Por Diego Serrano Redonnet*

Introducción

El objeto de este artículo es recorrer sumariamente el derrotero del liberalismo católico francés durante el siglo XIX en diálogo con la doctrina social de la Iglesia en dicha época. Vamos a explorar algunas de sus figuras principales y rescatar algunos de sus aportes y los desafíos que enfrentaron.

Antes de entrar en el análisis concreto de algunos autores franceses de esta corriente de ideas en el siglo XIX, conviene explicar brevemente el contexto histórico y eclesial en que se enmarcan. En la Europa posterior a la Revolución Francesa el catolicismo quedó, de algún modo, asociado a la monarquía, al absolutismo, al Ancien Régime. No se concebía que un católico pudiera ser “liberal” en lo político y seguir siendo verdaderamente católico. Como lo explica con claridad el teólogo Martin Rhonheimer: “A partir de la Revolución francesa, en el análisis que realizaba de la cultura política moderna de impronta liberal-constitucionalista y democrática, a la Iglesia le costaba distinguir —y es comprensible que así ocurriese— entre lo irrenunciable desde el punto de vista de la fe y lo históricamente contingente [1]. La Iglesia, como organización temporal, había vivido mucho tiempo aliada a las monarquías europeas y los mismos Estados Pontificios eran —en su aspecto puramente político temporal— una monarquía.

Esas dificultades e incomprensión se producían no sólo porque la Iglesia católica, sobre todo en Francia y España, estaba ligada a una mentalidad afín al absolutismo monárquico moderno y al estado confesional, sino también porque su oponente —el laicismo decimonónico— identificaba la actitud política a favor de la libertad y el constitucionalismo con una posición filosófica racionalista, anticlerical y naturalista.

El llamado “liberalismo católico” —denominación que preferimos a la de “catolicismo liberal”, que tiene connotaciones equívocas en materia teológica[2]— es un fenómeno propio del siglo XIX, que aparece primero en Francia[3], Bélgica[4] e Italia[5], pero que también tiene manifestaciones en Alemania[6], Inglaterra[7], España[8] y otros países europeos[9], llegando incluso hasta Latinoamérica[10] y los Estados Unidos[11].

En la época en que surge el liberalismo católico también emerge la moderna etapa de la doctrina social de la Iglesia, como una enseñanza oficial de los papas a través de encíclicas y otros documentos oficiales. Aunque, a veces, se señala como momento inaugural de la doctrina social católica la publicación de la encíclica Rerum novarum de León XIII en 1891, concretamente dirigida a la posición de la Iglesia frente a la llamada “cuestión social” y al desafío del socialismo, la verdad es que durante todo el siglo XIX los Papas desarrollaron una enseñanza social notoria. El acento estuvo puesto en cuestiones políticas y de relaciones entre el estado y la Iglesia, particularmente durante los pontificados de Gregorio XVI (1831-1846), Pío IX (1846-1878) y, finalmente, con el propio León XIII (1878-1903) que, además de Rerum Novarum, tiene importantes y numerosas encíclicas y documentos sobre temas políticos.

Los retos del liberalismo católico del siglo XIX

El contexto en el que enfrenta sus desafíos el liberalismo católico es el de un triple reto.

En primer lugar, la amenaza del liberalismo “laicista” que era aquel grupo influyente de liberales que querían eliminar totalmente la presencia e influjo de la Iglesia católica en lo social a través de diversas medidas como la confiscación de bienes eclesiásticos, la expulsión de los religiosos y la prohibición de las órdenes y congregaciones religiosas, el monopolio de la enseñanza escolar y universitaria así como de la captación de toda la actividad asistencial en manos del estado, y el matrimonio civil.

En segundo término, la actitud de incomprensión de ciertos sectores de la Iglesia hacia las libertades llamadas “modernas” —tales como la libertad de culto y de conciencia, la libertad de cátedra y enseñanza, y la libertad de prensa, entre otras— y hacia el “liberalismo político” (vale decir, la participación de los ciudadanos en el gobierno, el régimen parlamentario, el sufragio, la división de poderes y las limitaciones al poder mediante constituciones escritas). Estos sectores han recibido distintas denominaciones: integristas, intransigentes, tradicionalistas o “ultramontanos” (porque miraban en todo a Roma que, en Francia, se encuentra más allá de las montañas alpinas).

