Abril de 2020
Por Pbro. Gustavo Irrazábal
Meditaciones para la Semana Santa 2020
Paciencia, fortaleza, confianza
El presente es un pequeño ciclo de reflexiones destinado a ayudarnos a vivir mejor la Semana Santa, estimulando la meditación personal.
El título menciona tres virtudes, es decir, tres actitudes buenas, que como tales no sólo producen buenos efectos hacia afuera, sino que sobre todo generan armonía y orden en nuestro interior, nos hacen más buenos, más sabios, más humanos. Lamentablemente, hemos olvidado una venerable tradición que hablaba de la vida cristiana en términos de virtudes, y el vacío resultante intentamos llenarlo a veces con las normas y las observancias (que si bien son muy importantes, no son lo único importante) o −en el otro extremo, y con más frecuencia−, hablando hasta el hartazgo del amor o la solidaridad, sin explicitar cuál es su contenido concreto. No existe una sola virtud, sino que las virtudes son muchas, y todas ellas necesarias. Necesitamos, pues, hablar mucho de las distintas virtudes que traducen el amor en los distintos ámbitos de la vida, y que constituyen las respuestas buenas y adecuadas frente a los diferentes desafíos y exigencias que la vida nos presenta.
Las tres virtudes elegidas parecerían enumeradas al azar. Pero la selección tiene una lógica, que conviene comprender de entrada, sin entrar todavía en lo específico de cada virtud.
+ La paciencia es la actitud que estamos llamados a adoptar ante aquello que nos supera, que escapa a nuestro control, y frente a lo cual sería necio intentar escapar o enfrentarse.
+ La fortaleza es la actitud por la cual luchamos por alcanzar un bien “arduo”, un bien que no podemos obtener con facilidad, pero que vale la pena procurar con todo nuestro esfuerzo.
+ La confianza, por su parte, es una actitud que hace posible la paciencia y el coraje. ¿Cómo soportar las situaciones cuya dificultad nos excede, y cómo poner en juego toda nuestra energía y nuestro empeño, si no es porque confiamos en que lo uno y lo otro tienen sentido, que algo suficientemente valioso nos espera?
El contexto de estas reflexiones es, de modo ineludible, la actual pandemia y sus consecuencias en el mundo y en nuestras vidas. Sin embargo, es importante también trascender los límites de nuestro presente y pensar estos temas con mayor amplitud, de modo de apreciar mejor su valor permanente.
Para cerrar esta introducción, son oportunas dos advertencias.
+ Hablando de estas virtudes, estamos hablando de Jesús. En efecto, son virtudes que nos enseña Jesús mismo, encarnándolas en su vida y su muerte, como vamos a contemplar durante la Semana Santa. Y señalan, por lo tanto, el verdadero camino para alcanzar a Dios.
+ Hablando de estas virtudes, estamos hablando de la alegría verdadera. Como veremos, estas tres virtudes nos preparan para experimentar la alegría de la Pascua, mientras que todos los esfuerzos de buscar la alegría por un camino distinto fracasan miserablemente.
La paciencia
Dijimos que la paciencia es la actitud que debemos adoptar ante aquello que escapa a nuestro control. Es la convicción de que no solo se pueden vivir bien y de un modo fecundo las situaciones que elegimos vivir, sino también aquellas que no elegimos y que no deseamos, incluso aquellas que en sí mismas son malas y que Dios no puede querer positivamente ni “enviar”.
Tal vez es por eso que en la Biblia la paciencia va unida a la idea de mansedumbre, como observamos en la bienaventuranza referida, según las traducciones, a los “pacientes” o a los “mansos” (Mateo 5,4). “Manso” es el no violento. La adversidad no asumida suficientemente produce frustración, enojo, imprudencia, negación, e incluso violencia abierta u oculta (p.ej., buscar culpables de nuestra situación). La paciencia implica mansedumbre porque acepta y asume el presente con serenidad, lo cual no equivale a mera resignación (una actitud pasiva), ni a mero estoicismo (una indiferencia orgullosa y ensimismada). El paciente es manso porque confía en que todo lo que sucede tiene algún sentido en el proyecto de Dios. Y esto le permite mantener el equilibrio interior, la integridad espiritual, frente al peligro de la desorientación o en el descontrol. El paciente mantener la serenidad y la transmitir a los demás, como un testimonio invalorable.
