Por Pbro. Gustavo Irrazábal
Quisiera compartir hoy con ustedes, una reflexión sobre la ópera de Verdi, La fuerza del destino, sin tener más que un conocimiento muy básico de algunas pocas óperas. Pero por casualidad volví a escuchar esta obra hace pocos días, después de mucho tiempo, y a partir de esta especie de reencuentro no pude dejar de pensar en ella. Es que esta vez me invadió la certeza de que en ella el genial músico plantea y resuelve (a mi juicio de modo brillante) la tensión entre nuestra fe en el amor misericordioso de Dios y lo que vemos muchas veces como el destino ciego e implacable, sobre todo poniendo de relieve un factor que nunca tomamos del todo en serio: nuestra libertad. El argumento es el siguiente en una apretada síntesis:
Don Álvaro es un joven noble de Sudamérica (presumiblemente Perú) que es en parte indio y que se ha establecido en Sevilla. Se enamora de doña Leonora, la hija del marqués de Calatrava, quien, a pesar de su amor por su hija, ha decidido que ella se case solo con un hombre de la más alta cuna (3). Leonora, profundamente enamorada de Álvaro, decide abandonar su casa y su país para fugarse con él y desposarlo en secreto. Pero llegado el momento duda, porque siente su eventual fuga como una traición (4). Su padre entra inesperadamente y descubre a Álvaro (5). En un forcejeo desafortunado se dispara la pistola que Álvaro traía consigo, con tan mala suerte que hiere mortalmente al padre de Leonora, quien muere maldiciendo a su hija (6). Don Carlos de Vargas, hermano de doña Leonora, busca vengarse de ella y de Álvaro.
Leonora se refugia en el monasterio de Hornachuelos donde ella cuenta al abad, Padre Guardián, su verdadero nombre y que pretende pasar el resto de su vida como ermitaña, escondida en la montaña sin que nadie sepa su paradero (7). Don Álvaro, por su parte, se une al ejército español, como también lo hace don Carlos, ambos bajo falso nombre. Sin reconocerse mutuamente, se hacen amigos y van a la batalla uno al lado del otro (8). Mientras el escenario vibra con coros que celebran la guerra: los más jóvenes casi niños, son consolados por deber separarse de sus familias y marchar a la guerra (9), y el área “¡Rataplán!” (el redoblar del tambor) es un himno embriagado al valor militar (10), que arrebata de entusiasmo incluso a las mujeres.
Nuevamente, el destino quiere que Don Carlos descubra la verdadera identidad de su presunto amigo, y se alegra de poder vengar la muerte de su padre. Don Álvaro no puede rehuir el duelo pero los soldados los separan (11). Por su parte, Don Álvaro, desesperado, busca también refugio en el monasterio de Hornachuelos, sin saber que era precisamente el lugar donde estaba la cueva de Leonora, y se hace monje con el nombre de Padre Rafael. Allí lleva una vida ejemplar de caridad y de servicio a los pobres por cinco largos años. Pero finalmente, Don Carlos lo descubre y lo provoca a duelo (12).
Don Álvaro intenta resistir con todas sus fuerzas, pero finalmente no puede contenerse ante los insultos de su enemigo y se traba en un duelo (13) que termina con Don Carlos mortalmente herido. Leonora, sin saber lo que acontece, pide a Dios que la lleve de este mundo para encontrar finalmente la paz (14). Y la respuesta a su plegaria llega del modo menos pensado. Álvaro entra en la cueva de Leonora buscando un confesor para el agonizante, y en ese momento los amantes se reconocen (15). Pero, ¿cómo volver a unirse, si ya los separa “un río de sangre”? (18) Y mientras Álvaro, a pesar de todo, exulta por el hecho de que Leonora vive, Carlos aprovecha la distracción para apuñalar con sus últimas fuerzas a Leonora, que había acudido a su auxilio (17). La venganza se ha consumado.