Por último, ya más entrado el siglo XIX, el reto de la llamada “cuestión social”, vale decir el avance del socialismo, el auge de la burguesía capitalista, el surgimiento del mundo “obrero”, y el conflicto social entre patrones y trabajadores. A este reto se dirigirá la encíclica Rerum Novarum de León XIII que ha sido considerada el hito inicial de la moderna doctrina social católica.

En lo político, el siglo XIX planteó a los católicos el interrogante de si un católico debía oponerse a las libertades políticas, de prensa, de cultos y de enseñanza, y a la democracia moderna. Lo que estaba en cuestión era si estas libertades modernas y el régimen democrático o republicano eran un mal en sí o podrían ser incluso, a la postre, beneficiosas para la propia Iglesia católica y, en alguna medida, más concordes con el evangelio.

A veces la apreciación difería según las circunstancias de los diversos países: cuando el catolicismo era minoría, estas libertades eran apreciadas; pero no cuando era mayoritario. Pío Nono lo expresó con candidez cuando dijo: “Nosotros queremos la libertad de religión cuando somos minoría, pero no la admitimos cuando somos mayoría[12].

Así, por ejemplo, cuando el Congreso de Viena de 1815 unió la católica Bélgica con la protestante Holanda, y se dictó una legislación anticlerical e incluso anticatólica, los católicos belgas se fueron aliando con los liberales en el movimiento por la independencia belga y elaboraron una Constitución en 1831 que reconocía las libertades modernas. Tuvo el gran apoyo del Cardenal Sterckx, Arzobispo de Malinas. En Bélgica, los liberal-católicos fueron llamados, en consecuencia, “católicos constitucionales”.

Mientras se condenaba la legislación liberal en España o Italia, era apreciada en países con minoría católica como Estados Unidos, Inglaterra o los Países Bajos. En el caso de Bélgica, Irlanda o Polonia, los Papas Pío VIII y Gregorio XVI se mostraron vacilantes sobre si apoyar a los católicos demócratas belgas, polacos e irlandeses en su lucha en favor de la libertad religiosa, la república y la independencia nacional frente a las monarquías.

Pero en Francia, años de alianza entre el trono y el altar bajo el Ancien Régime, sumados a los excesos anticatólicos de la Revolución Francesa, habían llevado a una incomprensión —y en muchos casos frontal enemistad— de muchos católicos por las ideas republicanas y las libertades modernas. Muchos católicos añoraban un retorno nostálgico a las épocas del absolutismo monárquico de derecho divino. A partir de 1815, además, el Congreso de Viena dará nuevos bríos al ímpetu restauracionista del Antiguo Régimen.

A esto se suma que el Papa era —desde el punto de vista político temporal— también un soberano en los Estados Pontificios y quería mantener su poder político monárquico, jaqueado como estaba por la causa de la unificación de Italia y la emancipación de sus territorios. La llamada “cuestión romana” —esto es, lo atinente a los Estados Pontificios y a Roma, como su capital— fue gravitante en muchos de los desencuentros entre el Papado y el liberalismo, sobre todo en el caso de Italia[13].

El Papado necesitó, durante buena parte del siglo XIX, de la ayuda militar de la monarquía austríaca o de las tropas francesas para mantener su independencia y sus territorios, hasta que las tropas italianas tomaron Roma en 1870 y lograron enclaustrar al Papa en el reducido territorio que hoy ocupa el Vaticano. La cuestión romana sólo se solucionaría, de modo definitivo, con el Tratado de Letrán de 1929. Pero, durante muchos años, la ocupación de Roma fue vista por el Vaticano como una usurpación y ello llevó al Papa Pío IX a prohibir a los católicos participar —como electores o como elegidos— en la vida política de Italia. Fue el llamado “non expedit”, que recién se flexibiliza a comienzos del siglo XX, pero que retrasó la participación de los católicos en el juego democrático italiano[14].

En lo económico, en lo atinente al posicionamiento del liberalismo católico del siglo XIX frente a los retos de la “cuestión social”, es un tema que solo podemos esbozar aquí en una rápida pincelada. La revolución industrial cambió las estructuras de la sociedad medieval y agraria creando una multitud de problemas sociales nuevos: la industrialización, la urbanización y proletarización de grandes sectores de la población, el surgimiento de los obreros asalariados y del sindicalismo, y el nacimiento del socialismo y el comunismo.