Nuestra cultura actual no nos facilita la paciencia. En buena medida, esto sucede porque la tecnología, junto con sus maravillosas ventajas, nos genera la ilusión de control:
+ La ilusión de control sobre el tiempo (por ejemplo, exigimos conexiones cada vez más rápidas, cuando las actuales eran impensables en los comienzos de Internet);
+ La ilusión de control sobre la naturaleza y las amenazas a la vida (ej. El hambre, la miseria, la enfermedad). Por eso la actual pandemia puede ser tan traumática para la imagen de nosotros mismos: casi no sabemos cómo encararla (carecemos de vacuna; no tenemos suficientes datos para evaluar estrategias), ni cuándo cesará ni qué consecuencias producirá. No controlamos ya el tiempo, ni el futuro. No podemos planificar. Estas cosas generan un peligro de frustración, de rebeldía (por ej., las rupturas de la cuarentena, las actitudes antisociales), de violencia (ej. el aumento de la violencia de género), de depresión, etc.
En un artículo reciente publicado en La Nación, el conocido escritor Mario Vargas Llosa veía la situación generada por la pandemia como una especie de retorno al Medioevo, en el sentido de una regresión a la irracionalidad e incluso la superstición, provocada por el miedo a la muerte. Pero la referencia al Medioevo no debería ser solo negativa: incluso la costumbre antigua de las procesiones con imágenes “milagrosas”, (por ej., como el ícono Virgen de la Salud y el Cristo de la Iglesia de S. Marcello, ante las cuales rezó el Papa durante la bendición urbi et orbi del viernes 27 de marzo,), no son superstición, sino un ruego a Dios y un gesto de sumisión a su Voluntad, en una palabra, una actitud de fe, expresión de verdadera paciencia, para la cual nosotros, personas de hoy, estamos menos preparados que en el Medievo.
Y para ilustrar este punto, me pareció útil referirme a un cuadro muy especial: La Piedad, de Tiziano Vecelli, (Venecia, 1573), considerada como su “testamento pictórico”. No es ya el Medioevo, pero sí una Modernidad creyente que todavía hunde sus raíces en él.
Tiziano en el momento de realizar esta obra era ya anciano, y experimentaba terror ante una peste que había estallado en Venecia, temiendo por él y su hijo. En este cuadro, María es el modelo de la fe y la aceptación; Magdalena, por su parte, refleja el enojo propio del joven ante la crueldad de la muerte. En ellas proyecta Tiziano sus sentimientos encontrados, y se pinta a sí mismo como el anciano, que casi se diría gateando, se aproxima y fija su mirada implorante en el rostro de Jesús muerto. Así el pintor refleja de un modo conmovedor su propia fe, que le permite afrontar su terror, como absorbiendo por los ojos la paciencia de Cristo, más allá del resultado inmediato de su oración.
La paciencia implica además que el tiempo de la tribulación y de la espera tiene un valor. La espera en el consultorio del dentista, o en la cola del colectivo, o para tomar un taxi o un avión, es algo que no tiene valor en sí mismo: cuanto más podemos evitarlo y más rápido podemos acabar, mejor. Pero no deberíamos pensarlo así cuando se trata del tiempo de la paciencia. Dios está haciendo una obra en nosotros a través de lo que sucede, aunque no lo quiera directamente sino que simplemente lo permita. Pero esa obra requiere tiempo, y a través de la paciencia/mansedumbre permitimos que Dios la lleve a cabo.
En la Biblia, la historia del Pueblo de Dios está jalonada por promesas que no se cumplen rápidamente, sino que requieren tiempo, los “tiempos de Dios” que no son los nuestros (como en el título del pequeño pero maravilloso libro del Padre Mamerto Menapace, “Un Dios rico en tiempo”). Y poder perseverar en la promesa, a través del tiempo y las tribulaciones que se presentan, requiere paciencia. Pero esa paciencia tiene en sí misma un valor salvífico.
