Gustavo Hasperué
Buenos Aires, 15 de noviembre de 2017
Hacia el año 1800 la población mundial era de mil millones de habitantes, la esperanza de vida al nacer no llegaba a 40 años y más del 80% de la gente vivía en pobreza extrema. Poco más de dos siglos después, la población se multiplicó por 7, la esperanza de vida se duplicó y la pobreza extrema cayó al 10%. Son sin duda logros extraordinarios que nos llenan de esperanza ante el problema de la miseria y la pobreza que todavía afecta a millones de seres humanos. Es fundamental entender cómo ha sido posible semejante progreso para determinar qué camino deben seguir las comunidades que aspiran a niveles crecientes de desarrollo.
La pobreza se supera creando riqueza, es decir, una relativa abundancia de bienes y servicios que permiten a los seres humanos satisfacer necesidades y alcanzar objetivos valiosos desde el punto de vista de su realización personal. No se trata sólo de poseer exclusivamente muchos bienes materiales sino de la posibilidad de desplegar una vida auténticamente humana en la dimensión familiar, social, cultural e incluso religiosa. Esos bienes y servicios que permiten entre otras cosas alimentarse bien, habitar en casas confortables, curar enfermedades, desarrollar el conocimiento, cultivar el arte en sus diversas formas, sostener obras de caridad y actividades religiosas, no están dados en la naturaleza; hay que producirlos. La riqueza es un producto humano. Los llamados recursos naturales no nos sirven de nada si no sabemos qué hacer con ellos, si no descubrimos el mejor modo de utilizarlos para nuestro bienestar. ¿Y cómo producimos más riqueza? ¿Qué es lo que hace más productivo al trabajo humano? Un factor clave es la división social del trabajo y su corolario, el comercio. El sistema comercial permite que cada uno se especialice en algo para ofrecer a los demás y que, a su vez, pueda obtener de los otros aquello en lo que éstos se han especializado. Cuanto más extendido está el mercado, cuantas más personas participan del mismo, mayor posibilidad de especialización y de beneficios mutuos. La productividad del trabajo también se potencia con el empleo de maquinarias y tecnología, es decir, con la inversión en bienes de capital para cuya producción es indispensable el ahorro.
En suma, superar la pobreza requiere un sistema extendido de división del trabajo, comercio, ahorro e inversión. La gran oportunidad que ofrece la globalización consiste justamente en la integración a un mercado del que participan millones de seres humanos, en el cual podemos ofrecer lo mejor de nosotros y obtener lo mejor de los demás. Incluso la llamada inversión extranjera permite a los países más pobres beneficiarse del ahorro externo para aumentar la productividad del trabajo local.
La globalización ha permitido salir de la pobreza a millones de seres humanos que se han integrado al comercio mundial. Sin embargo, todavía persisten ideas contrarias al libre comercio y a la integración entre los países que perjudican principalmente a los más pobres. Es cierto que la libertad comercial puede amenazar intereses particulares tanto en países ricos como pobres; los empresarios que no son competitivos a nivel internacional rechazan naturalmente la apertura comercial con el argumento de defender la industria y el trabajo local. Pero la ilusión de la autarquía y el sostenimiento de empresas ineficientes a cualquier precio van en la dirección contraria al progreso. En un sistema proteccionista, los pobres, que tienen la necesidad urgente de asignar de la mejor manera posible sus magros recursos, se ven forzados a pagar productos más caros o de peor calidad a las empresas que el gobierno aísla de la competencia. A su vez, se fomenta la asignación del capital y el trabajo a actividades que no podrían sostenerse si los consumidores tuvieran la libertad de elegir alternativas. Todos merecemos libertad y los pobres la necesitan con urgencia. En ausencia de proteccionismo comercial, las inversiones y el trabajo tenderían a la producción de bienes y servicios para los cuales existan ventajas comparativas. De este modo cada uno podría encontrar su lugar en el sistema de cooperación social extendida que es el comercio internacional. Es verdad que para algunos sectores la transición hacia un modelo de mayor apertura comercial puede significar la necesidad de adaptarse o reconvertirse, pero si queremos obtener bienes y servicios que producen otros, lo justo es que ofrezcamos a cambio algo que los demás valoren libremente. El proteccionismo comercial es un sistema de privilegios por el cual un sector se enriquece a costa de los demás y retrasa el proceso de desarrollo al impedir el aumento de la productividad.
El objetivo de lograr un mundo globalizado libre e integrado, que ayude a superar la pobreza que aún persiste, depende de fundamentos intelectuales y morales. A nivel intelectual es necesaria una sólida educación económica que nos permita comprender las causas de la prosperidad y combatir las falacias y los mitos contrarios al libre comercio. Desde el punto de vista moral es indispensable el compromiso con los valores de la justicia, la libertad y la solidaridad a fin de que los privilegios e intereses sectoriales no prevalezcan sobre el derecho de los pobres a integrarse libremente a redes de productividad e intercambio, sin lo cual cualquier plan para erradicar la pobreza sólo conducirá a nuevas frustraciones.
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