En el campo católico, las reacciones a esta “cuestión social” al principio fueron diversas y dispares, y no podemos desarrollarlas en detalle[15]. Lo cierto es que algunos promovieron un enfoque tradicional basado solamente en la caridad cristiana, otros promovieron medidas legislativas en favor de los trabajadores y la asistencia social (como el conocido obispo von Ketteler en Alemania), y un pequeño grupo alentó un utópico “socialismo cristiano”. Por último, un influyente grupo de pensadores, sin perjuicio de apoyar la legislación social, impulsó como solución integral la reforma de las estructuras de la sociedad con la instauración de un régimen “corporativista” (como La Tour du Pin en Francia, el barón von Vogelsang en Austria, y algunos partidarios de la escuela de Lieja en Bélgica) con asociaciones “mixtas” de patronos y obreros (al estilo de los “gremios” y “corporaciones “ medievales), la organización corporativa de la sociedad, y una mayor intervención del estado en la economía.

Solo nos detendremos brevemente, dentro de este marco, en el aporte de algunos pensadores católicos liberales franceses como una de las corrientes —junto con otras— que confluyen en la redacción de la encíclica Rerum novarum. En materia económica, la tensión de escuelas dentro del campo católico —unas más liberales y otras más intervencionistas y/o corporativistas— seguirá presente en toda la doctrina social de la Iglesia a lo largo del siglo XX y hasta nuestros días, con acentos diversos según las épocas y los pontificados.

El liberalismo católico en Francia

Para concretar el análisis de los desafíos del liberalismo católico francés en el siglo XIX, vamos a centrarnos en recorrer algunos de sus principales exponentes en Francia[16]. Vamos a focalizarnos en unos pocos autores, destacando los que —a nuestro modesto entender— son sus aportes más valiosos, sin detenernos tanto en las diferencias de detalle de estos autores frente la convulsionada historia política del siglo XIX francés, en que se alternan la Restauración monárquica de los Borbones, la monarquía orleanista del rey ciudadano Louis-Philippe, tres revoluciones (en julio de 1830, en febrero de 1848 y la Comuna en 1871), un golpe de estado al que luego sigue la coronación de un emperador (Napoleón III) y dos repúblicas (la Segunda y Tercera Repúblicas francesas). No entraremos en estos vericuetos históricos y qué partido tomaron nuestros autores en esas encrucijadas de cada momento, ya que nos alejaría del propósito principal de esta exposición. Nos vamos a centrar en lo político, con algunas referencias muy acotadas al campo económico.

Trataremos sobre el padre Lacordaire, el conde de Montalembert, Monseñor Dupanloup, Lamennais, y algunas corrientes liberales en la etapa previa a la Rerum novarum, como la escuela de Angers. Podríamos incluir, quizás, también a Alexis de Tocqueville y a algunos autores del liberalismo llamado “doctrinario”, que tienen puntos de contacto con el liberalismo católico. No obstante, Tocqueville es un pensador con peso propio, que —si bien podría considerarse en algunos aspectos un liberal católico— merecería una exposición aparte[17]. Y el liberalismo “doctrinario” —de autores como Royer-Collard, Rémusat y Guizot, e incluso de Benjamin Constant— también constituye una corriente con su especificidad propia[18].

Lacordaire

Lacordaire estudia derecho en Dijon y ejerce como abogado, pero a los veintidós años sufre una conversión religiosa y entra al seminario en París para finalmente ordenarse como sacerdote. Se vincula con Lamennais y su círculo, donde cultiva el entusiasmo por las ideas liberales y se integra a la redacción del periódico L´Avenir cuya divisa era “Dios y la libertad”.

Esta publicación va a ser, a partir de 1830, uno de los instrumentos de difusión del pensamiento liberal católico. La tirada era pequeña, pero generó mucho entusiasmo. Sus primeros redactores eran sacerdotes: Lamennais, Lacordaire y otro llamado Gerbet, a los cuales luego se integran el conde de Montalembert y otros colaboradores laicos. El periódico reivindicaba la defensa de la libertad religiosa y la separación de la Iglesia y el Estado, la libertad de enseñanza, la libertad de prensa y de opinión, así como el principio electivo para la selección de los gobernantes. Cada número desarrollaba un punto doctrinal en particular, más comentarios varios sobre la situación de la Iglesia, en Francia o en el extranjero.