Esa historia comienza con la promesa que Dios hace a Abraham. Dios hace salir a Abraham de su tierra, y le promete una descendencia más numerosa que el polvo de la tierra (Gen 13,16) o que las estrellas del cielo (15,5). Pero vivir de la promesa no es fácil, el gran desafío de Abraham es perseverar en la esperanza hasta que la promesa se cumpla. Los años pasan, Abraham y su esposa siguen sin tener el hijo tan anhelado, envejecen en la espera, y al parecer (desde el punto de vista humano) la promesa se desvanece. Pero desde la perspectiva de Dios, la visión era distinta: que tuvieran un hijo en la ancianidad pondría en mayor evidencia que se trata de la obra de Dios y no del hombre.
Pero esto Abraham y Sara no podían saberlo. Por eso Abraham llega al punto en que quiere “facilitarle” las cosas a Dios. Por eso tiene un hijo con su esclava, Ismael, y después le dice a Dios: “Basta con que Ismael viva feliz bajo tu protección” (17,18). Es un intento de rebajar la promesa, un arranque de impaciencia, la búsqueda de algún atajo que alivie la fatiga de esperar. Y Dios se niega: “No. Tu esposa Sara tendrá un hijo y le pondrás por nombre Isaac”.
Pero la espera, aunque difícil, es un crisol en que se va transformando el alma de Abraham. Lo hace más humano y más sensible a la fragilidad humana. Por eso se anima a interceder ante Dios por las ciudades pecadoras, Sodoma y Gomorra, en un prolongado “regateo” lleno de audacia, en el intento de salvarlas del castigo divino. También aprende a confiar de un modo más firme. Por eso, pasa de la “risa” ante la desmesura de la promesa divina (Gen 17,17) al gesto supremo del sacrificio de Isaac, que lo convierte en el padre de los creyentes. Porque, como dice San Pablo, “(Abraham) lo ofreció, porque pensaba que Dios tenía poder, aun para resucitar a los muertos” (Hebreos 11,19). En síntesis, la espera es parte de la promesa misma.
Es importante no perder de vista la relación entre la paciencia y la alegría. La risa de Abraham ante la promesa de Dios (Gen 17,17) es signo de que todavía su fe era inmadura. Pero cuando nace su hijo, le pone por nombre Isaac (que significa “Dios ha sonreído”). Y Sara al darlo a luz dice: “Dios me ha hecho sonreír” (de alegría). La paciencia que desemboca en la alegría. Más aún, en el Evangelio de hoy dice Jesús: “Abraham vio mi día y sonrió” (Juan 8,56): no se alegra solo por Isaac, sino porque a través de su descendencia (Jesús) Dios cumplirá la promesa de bendecir a toda la humanidad. La paciencia desemboca en la alegría.
En conclusión, cuando Jesús dice: “felices los pacientes (o los mansos)”, nos muestra la importancia que tiene saber incorporar positivamente en nuestra vida todo lo que acontece, esté o no en nuestros planes o expectativas. La felicidad verdadera no está en la ilusión de que todo suceda como lo deseamos, sino en que podamos vivirlo todo desde la fe.
Algunas preguntas para reflexionar
A la luz de esta, y tantas otras historias de la Biblia, nosotros podemos pensar en nuestra paciencia. Cómo vivimos la situación presente. ¿Aceptamos con humildad esta lección acerca de nuestros límites como creaturas, que desafía nuestro afán de omnipotencia y de control? ¿Las vivimos frustrados o con mansedumbre, ensimismados o volcados al servicio, como quien espera impaciente por el taxi que demora o como quien es consciente del valor de este tiempo, cayendo en la dispersión o buscando preservar la integridad desde la fe?
Para orar pidiendo paciencia
Jesucristo, que dijiste
«aprendan de mí que soy paciente y humilde de corazón»,
concédeme la PACIENCIA suficiente
para soportar las largas esperas,
para adaptarme a los imprevistos,
para tolerar lo que me da fastidio
para convivir con mis límites.
Cristo,
concédeme la PACIENCIA necesaria
para dialogar con quien es insensible,
para perseverar ante las frustraciones,
para afrontar la adversidad para creer en lo que es posible.
Cristo,
concédeme la PACIENCIA indispensable
para apreciar las cosas sencillas,
para asumir el desafío de cada día,
para poseer un corazón servicial
y para confiar en tu providencia.
