Por P. Gustavo Irrazábal 
Miembro del Consejo Consultivo del Instituto Acton (Argentina)

Fuente: Revista Criterio
3 de mayo de 2021

Desde hace décadas el discurso público tiende a expresarse cada vez más en categorías colectivas. Al consabido análisis en términos de clases sociales (ricos, pobres, clase media, oligarquías, elites, pueblo, movimientos) y funciones (empresarios, trabajadores, sindicalistas, políticos, intelectuales) hoy se suman, entre otros grupos, una variedad siempre mayor de “minorías” y “colectivos”. El análisis racional más somero disolvería todos estos agregados aparentemente compactos como nieve al sol, al menos en cuanto centros de identidad y subjetividad, mostrando hasta qué punto simplifican y distorsionan la realidad subyacente. Pero el interés por la realidad no es el fuerte de la política actual la cual, redoblando su creatividad, ha dado nuevos pasos siempre en la misma dirección, por ejemplo, incorporando a su jerga la referencia omnipresente a “la gente”.

Es difícil encontrar un término más vago para aludir a los miembros de la sociedad que el de “la gente”, que parece no ser otra cosa que un sinónimo de “la masa”, con una pizca de pudor o de sobreactuada empatía. Se profesa hasta el hartazgo la devoción por lo que se supone que “la gente” necesita, piensa y quiere. El problema es que “la gente”, en rigor, no existe. Existen las personas de carne y hueso, que más allá de su igualdad en dignidad y derechos básicos, son únicas, irrepetibles, diferentes entre sí, con sus propias necesidades, pensamientos y opciones de vida. Y esas personas hoy aspiran, ante todo, cuando no se encuentran completamente alienadas, a disponer de un espacio para desplegar, libre y responsablemente, sus propios proyectos existenciales al margen de la injerencia del Estado.

Pero hoy muchos parecen suponer que la verdadera subjetividad reside en lo colectivo. Una vez definida la propia adscripción a un grupo o sector determinado, sea voluntariamente o no (da igual), la persona es despojada de su compleja y rica individualidad, y es considerada sólo en función del aspecto estimado relevante en cada caso: ser pobre, ser trabajador, ser mujer, etc. Finalmente, cuando, completando el proceso de simplificación, ella es privada de los últimos vestigios de su individualidad única, se convierte simplemente en “gente”.

Este producto final, “la gente”, constituye hoy la materia prima (y como tal, informe y pasiva) de la actividad política, en la que cada vez más reina el Estado como sujeto supremo e indiscutido, y como árbitro entre los sujetos colectivos menores, siempre por encima del nivel habitado por las personas reales, que son privadas de su condición de ciudadanos retrotraídas a la de súbditos. Para ellas, aquella visión colectivista sólo puede significar una cosa: control burocrático, pérdida de libertad y autonomía, embotamiento de sus mejores energías, alienación y dependencia.

En Formosa, en rigor, no se rebeló “la gente” sino que se rebelaron las personas, reivindicando su condición de ciudadanos. La primera, era la construcción imaginaria del gobernador y sus secuaces, que no logran entender cómo aquella mansa multitud, repentinamente díscola e ingrata, pretende prescindir del cuidado amoroso de su gobierno. Las segundas son los sujetos reales, los que quieren ser libres para cuidarse a sí mismos, estudiar, trabajar y progresar, pero ven sus derechos impunemente pisoteados.

La enseñanza de la Iglesia siempre ha realzado la centralidad de la persona. Es cierto que, a la vez, promueve con el mismo énfasis su asociación, pero de manera libre, voluntaria, participativa y responsable. Persona y sociedad se necesitan mutuamente. Así como no pueden existir ciudadanos sino en el seno de un pueblo o comunidad política, no puede existir un pueblo si sus miembros no son ciudadanos libres, autónomos y críticos. Es hora de devolver a las personas su lugar, y permitirles asumir el rol que les compete en la vida social, para que puedan ejercitar su iniciativa y su creatividad, perseguir sus proyectos de vida y cooperar entre sí voluntariamente para lograr fines que las trasciendan.

El Estado centralista y autoritario, en su afán de controlarlo todo, ignora por completo esta realidad, y priva así a la sociedad civil y a sus miembros del bien invalorable de su subjetividad, del cual “la gente” no es otra cosa que un último y triste residuo. De los acontecimientos de Formosa, los funcionarios y organismos de derechos humanos, con su visión colectivista y sectaria, no están en condiciones de aprender nada. Pero nosotros, la mayoría de los argentinos, que creemos en la dignidad única de cada persona, estamos tomando conciencia, por contraste, de lo que no debe ser, y de lo que bajo ninguna excusa debemos permitir.