Álvaro increpa la “venganza divina” (18). Pero Leonora, mientras muere, promete a Álvaro en presencia del Padre Guardián que lo precederá en el Cielo e intercederá por él. Álvaro siente a través de ese gesto postrero de su amada, el perdón de Dios (24). (Después nos ocuparemos de esta escena con más detalle)
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Dejemos de lado el problema de que tantas casualidades fatales, tantas coincidencias desafortunadas, se sucedan sin interrupción a lo largo de esta historia. Esta ópera, como tantas otras, nos pide suspender nuestro sentido habitual de lo que es verosímil El verdadero desafío nuestro es interpretar el sentido del relato. A primera vista, podría pensarse que la maldición del padre moribundo contra su hija Leonora y don Álvaro se ha cumplido con la fuerza de un destino inexorable, identificado con una especie de sentencia divina, a cuyo servicio se entrega Don Carlos como implacable ejecutor. El anuncio que elegí para la presentación, que tiene en su centro el arma de fuego expresa esa idea: don Álvaro pese a todos sus esfuerzos, no puede sustraer su vida de la maldición, del sino de la violencia y la venganza en que se ve enredado a su pesar. La bola de cristal parece evocar también la idea de un destino escrito de antemano frente al cual la libertad del hombre nada puede.
La referencia a la misericordia de Dios parecería cumplir en este contexto un rol puramente secundario y ornamental. El monasterio es sólo un lugar de refugio ilusorio ante la persecución del destino. La actitud de paz y aceptación de Leonora en su muerte, y la misericordia y el perdón que experimenta don Álvaro en el final, parecen débiles concesiones a la sensibilidad de los espectadores frente lo cruento del desenlace.
De hecho, esta ópera más que evocar la misericordia divina, fue con mucha frecuencia interpretada desde una religiosidad supersticiosa centrada en la fuerza inexorable de la maldición y el destino, y de nuestra impotencia ante él. Incluso la ópera misma adquirió reputación de fuente de mala suerte, (“yeta”, diríamos nosotros) a raíz de varias anécdotas desafortunadas. La joven soprano que debía cantar en su estreno falleció de un mal refriado, obligando a Verdi a posponer la presentación hasta la temporada siguiente. La noche del 4 de mayo de 1960, sobre el escenario del Metropolitan Opera House de Nueva York, el barítono norteamericano Leonard Warren falleció mientras cantaba. Todo alimentaba la superstición. No es de extrañar que se la aludiera como “La Innombrable”, y que toda suerte de cábalas se practicaran como protección cuando era puesta en escena.
La obra había sido encargada por un importante teatro de San Petersburgo, capital del entonces Imperio ruso, y fue estrenada con la presencia del compositor el 10 de noviembre de 1862, sin gran éxito. El público la encontró demasiado dramática y violenta. Pero pese a que tuvo cambios con posterioridad a su estreno, Verdi resistió la tentación de darle un “final feliz”.
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Ahora bien, si tomamos distancia de este aspecto más anecdótico, así como de la interpretación más fácil y obvia, es posible que Verdi nos esté comunicando otro mensaje. Aun tomando en cuenta las costumbres de la época, Leonora y Don Álvaro al planear su fuga tomaron una decisión cuyo acierto y prudencia no son evidentes. Leonora de hecho vacila porque siente que está traicionando el amor de su padre. ¿Qué felicidad podía esperarle si concretaba su proyecto de ese modo? ¿Acaso el amor justifica todo, sin importar las consecuencias? Don Álvaro llevaba un arma consigo. No era para matar a otros sino, eventualmente, para quitarse la vida si su plan fracasaba. ¿Pero no indica este hecho una propensión a la violencia? Su huida lo lleva al ejército y a la guerra. No es casual. Ante los reiterados desafíos de Don Carlos, intenta resistirse, pero no lo logra nunca. En el cuartel, el duelo es impedido por los soldados que se interponen. En la ocasión posterior, ya no existirá esa posibilidad.