CRISTO de la PACIENCIA,
que se cumpla en mí tu promesa:
«Felices los pacientes, porque recibirán la tierra en herencia».
La fortaleza
La paciencia nos ayuda a no malgastar nuestra energía y a no destruir nuestra paz interior rebelándonos de un modo estéril contra aquello que supera nuestras fuerzas. La paciencia es saber esperar lo que no depende de nosotros. En cambio, la fortaleza nos impulsa a luchar por el bien arduo, aquello que es difícil de alcanzar pero no imposible, y para obtenerlo vale la pena combatir. La fortaleza evita que la paciencia se convierta en simple resignación y pasividad.
Reflexionando sobre esta virtud, tropecé con una historia que nunca atrajo mi atención: la de San Jorge y el dragón. Desde el punto de vista histórico, San Jorge fue un soldado romano del s. III que murió mártir en la persecución de Diocleciano. Pero su vida rápidamente se mezcló con una leyenda que, bajo diferentes formas, aparece en distintas culturas y religiones. En la versión cristiana de esta leyenda, un dragón hace nido en la fuente de agua de la ciudad, y para poder sacar agua los habitantes lo aplacan con víctimas humanas, elegidas entre ellos por sorteo. Hasta que sale sorteada la hija del rey, y cuando el dragón está a punto de devorarla, aparece S. Jorge, mata al dragón y salva a la princesa.
Esta historia que hoy nos deja indiferentes despertó a lo largo de los siglos una enorme fascinación. San Francisco, por ejemplo, de niño fue enviado por sus padres a un colegio llamado San Jorge, anejo a la Iglesia del mismo nombre, y allí aprendió la leyenda, que lo marcó profundamente. Ya de joven, impulsado por esa fantasía heroica, Francisco quiso tomar parte en la Cuarta Cruzada para rescatar a Jerusalén del poder musulmán, y para ello se hizo comprar por su pobre padre, Bernardone (tan maltratado en las biografías de Francisco), un caballo y una armadura, pero a los pocos días regresó de su aventura sin lo uno y sin lo otro. Sin embargo, el imaginario de la caballería nunca lo abandonó.
Otro ejemplo célebre es el de San Ignacio. Este santo era militar, y herido una vez seriamente en batalla tuvo que afrontar una larga convalecencia en casa ajena. Lo primero que pidió para leer fue su pasión: libros de caballería. Al no haber en la casa, comenzó a leer historias de santos y se convirtió. Pero el imaginario caballeresco perduró, como podemos constatar en sus Ejercicios Espirituales (por ej., en la conocida meditación sobre las dos banderas).
Personalmente, me costaba entender esta atracción por la leyenda de San Jorge y su significado espiritual, hasta que me encontré con un video que comentaba la pintura del artista veneciano Vittore Carpaccio sobre el tema, de principios del s. XVI.
En primer plano vemos a San Jorge montado en un caballo brioso, vestido con una armadura reluciente, en el momento preciso en el cual, con gesto decidido y de pura concentración, atraviesa al dragón con su lanza. Pero en el fondo, a la distancia, se encuentra la ciudad, y su gente asomada a la balaustrada de una torre mirando con indiferencia, con inconsciencia, el enfrentamiento, como si su suerte no se estuviera jugando en ese combate.
Esta incongruencia nos ayuda a entender el significado del dragón. Es cierto que, en un sentido amplio, podemos interpretarlo como el mal, en todas sus formas. Pero sobre todo no el mal exterior, sino el mal interior, que ciega, endurece e insensibiliza.
En conclusión: el combate de San Jorge representa la lucha contra el pecado, nuestro dragón, el enemigo interior, una lucha en la que se juega nuestra vida y nuestra responsabilidad, que reclama un gran coraje para mirar de frente lo que en nosotros debe ser purificado, y que a veces, como los espectadores en este cuadro, preferimos ignorar.
Aquí está la clave para entender la profunda impresión que esta leyenda provocó en San Francisco, quien sin duda comenzó por ser atraído por el heroísmo, los valores caballerescos, el rescate de la doncella, de un modo puramente humano. Pero ése fue su acceso a otro tipo de valores, los del combate espiritual, la lucha por la santidad. Hoy diríamos que fue un proceso de sublimación del ideal de la caballería, del coraje. Y la “dama” de Francisco, su esposa amada, como interpreta Dante en el canto XI del Paraíso en la Divina Comedia, será la pobreza evangélica.