La principal causa de L´Avenir era la defensa de la libertad de la iglesia católica en Francia en procura de su independencia total del gobierno. El Concordato firmado por Napoleón y Pío VII había dejado a la Iglesia en Francia demasiado sometida el gobierno en cuanto al nombramiento de obispos y pago de sus salarios, con lo que la Iglesia estaba sujeta muy a menudo a los vaivenes políticos. El periódico defendía con vehemencia la separación de la Iglesia del Estado francés.

L´Avenir defendía también las ideas de descentralización y elección de las autoridades locales, contra la centralización napoleónica (que era también la del Antiguo Régimen, como demostró Tocqueville). Proclamaba “la abolición del sistema funesto de la centralización”. Creía en comunas y provincias administradas libremente por cuerpos electos mediante el sufragio.

El periódico también defendía la libertad religiosa, de prensa, de asociación y la libertad de enseñanza. Lacordaire, y sobre todo Montalembert, dedican a la defensa de la libertad de enseñanza sus mayores esfuerzos. “Ella —dice un artículo del L´Avenires de derecho natural y, por así decirlo, la primera libertad de la familia; puesto que sin ella no existe ni libertad religiosa, ni libertad de opinión”.

Lacordaire reclamaba la posibilidad de que la iglesia abriera sus propios establecimientos de enseñanza, lo que era imposible en el cuadro del monopolio oficial estatal de la época. Los redactores de L´Avenir, en este campo, pasaron incluso a la acción directa y fundaron una agencia general para la defensa de la libertad religiosa y, más aún, crearon una “escuela libre” y gratuita en París que abrió sus puertas en 1831 con una docena de alumnos. Lacordaire y Montalembert estaban entre los improvisados maestros de los niños. Dos días más tarde la policía cerró la escuela y abrió un proceso judicial contra estos profesores.

Este proceso legal, sumado a otro que se le inicia a Lacordaire y Lamennais por sus artículos en la revista, acusándolos de “excitación al odio y desprecio del gobierno”, llevaron a la pérdida de lectores, a dificultades financieras y a la suspensión de su publicación a fines de 1831. Un factor determinante en este sentido fue que muchos sacerdotes dejaron de suscribirse al periódico por sugerencia de sus obispos, que habían recibido de mal grado las críticas de la publicación.

Lacordaire, Lamennais y Montalembert partieron raudamente a Roma para presentar su caso al Papa Gregorio XVI, pero no fueron recibidos como esperaban y a los pocos meses abandonaron Roma. Llegaron justo en el peor momento. Gregorio XVI tenía problemas políticos en los Estados Pontificios. Había habido rebeliones populares en Módena y Parma, y en Bolonia un grupo de rebeldes había proclamado la destitución del Papa. El Pontífice había debido acudir —muy a su pesar— a Austria para que ésta, con sus tropas, ocupase las regiones insurrectas y reprimiera los levantamientos. Metternich, canciller austríaco y gran figura del Congreso de Viena y de la Santa Alianza —partidario de la restauración monárquica a ultranza— veía con muy malos ojos la prédica del liberalismo católico y quería una fuerte censura del Papa al movimiento.

A finales de agosto de 1832, la encíclica Mirari Vos, sin nombrar a L´Avenir ni a sus redactores en concreto, condena en forma general varias de las ideas defendidas por la publicación. En dicha encíclica, el Papa Gregorio XVI se refiere a la libertad de conciencia como un “delirio” y un “pestilente error”, y condena la libertad de prensa y aquellos que “con torpes maquinaciones de rebelión se apartan de la fe que deben a los príncipes, queriendo arrancarles la autoridad que poseen” y que “intentan separar la Iglesia y el Estado y romper la mutua concordia del sacerdocio con el imperio” (10, 11, 13 y 16)[19].

Lacordaire, Lamennais y Montalembert, entristecidos, se someten al Papa y dejan de publicar el periódico, no sin gran desánimo y dudas de conciencia. Lamennais se rebelará más tarde y romperá con la Iglesia. Montalembert se concentrará —como veremos— en su combate por la libertad de enseñanza.

