y no de los comunes”.
En la mayoría de los escritos actuales sobre ética y pecado, se aplican distintos estándares al gobierno y a los individuos. Pero no en los escritos de Molina. Argumentaba que el rey puede, como rey, cometer diversos pecados mortales. Por ejemplo, si el rey concede un privilegio de monopolio a algunos, viola el derecho de los consumidores a comprar al vendedor más barato. Molina concluía que quienes se benefician están obligados por ley moral a compensar los daños que causan.
Vitoria, Azpilicueta, Covarrubias y Molina fueron cuatro de los más importantes entre más de una docena de pensadores extraordinarios que resolvieron difíciles problemas económicos mucho antes del periodo clásico. Formados en la tradición tomista, usaron la lógica para entender el mundo que les rodeaba y buscaron instituciones que promovieran la prosperidad y el bien común. Así que no es sorprendente que muchos de los escolásticos tardíos fueran apasionados defensores del libre mercado.
Los miembros de la Escuela de Salamanca no habrían sido engañados por las mentiras que dominan hoy la teoría y la política económicas modernas. Ojalá nuestra comprensión moderna pudiera de nuevo llevarnos a esa autopista abierta para nosotros hace más de 400 años.
[Publicado originalmente como “Free Market Economists: 400 Years Ago” en The Freeman, Septiembre de 1995]
- El investigador que redescubrió a los escolásticos tardíos fue Raymond de Roover (1904-1972). Durante años sufrieron burlas e indiferencia e incluso se los llamó pre-socialistas en su pensamiento. Karl Marx era el “último de los escolásticos”, escribía R. H. Tawney. Pero de Roover demostró que casi toda la sabiduría convencional era errónea (Business, Banking, and Economic Thought, editado por Julius Kirchner [Chicago: University of Chicago Press, 1974]). Joseph Schumpeter dio un enorme impulso a los escolásticos tardíos con su libro póstumo de 1954, Historia del análisis económico(Nueva York, Oxford University Press). “Fueron ellos”, escribía, “los que se acercaron más que cualquier otro grupo a ser los ‘fundadores’ de la economía científica”. Aproximadamente al mismo tiempo aparecía un libro de lecturas reunidas por Marjorie Grice-Hutchinson (The School of Salamanca [Oxford: Clarendon Press, 1952]). Más tarde apareció un trabajo interpretativo a escala completa (Early Economic Thought in Spain, 1177-1740 [Londres: Allen & Unwin, 1975]).
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Llewellyn H. Rockwell, Jr., is founder and chairman of the Mises Institute in Auburn, Alabama, and editor of LewRockwell.com.
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