Para nosotros el imaginario de la caballería está definitivamente perdido. Pero no podemos ignorar las imágenes del combate heroico con las cuales se habla de la fe en la Biblia. Ante todo, la fortaleza del creyente está fundada en la fortaleza de Dios: Él es la roca, el alcázar, el baluarte, el escudo, etc. (cf. Salmo 17). Incluso, a veces se presenta a Dios con la imagen de un soldado. El Señor combate por Israel contra el Faraón: “El Señor es un guerrero, su nombre es el Señor” (cf. Ex 15,3); y combate para traerlo de nuevo a su tierra: “El Señor sale como un héroe / excita su ardor como un guerrero / lanza el alarido mostrándose valiente frente al enemigo” (Is 42,13). Palabras que a veces escuchamos en la misa, pero que no concitan nuestra atención porque no parecen tener mucho sentido para nosotros. Sin embargo, nos hablan de un Dios que no se queda quieto contemplando de lejos el mal, lo combate; no es indiferente a nuestra suerte, lucha por nosotros.
Y el creyente, apoyado en la fuerza de Dios, debe combatir contra sus “enemigos”, que pasan de ser cada vez más los enemigos exteriores a los enemigos interiores: el escándalo frente al éxito de los malos, la experiencia de abandono, la duda, la oscuridad. En la misma línea del combate espiritual, San Pablo nos invita a abandonar las tinieblas y a vestirnos con las armas de la luz (Rom 13,12), con la coraza de fe y amor, y con la esperanza de salvación como yelmo (1Tes 5,8).
Aun cuando el creyente se encuentre “en lo hondo” (Salmo 129, De profundis), debe juntar coraje para invocar desde allí mismo a Dios. La lucha interior comienza muchas veces “en lo hondo” del sufrimiento, pero desemboca en la alabanza exultante. La fe no es cómoda o confortable. Es la fuente del mayor consuelo, pero el consuelo no se alcanza sin combate. Se requiere fortaleza.
Esta idea se hace presente ya al comienzo de la cuaresma, con el Evangelio de las tentaciones de Jesús. La fidelidad al Padre no le viene a Jesús “servida en bandeja”. Tiene que combatir con ella. Satanás no le presenta las tres tentaciones como propuestas insólitas, impensadas, sino que evoca peligros que Jesús lleva adentro de sí por el hecho de ser verdaderamente hombre. Podemos decir que Satanás es el pensamiento puramente humano. Recordemos, por ejemplo, que cuando Pedro quiere convencerlo de no aceptar la cruz como destino, Jesús responde: “apártate de mí Satanás, porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres” (Mateo 16,23). Las tentaciones son diferentes formas de desviarnos de nuestra vocación, dirigiéndola hacia cosas que a primera vista parecen razonables, pero que en última instancia nos llevan fatalmente a prescindir de Dios.
Y Jesús tendrá que combatir esas tentaciones a lo largo de toda su vida pública. La gente que le pide pan (primera tentación), los fariseos que le piden signos (segunda tentación), los exaltados que quieren hacerlo rey (tercera tentación). E incluso en la cruz: “baja de la cruz y creeremos” (Mateo 27,42).
Debemos resistir la tentación de hacer de la fe un medio para nuestro confort interior (un problema muy actual; de hecho, así lo interpretan muchos críticos de la religión, que la ven como cobardía ante la realidad, como refugio en la irracionalidad). La paz y la armonía se deben conquistar, la libertad también, si no, son inauténticas. La fe tiene una dimensión ineludible de combate espiritual Contra el dragón que llevamos dentro: el modo de pensar puramente humano, que nos propone actuar de modos que en sí mismos pueden no ser todavía pecado, pero que van llevando a él insensiblemente.