Años más tarde de estos episodios, el padre Lacordaire comienza a desarrollar una intensa actividad como predicador y conferencista, para luego hacer un viaje de estudios a Roma. Allí tiene la idea de restaurar la orden de los dominicos en Francia, suprimida por la Revolución, como dom Guéranger había hecho con los benedictinos. La vocación de predicación y enseñanza de la orden dominica, sumada a su flexibilidad y a su forma de gobierno, participativa y electiva, le atraen. En 1839 toma el hábito dominicano y vuelve a Francia, donde todavía era ilegal portar ese hábito, predicando con gran éxito en la catedral de Notre-Dame de París. Funda varios conventos y casi diez años más tarde es elegido flamante provincial de la nueva provincia dominicana francesa.

Junto con Frederic Ozanam funda una nueva revista llamada L´Ere Nouvelle donde pregona la aceptación del régimen republicano fruto de la revolución de 1848, y la defensa de la libertad de enseñanza y de conciencia. Esa revista implica también los inicios del llamado “catolicismo social” en Francia, con el gran aporte de Ozanam, profesor de Derecho Comercial y de Literatura, fundador de las Conferencias de San Vicente de Paúl para la acción caritativa, que ha sido beatificado por el Papa Juan Pablo II.

Lacordaire se opone al golpe de estado de Louis-Napoléon Bonaparte en 1851 y, a partir de ahí, se retira de la vida pública, dedicándose a la actividad educativa mediante la dirección de colegios en el interior de Francia. Al final de su vida es elegido miembro de la Académie française para ocupar el sillón que había ocupado nada menos que Tocqueville. Muere casi dos años más tarde, en 1861. Como dijo un contemporáneo: había sido “un religioso penitente y un liberal impenitente”.

Montalembert

El conde de Montalembert nació en una familia noble, mientras su padre —casado con una escocesa— estaba exilado en Inglaterra en la época del Terror revolucionario. Por su familia tenía una red importante de contactos en los medios aristocráticos y en los salones parisinos. Como todo “romántico” de su generación, soñaba con altos ideales: servir a Dios y a la libertad.

Mientras estudiaba derecho se interesó por el periodismo y se unió luego al grupo de L´Avenir, donde escribió artículos sobre las revoluciones belga y polaca contra la opresión holandesa y rusa, así como sobre las luchas de los católicos irlandeses por la emancipación. Apoyó con elocuencia los derechos de los católicos belgas e irlandeses que habían conseguido su liberación, y se lamentó con la terrible represión del zar de Rusia contra la rebelión polaca de 1830. La libertad de los pueblos católicos oprimidos será un leitmotiv en su obra.

Pero su bandera principal es la defensa de la libertad de enseñanza, la que defiende en carne propia ya que es procesado por intentar abrir una escuela libre en París, junto a Lacordaire, como hemos visto.

Fue también parlamentario en la Segunda República poniendo énfasis en su labor en tres temas: (i) la defensa de la libertad de los pueblos, sobre todo en el caso de Bélgica (frente a Holanda) y de Polonia (frente a Rusia); (ii) el restablecimiento de las órdenes y congregaciones religiosas en Francia por aplicación de la “libertad de asociación” (cuyo ejemplo serán los dominicos a través de la acción de su amigo Lacordaire); y (iii) la libertad de enseñanza, a través de la permisión de escuelas secundarias en manos de la Iglesia o de congregaciones religiosas.

Asimismo, promueve la creación de un partido que uniera a los católicos franceses en apoyo de la libertad de la Iglesia y de la libre enseñanza. Esa acción consiguió ciertos triunfos legislativos para los candidatos favorables a la libertad de enseñanza y contrarios al monopolio oficial educativo. A la larga contribuirá a la sanción de la llamada ley Falloux en 1850 —en la cual Montalembert colaboró activamente— que reconoció la libertad de enseñanza y eliminó la prohibición de enseñar para las congregaciones religiosas.

El golpe de estado de 1851 a raíz del cual se instaura luego el Segundo Imperio de Napoleón III divide mucho las aguas entre los católicos. Montalembert se opone al régimen autoritario, mientras que otros católicos son favorables al Segundo Imperio. Junto con otros opositores re-lanza una revista, Le Correspondant, que toma las banderas liberal-católicas con la divisa “Libertad civil y religiosa para todo el universo”, mientras que otro grupo de católicos —más integristas o ultramontanos—, con Veuillot a la cabeza, los atacan desde las páginas de L´Univers. Le Correspondant continúa con muchas ideas de L´Avenir, aunque se destacan algunos aspectos nuevos. Por ejemplo, desde sus páginas se exalta el modelo inglés y norteamericano de gobierno, como también lo habían hecho Montesquieu y Tocqueville en su obra política. Montalembert se entronca en esta línea —que conocía bien a través de su familia escocesa— en que los “doctrinarios franceses” miran a Inglaterra y a Estados Unidos como inspiración en el terreno político y constitucional.

