Por Mario Šilar

Para Instituto Acton (Argentina)

5 de febrero de 2021

 

Cuando se analizan los diseños institucionales y los marcos legales que permiten la cooperación en una sociedad libre es importante atender no solo al escenario presente o in situ, sino también a la génesis o situación de origen que dio lugar a esos diseños, y esto con el fin de que se pueda contrastar cómo las transformaciones socio-tecnológicas, tan propias de sociedades dinámicas y resilientes, hayan podido dar lugar a la emergencia de consecuencias no intentadas que impacten sobre la resiliencia del diseño institucional original.

Este análisis, en perspectiva, nos permite hacer juicios de valor más rigurosos y evitar la tendencia a caer en binomios maniqueos simplistas que conduzcan a lecturas ideológicas y superficiales de los problemas que nos rodean. Algo de esto noto en el debate sobre el bloqueo y eliminación de perfiles que distintas plataformas como Facebook, Twitter e Instagram han estado llevando a cabo sobre decenas de miles de cuentas (se calcula que solamente Twitter ha eliminado más de cuatro millones de cuentas) y la eliminación de millones de mensajes posteados por los usuarios. Una lectura desde la mera superficie sobre el tema, desde los principios de la tradición liberal, conduciría a afirmar algo del tipo: “bueno, puede no gustar esta eliminación de perfiles y mensajes, pero las empresas involucradas son organizaciones privadas y tienen libertad para establecer sus criterios de admisión y uso y, por lo tanto, eliminar la presencia de aquellos perfiles que no consideran pertinentes para su red social”. Esto no es del todo acertado y supone, de hecho, caer en una especie de sesgo “fisicista” por el que se aplican los criterios de propiedad, del mundo físico, al mundo en gran medida intangible de la comunicación y del diálogo público. En rigor, las plataformas digitales y redes sociales no son, estrictamente hablando restaurantes, pizzerías y diversas tiendas que se pueden reservar el derecho de admisión. Para entender esto conviene conocer un poco el diseño institucional que se utilizó para impulsar estas incipientes redes sociales, en sus inicios, hace ya más de 25 años, en concreto, lo que se conoce como “la sección 230”.

En los años noventa, la casa de inversión Stratton Oakmont (fundada por el tristemente célebre Jordan Belfort, en quien se inspira la película “El lobo de Wall Street”, de Leonardo di Caprio) demandó a Prodigy Service, una empresa proveedora de servicios de información por Internet, por difamación. Sucedió que una persona, en un portal de servicios informativos que ofrecía Prodigy acusó a la agencia Stratton Oakmont de haber cometido fraude. El caso llegó a la Corte Suprema del Estado de New York que sentenció que Prodigy había actuado como un medio de prensa (publisher) por lo que era responsable (liable) por la difamación cometida. El caso llamó la atención del todavía hoy senador demócrata Ronald Lee Wyden, que trabajaba junto con el congresista republicano Christopher Cox en la elaboración de la Communication Decency Act o “Ley de decencia de las comunicaciones”, norma introducida en el año 1996, que buscaba prohibir la pornografía en Internet. Al año siguiente, la Corte Suprema de los Estados Unidos rechazó gran parte de esta ley por considerar que atentaba de modo muy amplio contra la libertad de expresión. Sin embargo, la Corte Suprema dejaba sin anular la sección 230, de importancia crucial para el desarrollo de la incipiente industria tecnológica vinculada a las telecomunicaciones.