Cuando vemos a Jesús combatiendo el mal, sea en las tentaciones del desierto desde la cruz en la Cruz en su Pasión, podemos ser como la gente en el cuadro de Carpaccio: asomados al balcón, mirando de lejos, aburridos e indiferentes como si no tuviéramos nada que ver con lo que pasa, como si la desgracia de las víctimas del dragón no pudiera sucederme a mí. San Jorge y el dragón es una escena que nos invita a tomar parte en esa lucha: con concentración, con decisión, con todas nuestras fuerzas; porque alcanzar lo que verdaderamente vale es siempre arduo.
Algunas preguntas para reflexionar
¿Practico en mi vida la virtud de la fortaleza? ¿Evito la tentación de buscar una fe “a mi medida”, que no me inquiete ni me desafíe? ¿Me esfuerzo por combatir los peligros para mi fe, la tibieza, la comodidad, la duda, la tristeza? ¿Tengo el coraje de mirar cara a cara el mal que habita en mi corazón y enfrentarlo con la gracia de Dios? ¿Me esfuerzo por reconocer y superar mis vicios y pecados? ¿Afronto con coraje mis responsabilidades? ¿Alguna vez me avergüenzo de anunciar el Evangelio o de mi condición de cristiano?
Para orar pidiendo fortaleza
“Yo te amo, Señor mi fortaleza,
mi roca, mi baluarte, mi liberador.
Eres la peña en que me amparo,
mi escudo y mi fuerza, mi Salvador.
En el templo se escuchó mi voz,
clamé por Ti en mi angustia.
Extendiste tu mano y no caí,
tu poder del enemigo me libró.
Las olas de la muerte me envolvían,
me aguardaba la ruina,
pero el Señor venció.
Tu eres la luz que me ilumina,
quien abre mis caminos,
Tú eres mi Dios.”1
Tú, Señor, “adiestras mis manos para el combate,
Mis dedos para la pelea”,2
Dame el coraje para combatir “el buen combate de la fe”3
Para seguir a tu Hijo donde quiera que vaya,
Para no rechazar su cruz,
Para no huir de mis responsabilidades,
Para enfrentar y vencer con tu auxilio el mal que me rodea
Y que se oculta también en mi corazón,
Para no avergonzarme del Evangelio4
Y estar dispuesto a anunciarlo en toda circunstancia.
Dame coraje para luchar por la santidad,
Porque “de los que luchan es el Reino de los Cielos”.5
1 De una canción inspirada en el Salmo 17.
2 Salmo 143,1
3 1Tim 6,12; cf. 2 Tim 4;7-8.
4 Lc 9,26-27.
5 Mt 11,12.
La confianza
La paciencia (para sobrellevar lo que excede nuestras fuerzas) y la fortaleza (para luchar por el bien arduo) no se sostienen a sí mismas, sino que reciben su energía de otra virtud: la confianza. Confianza, en un doble significado: de un modo amplio, confianza en que el mundo y mi vida tienen sentido, un fondo de verdad y bien (como nos recuerda el film La vida es bella, en el cual un padre busca enseñar a su hijo la belleza de la vida en medio del horror de un campo de concentración). Pero esta confianza, al menos implícitamente, es una afirmación de Dios, fundamento último de ese sentido. (En el fondo, la confianza en la existencia del bien y la verdad y la confianza en Dios son inseparables).
¿Podemos decir que la confianza es una virtud? Parecería que no ya que no siempre está bien confiar: uno puede caer en el extremo de ser demasiado confiado, ser crédulo y exponerse a ser víctima de otros. Pero tampoco está bien no confiar nunca: ser una persona desconfiada equivale a quedar aislados, sin posibilidad de intimidad, amor o amistad con otros. Porque por más pruebas que el otro me dé de ser confiable, si yo no estoy dispuesto a confiar, siempre encontraré margen para la duda. Ése, precisamente, es el drama de las personas celosas: la persona “celada” nunca podrá demostrar su inocencia. Pero como toda virtud, la verdadera confianza está en el medio entre dos extremos viciosos. Se trata de creer, pero no a cualquiera, sino a quien es digno de confianza.