También en estos años escribe Montalembert un célebre opúsculo titulado De los intereses católicos en el siglo XIX. Allí afirma que el absolutismo es “de todos los gobiernos el que siempre ha expuesto a la Iglesia a los mayores peligros”. Defiende que, sin libertad, no habrá salvaguarda de los intereses católicos, pero que la Iglesia no puede gozar de esta libertad si no se concede a todos. Recordemos un párrafo memorable de esta obra: “Bajo un gobierno liberal, La Iglesia no domina en el orden político y esta dominación no está dentro de sus deseos ni de sus intereses, si bien tiene algo que vale mil veces más que el poder: derechos. Los católicos no son los amos: se ven obligados a contar con mucha gente pero en cambio se cuenta con ellos y, lo que es mil veces mejor, aprenden a contar un poco consigo mismos. A la larga, como lo que reclaman es legítimo y al mismo tiempo sensato, terminan por triunfar. Mas hay que saber discutir, razonar, combatir, esperar, hacer uso, a un tiempo, de coraje y de paciencia, enfrentarse a temibles adversarios”[20].

Debido a la publicación de un artículo donde exalta la libertad de los parlamentarios británicos y critica la política imperial autoritaria, Montalembert es acusado de incitar al “desprecio del gobierno” y de “atacar los derechos y la autoridad que el Emperador tiene en virtud de la constitución y el sufragio universal”. Se lo condena a prisión y multa, aunque finalmente sus penas son conmutadas por el Emperador. No obstante, debido a sus méritos literarios, llega más tarde a integrar la Académie française, en donde luego se le unirán Lacordaire y Monseñor Dupanloup.

En 1863 es invitado a un congreso a Malinas, Bélgica, donde pronuncia un famoso discurso que ha sido considerado una especie de manifiesto del liberalismo católico. Allí reafirma con elocuencia y ardor la defensa de la libertad de conciencia, la independencia de la Iglesia respecto del poder político, la libertad de prensa y de enseñanza, a su juicio muy beneficiosas para la propia Iglesia. Allí proclamó el ideal de “Una Iglesia libre en un Estado libre[21]. En su discurso exalta la Constitución belga de 1831, a la que tanto habían contribuido los católicos, y sus cuatro libertades: libertad de enseñanza, de asociación, de prensa y de cultos. También afirmó —en clave profética— que: “El futuro de la sociedad moderna depende de dos problemas: corregir la democracia por la libertad y conciliar el catolicismo con la democracia”.

Su discurso suscita vivas reacciones de apoyo, pero también de ataque por parte de los integristas, entre los que podemos mencionar a los jesuitas de la Civiltá Cattolica y al periodista francés Veuillot que dirigía l´Univers.

El conde de Montalembert, entristecido por las posiciones vaticanas emergentes de la encíclica Quanta cura y el Syllabus que muchos veían como una condena a las ideas de los liberal-católicos y que —como veremos— Monseñor Dupanloup se encargará de poner en sus justos términos, se consagra a sus trabajos históricos sobre el monacato occidental y, en especial, sobre san Bernardo, que no logra terminar, cuando —afectado por una enfermedad que sufrió muchos años— muere en 1870, poco antes de la caída del Segundo Imperio.

Monseñor Dupanloup

Monseñor Dupanloup fue un inteligente prelado francés, dedicado a la educación de la juventud y a su ministerio sacerdotal. Cobró fama por haber obtenido, aparentemente, la retractación y reconciliación con la Iglesia de Talleyrand —el acomodaticio y cínico diplomático que pasó por todos los gobiernos franceses— en su lecho de muerte. Simpatizaba con muchas ideas del liberalismo católico, particularmente en lo que hacía a la libertad de enseñanza. Junto a Montalembert, colabora en la redacción de la ley Falloux que reconocerá la libertad de enseñanza. Años más tarde es elegido obispo de Orléans y también llega a ocupar un sitial en la Académie française.