Es cierto que luego Álvaro huye al monasterio y busca llevar una vida santa de oración, penitencia y caridad. Pero no logra despojarse de su temperamento colérico, ni del orgullo de su abolengo, aunque no fuera reconocido, ni de la ira ante la injusticia sufrida. Cuando Don Carlos lo encuentra y lo desafía, sabe bien qué resortes tocar: lo acusa de vil y de cobarde, y pese a todo su esfuerzo por resistir la tentación de la violencia, Álvaro se presta finalmente al juego implacable de la venganza. ¿No hubiera debido resistir aun a costa de su propia vida? ¿No hubiera debido dar incluso con su sangre testimonio de una lógica evangélica, distinta a la de la violencia y el odio? La proliferación de escenas que exaltan la guerra y el coraje militar expresan la cultura de la época, ¿no es él también parte de esa cultura, como victimario y como víctima?
Además, ¿no es él quien arrastró a Leonora a la desventura, arrancándola prematuramente del hogar paterno, desafiando el sentido del honor de la familia, y convirtiéndola en blanco de la violencia vengadora? ¿Y no es él quien, aun sin desearlo, lleva a don Carlos, el verdugo, hasta el lugar mismo donde se encontraba su hermana, e hizo posible que aquél desfogara todo su odio sobre ella? De este modo agregó a la sangre del padre de Leonora, la de su hermano.
Cuando nos planteamos estas preguntas, nuestro modo de ver la historia posiblemente comience a cambiar. No es la maldición del padre de Leonora lo que desencadena un destino inexorable. Es cierto que una parte decisiva en el curso de los hechos la tiene el mecanismo perverso de la venganza, disfrazado de deber filial. Pero ese desenlace no se hubiese dado sin las sucesivas decisiones de Don Álvaro, desde la que empuja a Leonora a una fuga alocada, hasta la de trabarse en duelo con su hermano, derramando todavía más sangre de la familia de su amada. Don Álvaro todavía no había logrado llegar a la raíz de su propia ira, de su orgullo, de su despecho frente a una sociedad que no lo aceptaba. No había logrado perdonar.
Leonora por el contrario, al comenzar la última escena pide a Dios la paz, una paz que ya no puede encontrar en este mundo. Cuando es herida de muerte por su hermano, Don Álvaro se rebela contra la supuesta maldición divina: “¿Todavía no habías quedado satisfecha, oh venganza de Dios?” (18). Pero Leonora comprende finalmente el sentido de esta historia: su misión en la vida fue la de redimir a Don Álvaro, precederlo en el camino del Cielo, interceder por él, que pueda alcanzar la misericordia divina. Por eso, Leonora y el Padre Guardián exhortan a Don Álvaro a someterse a la voluntad de Dios, aunque no la comprenda todavía (19). Éste finalmente se postra, abandonando su orgullo y reconociendo su culpa. “Te prometo el perdón de Dios”, le asegura su amada (20). Dios tiene la palabra final en esta terrible historia: y es una palabra de gracia y de perdón. Y Don Álvaro experimenta esa certeza interior que lo libera finalmente de la tortura de la culpa sufrida a lo largo de esos años aciagos de fugitivo (21). “Te precedo en la Tierra Prometida. Te espero en el Cielo!”, son las últimas palabras de Leonora (22-23).
Cuando Leonora muere, Álvaro exclama: “¡Morta!”, pero el Padre Guardián lo corrige: “Ha subido a Dios”. La escena final se cierra con Don Álvaro y el Padre Guardián elevando los ojos al Cielo. Ahora pueden ver reconocer la verdadera Voluntad de Dios: su bondad y su misericordia que contrastan la maldición, el odio, la violencia, y la venganza, productos del corazón humano pecador. Dios no es venganza. Dios es amor (24).
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Es muy común ver al destino como una fuerza implacable que determina el curso de los acontecimientos de tal manera que no deja margen para nuestra libertad y nuestra responsabilidad. Es afín a la idea de la tragedia griega, llamada así no sólo por el triste final, sino por el hecho de que éste estaba determinado de antemano. Una vez consumada la transgresión, aunque fuera involuntaria, los personajes son títeres en manos del destino. ¡Cuántas veces esa idea del destino se confunde con la Voluntad de Dios, se proyecta sobre su imagen convirtiéndolo en un déspota frío e implacable, que retribuye con rigor inflexible las culpas humanas, o peor aún, que condena al mismo inocente a la desgracia!
