Por Bruno M.

Fuente: Infocatólica

15 de abril de 2021

“Hace más de medio siglo, cuando aún era un niño, recuerdo haber oído a varios adultos dar la siguiente explicación de los grandes desastres que había padecido Rusia: ‘los hombres han olvidado a Dios y por eso sucede todo esto’. Desde entonces, he pasado casi cincuenta años trabajando en relación con la historia de nuestra revolución y, al hacerlo, he leído cientos de libros, recopilado cientos de testimonios y contribuido con ocho volúmenes escritos por mí al esfuerzo de limpiar los escombros que había dejado esa convusión. Sin embargo, si me pidieran hoy que formulase con la mayor concisión posible la causa principal de la ruinosa revolución que acabó con sesenta millones de personas, no encontraría una explicación más precisa que repetir: ‘los hombres han olvidado a Dios y por eso ha sucedido todo esto’”.

Alexander Solzhenitsyn, declaración al recibir el premio Templeton, 1983.

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Todavía se ven de vez en cuando personas que, inasequibles al desaliento y a los golpes de la realidad, siguen considerándose comunistas. Recuerdo haber traducido un artículo de una revista técnica más o menos prestigiosa en que un “experto” analizaba cierto tema económico basándose única y exclusivamente en las afirmaciones de Marx sobre el asunto. El artículo producía una extraña sensación de horror, disonancia lógica y compasión. Aunque parezca mentira, no hay ideología tan necia, desprestigiada y suicida que no tenga defensores.

Es una ley inexorable del universo, sin embargo, que cuando uno piensa “no puede haber nadie más tonto”, siempre llega alguien y le demuestra lo equivocado que estaba. Consúltenlo si quieren, porque aparece en todos los buenos libros de Física, con muchas integrales y letras griegas.

En este caso, los más tontos somos los que no hemos sido capaces de aprender nada de la caída del comunismo y nos esforzamos por cometer los mismos errores, pero elevados al cuadrado. Si el comunismo olvidó oficialmente y en teoría a Dios, nosotros hemos conseguido que lo olviden en la práctica los propios cristianos, que ya no necesitan que los obliguen a apostatar porque ellos mismos apostatan con gusto y despreocupación. Si el comunismo acabó con millones y millones de personas, nosotros hemos logrado superar con creces esa marca, en la persona de nuestros propios hijos y, cada vez más, también de nuestros ancianos. Si el comunismo intentó sustituir la familia por el Estado, nosotros nos afanamos por aumentar la apuesta abandonando el matrimonio y hasta los ideales de fidelidad, castidad, obediencia y respeto por los mayores, permitiendo que se destruya el concepto mismo de familia y se convierta en literalmente cualquier cosa.

Podríamos seguir así todo el día. Si el comunismo se esforzó (con relativamente poco éxito) en lavar el cerebro de sus ciudadanos, nosotros ya damos la labor hecha a los propagandistas, introduciendo en nuestras propias casas cinco o seis televisores y pantallas de ordenador desde las que nos adiestran sin descanso a nosotros y a nuestros hijos en todas las inmoralidades, ideologías y simples estupideces que pueden imaginar. Si el comunismo no sabía nada de economía, nosotros parecemos saber aún menos, fomentando alegremente las crisis que nos convertirán en esclavos y los monopolios cada vez más evidentes que se asegurarán de que esa situación no tenga salida posible. Si los comunistas intentaron sin éxito la creación de “Iglesias” patrióticas que neutralizaran el catolicismo, hoy nuestros prelados elogian espontáneamente y con una adulación que raya en la idolatría un sistema político y a unas gobiernos que son radicalmente anticatólicos y defienden crímenes e inmoralidades de una gravedad difícilmente superable. Si el comunismo era intrínsecamente totalitario, nuestros Estados actuales han alcanzado grados de intervención hasta en los más pequeños detalles de la vida de sus súbditos que habrían hecho llorar de envidia al antiguo Politburó. Si, como decía el antiguo chiste, en el Pravda no había noticias y en Izvestia no había verdades, hoy un padre no puede decir a su hija que, en efecto, es su hija y no su hijo, por miedo a ser encerrado en la cárcel por tamaño atrevimiento.

No hemos aprendido nada y todo parece indicar que seguiremos por el mismo camino sin preocuparnos mientras tengamos un cómodo sofá en el que refugiarnos de la molesta realidad. De derrota en derrota hasta la victoria final. No me atrevo a decir que no puede haber nadie más tonto que nosotros, porque los tontos aún más tontos que inevitablemente aparecerían tendrían que acabar ya con todo resto de vida sobre el planeta para superarnos. Lo cierto, sin embargo, es que nosotros ya hemos avanzado bastante en esa dirección, a través del suicidio cada vez más rápido de nuestra civilización.

¿Cuál es la solución? La misma que cuando se produjo la revolución rusa hace cien años, la misma que cuando Solzhenitsyn escribió ese párrafo hace cuarenta, la misma que siempre: recordar a Dios, volver a él, postrarse a sus pies y darle gloria. Al mundo le falta la gloria de Dios y, sin ella, va dando palos de ciego de un lado a otro sin llegar nunca a ningún sitio. Solo en Cristo, hijo de Dios hecho hombre, muerto por nosotros y resucitado para nuestra salvación, se pueden encontrar las respuestas, la gracia y la esperanza que necesitamos. No se nos ha dado otro nombre bajo el cielo que pueda salvarnos.

La solución la tenemos, siempre la hemos tenido, los católicos, no por nuestros méritos, sino por pura gracia de Dios. Por algún motivo, sin embargo, hemos dejado de predicarla y por eso estamos en esta situación. Teniendo la solución a todos nuestros males, preferimos dejarla a un lado no sea que moleste a alguien en algún sitio o, peor aún, nos obligue a vivir como Dios quiere. Por eso se puede decir de nosotros, con toda razón, que somos los más tontos de todos los hombres. Y me temo que en esto nadie puede superarnos.