Por eso, saber reconocer cuándo alguien es digno de confianza es fundamental, porque la confianza es la única manera de conocer la bondad de la vida y de Dios, porque de esto no podemos tener pruebas “científicas”. Solo podemos encontrar signos “dignos de confianza” que nos invitan a a entregarnos, pero que no son en sentido propio evidencias. Por eso nunca eliminan la libertad para creer o no creer (como en los milagros de Jesús: aun los más impresionantes son recibidos por la fe de unos y la incredulidad de otros). Y precisamente porque se pone en juego mi libertad, elegir creer o no creer no es algo neutro (como elegir un gusto de helado): es elegir entre el bien y el mal, es elegir qué clase de persona soy y quiero ser.
Si me resisto a aceptar los signos dignos de confianza, obro mal. Y ese obrar mal puede destruir mi vida. Pensemos por ejemplo que el acto matutino de sacar el pie de debajo de las sábanas y apoyarlo en el piso (la realidad) es una afirmación implícita de sentido, es confianza. Cuando ya no percibo en modo alguno el sentido de mi vida no puedo salir de la cama, sucumbo a la depresión. Y lo mismo se puede decir con respecto a Dios. Es absurdo pretender pruebas científicas de su existencia o de su bondad, y no es razonable ni bueno dejar de creer porque me falten esas pruebas. Pero hay signos que nos invitan a confiar en Él. Si los rechazo, termino lógicamente por negar todo sentido al mundo y a mi vida. Sin Dios no hay verdad, bien o belleza.
El primer domingo de Cuaresma, comienza con el pecado original. La serpiente sabe dónde morder: suscita en el hombre la duda sobre la bondad de Dios: no es tan bueno y generoso como parece; tiene celos del hombre; lo priva de su libertad y de sus posibilidades. Cuando Adán y Eva hacen propia la duda y rompen el vínculo de la confianza con Dios, ya se quedan sin motivo para confiar entre sí (y por eso descubren que están desnudos, expuestos a la mirada cosificante del otro). Sin confianza los hombres se vuelven extraños y enemigos entre sí: de la violencia de Caín a la dispersión de Babel. Y así, lejos de Dios, la muerte se convierte en la negación del sentido de la vida, (cf. Los “castigos” al pecado de Adán y Eva, referidos al trabajo, la procreación y el amor. Sin Dios la vida entera en sus diferentes ámbitos parece perder significación. La desconfianza ante Dios es soledad y muerte).
Pero reconstruir la confianza es mucho más difícil y lento que destruirla. El Éxodo es una historia jalonada por los signos que Dios da al Pueblo de su amor y fidelidad, y a los que el Pueblo responde con una desconfianza. Cuando el Faraón se niega a dejarlos salir de Egipto y endurece la opresión reniegan de Moisés, y sin embargo, Dios los libera. Cuando se ven acorralados entre el desierto y el Mar vuelven a dudar, y Dios sin embargo, les hace cruzar el mar. Cuando Moisés se demora en la cima del Sinaí, dudan de su retorno y se construyen el becerro, a pesar de lo cual Dios los perdona y les renueva su Alianza. Pero cuando tienen hambre vuelven a dudar, y Dios les da las codornices y el maná; y cuando tienen sed dudan de nuevo, y Dios por medio de Moisés hace brotar el agua de la roca. Y con todo, cuando se encuentran con que la tierra prometida estaba ocupada por otros pueblos, dudan como siempre, pese a lo cual Dios los asiste en la conquista; etc. En síntesis, el Pueblo no tiene memoria, es como un enfermo de amnesia, olvida constantemente los signos del amor de Dios, es como si la relación con Dios siempre tuviera que empezar de “cero” ante cada nueva circunstancia.
Ese mismo domingo, el Evangelio de las tentaciones de Jesús en el desierto presenta la superación de esta historia aparentemente sin salida. Jesús en el desierto vence las tentaciones del Pueblo (las respuestas de Jesús están todas tomadas del Antiguo Testamento, y son todas expresión de confianza incondicional en Dios. Y en la cruz, Jesús realiza el acto supremo de confianza en Dios, en medio de la oscuridad más absoluta, de la experiencia del total abandono, se confía a su Padre: “en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lucas 23,46; Salmo 30). Esto nos enseña que debemos aprender a confiar en Jesús y en Dios: “Creed en Dios, creed también en mí” (Juan 14,1). Sólo el camino de la confianza puede llevarnos de la cruz a la Pascua.