Sí, la fuerza del “destino” puede parecer grande, pero Dios le dio al hombre libertad para elegir entre el bien y el mal, sobreponerse al destino, y hacerse responsable de la propia vida. Álvaro fue responsable por la suya. El destino no puede impedir al hombre decirle que sí a Dios en cualquier situación de la vida. Ninguna “maldición” puede condenarnos a pecar y a alejarnos de Dios, “Nada puede apartarnos del amor de Cristo”, decía San Pablo el domingo pasado (Romanos 8,39). Somos responsables de nuestra vida: “El destino lo hace usted”, decía paradójicamente Orangel.
Por supuesto que nada podríamos sin la gracia de Dios. No basta ser buenos y generosos, si no somos capaces de erradicar con la ayuda de Dios las raíces del pecado en nuestro corazón. Leonora reconoció su error sin buscar excusas. Álvaro se aferró a la idea del destino trágico, y sólo “entendió” a Dios, y experimentó su misericordia cuando se humilló y quebrantó su voluntad rebelde. Cada uno conoce o debería reconocer sus propias flaquezas, que luego inciden necesariamente en los pensamientos, las decisiones y los actos. Nuestra tentación es decir: ¡Es el destino! Y es cierto que hay muchos factores que escapan a nuestro control. Pero en última instancia, nuestra vida será lo que nosotros hagamos de ella.
Pero hay un mensaje de esperanza, que el público desprevenido de aquella primera función en San Petersburgo no pudo apreciar, impresionada por la violencia y oscuridad del libreto. Leonora salva finalmente (como su “ángel”, instrumento de Dios) a Don Álvaro. La gracia de Dios, que es más fuerte que la maldición y el destino, también es más fuerte que nuestra debilidad y nuestro pecado. En resumen, lo que a la mirada puramente humana se presenta como la “fuerza del destino”, vista con una mirada creyente se puede llamar “la fuerza de la gracia”. Una historia que parecía tan oscura, absurda y trágica se ilumina repentinamente gracias a la fe: era ésta la fecundidad a la que estaba destinado el amor entre Álvaro y Leonora, éste es su triunfo. Como el amor de Beatriz condujo a Dante a la presencia de Dios, lo propio logra aquí el amor de Leonora por Álvaro.
Es el abrirnos al amor de Dios lo que nos libera del poder del destino, y nos hace capaces de liberar a otros como “ángeles” para ellos, mensajeros e instrumentos de la gracia divina.
Para meditar:
- En los momentos difíciles, ¿me siento a merced de un destino ciego o me siento en manos de un Dios que me ama y cuida de mí?
- ¿Soy consciente de que con mis elecciones voy definiendo quién soy verdaderamente? ¿Acepto que es mi libertad la que va orientando para bien o para mal el curso de mi vida?
- ¿Siento la tentación de echar la culpa a Dios por las consecuencias de mis propios actos?
- ¿Trato siempre de discernir la Voluntad de Dios, o busco imponerle a Dios mi propia Voluntad?
Para orar:
Ya no temo, Señor, la tristeza,
ya no temo, Señor, la soledad,
porque eres, Señor, mi alegría,
tengo siempre tu amistad.
Ya no temo, Señor, a la noche,
ya no temo, Señor, la oscuridad,
porque brilla tu luz en las sombras,
ya no hay noche, Tú eres luz.
Ya no temo, Señor, los fracasos,
ya no temo, Señor, la ingratitud,
porque el triunfo, Señor, en la vida,
Tú lo tienes, Tú lo das.
Ya no temo, Señor, los abismos,
ya no temo, Señor, la inmensidad,
porque Tú eres, Señor, el camino
y la vida, la verdad. Amén
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