Es interesante que Albino Luciani (luego Papa Juan Pablo I) le dirige una de sus simpáticas cartas en su conocida obra “Ilustrísimos señores” donde dice: “Se llevó a cabo en Francia una campaña en favor de la libertad de enseñanza, y Lacordaire, Montalembert y Falloux le tuvieron a su lado en la lucha y en la victoria. Salió el Syllabus de Pío IX, suscitando reacciones dolorosas en amplios sectores. Usted hizo un comentario del mismo tan moderado y juicioso, que aplacó en parte la tempestad, logrando el aplauso de más de seiscientos obispos y la aprobación del mismo Pío IX[22].

Monseñor Dupanloup, como hemos mencionado, será siempre recordado por un célebre opúsculo que escribió a poco tiempo de la difusión del Syllabus. El Syllabus generó una enorme reacción en los círculos católicos en toda Europa. Fue publicado junto a la encíclica Quanta cura pero, a diferencia de las encíclicas, que eran textos largos y difíciles de leer para los legos, el Syllabus era una lista clara y fulminante de 80 proposiciones condenadas, lo que lo hacía ideal para su reproducción por los periódicos, en especial por los medios anti-católicos que lo propagaban con titulares sensacionalistas.

El Syllabus, según explicaba el Cardinal Antonelli, Secretario de Estado de la Santa Sede, en la carta que acompañaba el envío del documento a todos los obispos, es un catálogo de errores modernos tomado de anteriores pronunciamientos de los Papas para servir de referencia a los católicos de todo el mundo. El Syllabus[23] reiteraba condenas contra los errores filosóficos de la época, como el panteísmo, el naturalismo, el indiferentismo, el racionalismo, etc. Pero el documento también condenaba, por ejemplo, las siguientes proposiciones: “Es lícito negar la obediencia a los gobernantes legítimos, e incluso rebelarse contra ellos” (63). “La Iglesia debe estar separada del Estado, y el Estado debe estar separado de la Iglesia” (55).

El capítulo más sensible del Syllabus, desde el punto de vista político, era el décimo, titulado “Errores referentes al liberalismo moderno”. Allí, por ejemplo, se condenaba la proposición siguiente: “En la época actual no es necesario ya que la religión católica sea considerada como la única religión de Estado, con exclusión de todos los demás cultos” (77). También se censuraba la libertad de cultos y la libertad de expresión e imprenta, para finalizar con la sorprendente condena de esta proposición: “El Romano Pontífice puede y debe reconciliarse y transigir con el progreso, el liberalismo y la civilización moderna” (80)[24].

Mientras que los católicos liberales moderaron el sentido del documento, los católicos intransigentes o integristas lo radicalizaron y clamaban victoria sobre el bando más liberal. El Syllabus había producido una verdadera tempestad en la Iglesia.

Hay buenos estudios históricos de la reacción en toda Europa frente al Syllabus, así como sobre la elaboración del documento, debida a la pluma de un teólogo ultra-conservador barnabita llamado Bilio[25]. Entre estos estudios, se destacan las investigaciones del canónigo belga Roger Aubert sobre la gran influencia de Monseñor Dupanloup[26] en la recepción y posterior interpretación del Syllabus.

A poco tiempo de salir el Syllabus, Monseñor Dupanloup —ya un hombre de 62 años— trabajó día y noche durante un mes en un opúsculo llamado La convención del 15 de septiembre y la encíclica del 8 de diciembre, que vio la luz en enero de 1865[27]. Se agotó en semanas y se publicaron más de 34 ediciones, así como muchas traducciones a otros idiomas. Fue un best-seller en la época.

En la obra, Dupanloup —con astucia— ataca las interpretaciones anti-clericales de los periodistas demostrando que violaban principios elementales de hermenéutica teológica, las reglas de la lógica e incluso las directivas del Cardenal Antonelli para la interpretación del documento y sus proposiciones, sacandolas de contexto. Implícitamente atacaba también las interpretaciones de los integristas o intransigentes, aunque sin mencionarlos expresamente. Monseñor Dupanloup asumió así el carácter del primer defensor del Pontífice frente a quienes, sea periodistas anti-católicos o católicos ultramontanos, querían ver en el documento una condena absoluta al mundo moderno y al liberalismo. Muestra que era posible una interpretación benigna, si se quiere moderada o conciliadora, del documento papal.

