+ Fernando Chomalí

Agosto de 2020

 

En plena Semana Santa, mirando la pasión, muerte y resurrección de Nuestro Señor Jesucristo, aparece esta reflexión y muchas preguntas. La naturaleza, comenzando por el ser humano, es una maravilla. Admira, en todo cuanto existe, su coherencia, su lógica, sus tiempos, su hermosura, su interconexión, sus ritmos. La naturaleza es una sinfonía, donde cada cual es necesario y contribuye al todo. Admira también el proceso, sin prisa, pero sin pausa, de conformación de glaciales, ríos, mares, así como la belleza de la flora y de la fauna. Notable es ver como se ha ido conformando el agua, las capas subterráneas que la acogen y la cuidan, las cuencas y cascadas. Notable los conocimientos que el hombre tiene de la naturaleza. Quien no ha quedado extasiado frente a un paisaje que conmueve los sentidos, y genera la profunda alegría de sentirse frente a la inmensidad. ¿Cuántas preguntas surgen al contemplar la maravilla de la Creación? ¿Qué ser humano habría podido hacer tanta hermosura? La naturaleza fue puesta al servicio del hombre y de la mujer, para que la cuidaran, la administraran, para que la mejoraran. El llamado a ser cocreador le da sentido a la vida del ser humano porque implica trabajar, humanizando la creación para ponerla al servicio de los demás. El ser humano es una creatura creada por Dios, pero no Dios. Lo que implica límites en su actuar.

Ante la creación, la gran crisis que vivimos como sociedad, y que está haciendo estragos, con la aparición del Coronavirus, tiene múltiples causas. Quisiera detenerme en aquellas que son las más relevantes. La primera es que el progreso de la ciencia y de la técnica no anduvo de la mano con la reflexión ética ni tampoco con los procesos legislativos. El legítimo y loable interés del hombre por conocer no siempre estuvo orientado hacia el bien del hombre. Más bien, en algunos casos, fue considerada como instrumento para tener poder sobre la naturaleza. Ello ha ido demasiado rápido y ha llegado muy lejos. El silencio fue obsequioso. Ello ha traído consecuencias devastadoras como muy bien lo explica El Papa Francisco en su Encíclica Laudato Si. Como nunca el hombre tiene poder sobre la naturaleza y al mismo tiempo como nunca el hombre constituye la peor amenaza para sí mismo. Dado la poca reflexión filosófica sobre el sentido de la acción del hombre en el mundo, sobre el sentido de la naturaleza y la lógica que la anima, presenciamos un alto grado de extracción de los bienes que son para todos –también para las futuras generaciones- y a una manipulación sin precedentes de la naturaleza y del hombre. No hay clara conciencia de lo que significa pensar en los efectos que puede tener para las futuras generaciones una cultura excesivamente consumista que trae como consecuencia millones de toneladas de desechos, que además, suelen estar en medio de los más pobres. Es legítimo preguntarse si la sequía que se vive en tantas partes del mundo, la amenaza constante de virus y enfermedades, no será la consecuencia de la acción humana que, creyéndose Dios, no se impuso más leyes que su propio deseo, sus ansias de poder y su afán de dominar. Olvidamos que sobre los conocimientos, el dinero, la autoridad y los bienes en general, grava una hipoteca social y que no es lícito exponer al propio ser humano de las consecuencias –que no podemos predecir- de acciones que se están realizando hoy. Ha faltado sentido de responsabilidad. La inmensa cantidad de desechos que se producen día a día; los alimentos manipulados genéticamente y con procesos hormonales muy sofisticados; la desaparición de los bosques nativos; los cambios de las condiciones climáticas, la contaminación galopante, el deshielo de los glaciales, la carencia de agua, y un gran etcétera, nos debiesen hacer reflexionar a cada uno respecto del estilo de vida que llevamos y si el mundo que hemos construido va de la mano de la dignidad del ser humano. El afán desmesurado de poder del hombre, la poca conciencia de que formamos parte de un todo, la avaricia, el poco sentido de comunidad, así como una mirada individualista y unilateral de la vida, nos obliga a una reflexión de largo aliento. Hoy, con el coronavirus por doquier, aparecen más fuerte que nunca las preguntas de siempre: ¿Quiénes somos?, ¿qué significa el otro? ¿Hacia dónde vamos? ¿Qué sentido tiene la vida? Si no hacemos un serio intento de responder estas preguntas estamos condenados a más depredación, a más pobreza, a más inequidad y, como consecuencia, a más temor y violencia, como la que todos experimentamos hoy. Ante este escenario, sin duda que Semana Santa es el momento de las grandes respuestas.