Para ilustrar esta idea, lo más directo hubiera sido proponer alguna pintura representando las dudas de Tomás, que exige ver y tocar para creer. Pero por algún motivo que no tengo del todo claro, lo que me vino a la mente de modo insistente, fue una obra del pintor florentino Giotto (1267-1337): “Noli me tangere” (“no me toques”). Recordemos a grandes rasgos el relato del evangelista Juan.
María Magdalena había estado llorando al encontrar el sepulcro vacío. Pero Jesús se le aparece, y cuando ella logra reconocerlo intenta abrazarlo. Y entonces Jesús le dice: “no me toques” (que quiere decir, “no me retengas”), porque aún no he subido al Padre” (Juan 20,17). María quiere aferrarse a Jesús. En este caso no se trata de desconfianza, sino del deseo propio del amor de alcanzar su fin, la posesión de la persona amada. Si en este mundo, aun entre las personas que se aman, tiene que reinar la confianza, es porque el otro sigue siendo siempre un misterio que se nos sustrae, una realidad no poseída y a la cual no nos podemos “aferrar”. Pero el amor ansía alcanzar la meta de la comunión perfecta, donde la confianza ya no sea necesaria porque todo es evidencia, claridad, gozo de la posesión definitiva.
Frente a María anhelante, Jesús resucitado está presente, pero como yéndose. La comunión perfecta con Él se dará en la vida eterna. Pero en este mundo debemos aceptar vivir de la fe, apoyados en los signos que nos infunden confianza. El encuentro con el Resucitado, al igual que el sepulcro vacío, se hacen signo, signo digno de confianza. Y el testimonio de María será signo para los discípulos y para nosotros. Pero María ya no llora, corre entusiasmada a anunciar la resurrección de Jesús. El mensaje del Evangelio, tan bien expresado en la pintura de Giotto, es que los creyentes debemos aceptar vivir en este mundo nuestro amor a Jesús con la confianza inquebrantable de que un día podemos vivir la comunión con Él de un modo pleno y definitivo. Es esa confianza lo que da el sentido último a nuestra vida.
En la Vigilia Pascual, la liturgia de la Palabra recuerda toda la historia de la salvación, para que hagamos memoria del amor de Dios por nosotros, para renovar nuestra confianza en Él. Y esta memoria de las obras de Dios debería estar acompañada, en nuestra oración personal, por la memoria agradecida de todo lo que Dios ha hecho por cada uno de nosotros, incluyendo aquellos signos de Dios, a veces, tan personales que solo nosotros podemos entenderlos, pero que no son menos reales y objetivos. Qué importante no olvidar, hacer memoria de las maravillas de Dios, no obligar a Dios a empezar de nuevo cada vez con nosotros. De este modo la confianza se va fortaleciendo, nos permite superar la tristeza de la ausencia de Dios (reflejada en el llanto de María Magdalena), nos hace capaz de reconocer la presencia del Resucitado en nuestra vida, y experimentar ya en este mundo la alegría de la Pascua.
Algunas preguntas para reflexionar
¿Practico la virtud de la confianza en mi relación con los demás, con la vida y con Dios? ¿Tengo actitudes de desconfianza injustificada que me dificultan la amistad con otras personas? ¿Me dejo vencer por una mirada pesimista y escéptica de la vida y de la realidad? ¿Tiento a Dios exigiéndole que me “demuestre” su amor por mí? ¿Reconozco los signos de la presencia de Dios en mi vida?
¿Soy capaz de “hacer memoria” de ellos con verdadera gratitud? ¿Confío en poder alcanzar un día la comunión perfecta y definitiva con Jesús resucitado?
Oración para pedir confianza
ORACIÓN DE ABANDONO
(Inspirada en una meditación de Carlos de Foucauld)
Padre mío,
me abandono a Ti.
Haz de mí lo que quieras.
Lo que hagas de mí te lo agradezco,
estoy dispuesto a todo,
lo acepto todo.
Con tal que Tu voluntad se haga en mí
y en todas tus criaturas,
no deseo nada más, Dios mío.
Pongo mi vida en Tus manos.
Te la doy, Dios mío,
con todo el amor de mi corazón,
porque te amo,
y porque para mí amarte es darme,
entregarme en Tus manos sin medida,
con infinita confianza,
porque Tu eres mi Padre.
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