La sección 230, de solo 26 palabras en su texto original en inglés, establece que “ningún proveedor o usuario de un servicio de ordenadores interactivo deberá ser tratado como el publicador o emisor de ninguna información de otro proveedor de contenido informativo”. Este apartado permitía distinguir a estos nuevos soportes como “plataformas de contenidos” o “redes sociales”, y no como “editores de contenidos” o “medios de comunicación”. Por lo tanto, quedaban eximidos de la responsabilidad (legal) sobre las publicaciones que los usuarios vertieran en estas plataformas. Las incipientes redes sociales obtenían de este modo inmunidad ante las posibles demandas por los contenidos que vertieran los usuarios de estas redes. La inmunidad que ofrece esta sección es doble: se garantiza inmunidad sobre lo que se publique en las plataformas por parte de terceros -con excepción de contenido que promueva el tráfico sexual delictivo y que el que viole derechos de autor–. Además, y aquí radica el eje del debate actual, se permite a estas plataformas escrutar y eliminar el contenido que consideren pertinente, sin temor a ser demandadas. El impacto de la sección 230 ha sido tan grande que sus defensores suelen referirse a ella como “las 26 palabras que crearon Internet”, puesto que es esta inmunidad la que ha impulsado la inversión y ha potenciado la innovación, y ha fomentado, en definitiva, el crecimiento dinámico del que ha gozado esta industria en las últimas décadas.

Más de un cuarto de siglo después de su creación, la sección 230 tiene tanto defensores como detractores, y resulta casi innegable observar que el devenir de los acontecimientos ha puesto de manifiesto un solapamiento conceptual y un entramado complejo. Por un lado, se juntan dos problemas distintos: uno vinculado a la potencial responsabilidad que puedan tener las plataformas respecto del contenido que se comparte en sus redes, y, otro distinto, el de cómo se modula la libertad d expresión, en el uso de estas redes. En efecto, en virtud de la Primera Enmienda, se prohíbe a los actores gubernamentales una amplia gama de acciones que supondrían diversos tipos de censura que constituirían atentados a la libertad de expresión. Si se dictara una ley que pretendiera obligar a las “big tech” a moderar sus contenidos, esta norma entraría en conflicto con la Primera Enmienda y resultaría anulada por ser inconstitucional. Lo mismo sucedería con las leyes que pretendieran moderar el contenido de lo que se expresara en estas redes, en función de las distintas orientaciones político-ideológicas. Sin embargo, como parte justamente de la protección a la libertad de expresión, presente en la Primera Enmienda, también se ampara que las compañías pueden crear reglas que restrinjan la libertad de expresión en estas redes. Interesante paradoja. Es por esto, justamente, que medios como Facebook y Twitter han podido crear reglas que por las que “prohíben” lo que denominan “discursos de odio”, aunque este sea legalmente permitido en los Estados Unidos. Sucede, en definitiva, que estas –muchas veces opacas– reglas de uso (moderation rules) están protegidas por la Primera Enmienda.

El problema se agrava cuando se observa, además, que a menudo estas reglas de uso son utilizadas de un modo arbitrario para tachar como “discurso de odio” o discurso que “incita a la violencia” a todo aquel mensaje que no coincida con el pensamiento políticamente correcto que se quiere difundir. De este modo, la deriva hacia la tiranía de lo políticamente correcto, queda servida ya que siempre se pueden estirar estas amenazas y llegar al paroxismo. Recientemente, por ejemplo, Facebook luego de eliminar todos los grupos y comunidades que estuvieran vinculadas al hashtag “stop the steal” ha procedido a eliminar todos los posts que tuvieran esas palabras. ¿Qué motivo se ha esgrimido? Que afirmar que ha habido fraude en las elecciones puede incitar a la violencia a quienes no están conformes con el resultado electoral y crean que “les han robado” en las elecciones.

Además, la acción coordinada y exhaustiva, mediante el uso del big data, permite a las “big tech” cruzar datos y actuar de modo coordinado para penalizar a aquellos sujetos que se consideran “peligrosos”, eliminando su perfil de varias redes sociales, de otros medios como Youtube. Ron Paul, que ha sido víctima de estos bloqueos en Facebook, señala que estos intentos descarados por controlar el discurso constituyen un claro ataque a la libertad, y ponen de manifiesto que el veneno del intervencionismo –la pretensión de que el mundo se rija y piense según los parámetros que uno tiene– se presenta de modo multiforme, y campa a sus anchas, especialmente, en escenarios de colusión entre lo público y lo privado, como es el de las grandes empresas tecnológicas en la actualidad. Como afirmaba el congresista republicano Matt Gaetz recientemente, “no podemos vivir en un mundo donde las condiciones de servicio de Twitter resultan ser más importantes que el texto de nuestra Constitución y del Bill of rights”.