El opúsculo de Dupanloup apela a distinciones propias de la lógica aristotélica, como que la condena de una proposición no implica la afirmación de su contraria, sino de su contradictoria. También recurre al principio de que deben leerse las proposiciones en su contexto y el de los documentos de donde fueron extraídas (ya que fueron sacadas de otros documentos pontificios citados en el Syllabus que deben necesariamente considerarse para una recta interpretación), observando todos los matices del caso, así como apela también a la distinción entre “tesis” e “hipótesis”, corriente en la época, que explicaremos más adelante[28]. Para Monseñor Dupanloup, el Syllabus y los documentos de donde fueron extraídas las proposiciones del catálogo de errores son documentos redactados por teólogos y, por ende, deben siempre interpretarse modo theologico, esto es, con muchas distinciones escolásticas y con adecuada sutileza hermenéutica.

Podemos citar algunos pasajes del opúsculo para darnos una idea del estilo y la argumentación:

Es una regla elemental de interpretación que la condena de una proposición, reprobada como falsa, errónea, e incluso como herética, no implica necesariamente la afirmación de su contraria, que podría ser frecuentemente otro error; sino solamente de su contradictoria. La proposición contradictoria es aquella que simplemente excluye la proposición condenada. La contraria es aquella que va más allá de esta simple exclusión. ¡Pues bien! Es esta regla vulgar la que parece no haberse ni siquiera supuesto en las inconcebibles interpretaciones que se nos hacen de la Encíclica y del Syllabus desde hace tres semanas. El Papa condena esta proposición: “Está permitido rehusar la obediencia a los príncipes legítimos”. Se finge que de allí se concluye que, según el Papa, rehusar la obediencia no está permitido jamás, y que siempre se debe inclinar la cabeza ante la voluntad de los príncipes. Esto es dar un salto al último extremo de la contraria, y hacer consagrar por el Vicario de Jesucristo el despotismo más brutal, y la obediencia servil a todos los caprichos de los reyes. Esto es la extinción de la más noble de las libertades, la santa libertad de las almas. ¡Y he aquí lo que lo se le hace afirmar al Papa!

Así, el Papa condena la siguiente proposición: “El Pontífice Romano puede y debe reconciliarse y transigir con la civilización moderna”. Luego, se concluye, el Papado se declara enemigo irreconciliable de la civilización moderna. Todo aquello que constituye la civilización moderna es, según los periódicos, enemigo de la Iglesia, condenado por el Papa. Esta interpretación es, simplemente, una absurdidad. Las palabras que sería necesario subrayar aquí son reconciliarse y transigir. En aquello que nuestros adversarios designan bajo ese nombre tan vagamente complejo de civilización moderna, hay cosas buenas, indiferentes, y hay también cosas malas. Decir que el Papa tiene que reconciliarse con lo que es bueno o indiferente en la civilización moderna sería una impertinencia y una injuria, como si uno dijera a un hombre honesto: “reconcíliate con la justicia”. Con lo que es malo, el Papa no puede ni debe reconciliarse ni transigir. Pretenderlo sería un horror. […] Del mismo modo, en la misma proposición 80 existen otras palabras igualmente vagas y complejas como progreso y liberalismo. Aquello que de bueno puede haber en estas palabras y en estas cosas, el Papa no las rechaza; de aquello que es indiferente, él no tiene porqué ocuparse; aquello que es malo, él lo reprueba; este es su derecho y su deber[29].

La distinción entre “tesis” e “hipótesis” que hace Dupanloup —y que ya había sido hecha por otros teólogos y que predominará hasta el Concilio Vaticano II— básicamente consiste en que por “tesis” se entendía la doctrina tradicional e integralmente católica, según la comprensión de entonces, por ejemplo, la defensa del Estado confesional católico y del principio de que únicamente la verdad tiene derecho a existir, lo que implicaba la negación de un “derecho” propiamente tal a la libertad religiosa para quienes no profesan la verdadera religión. Por “hipótesis” se entendía la aceptación de formas de obrar y reivindicaciones modernas, una especie de modus vivendi o “tolerancia” con la cultura moderna, sobre todo allí donde los católicos se hallaban en minoría, pero que pretendía salvar en el plano doctrinal los principios —la “tesis”— de la tradición católica. Era una solución pragmática pero algo “esquizofrénica” y “poco transparente”, como dice el padre Rhonheimer[30].

La Declaración Dignitatis humanae sobre la libertad religiosa[31], del Vaticano II abandona definitivamente esta distinción ya que, en el caso de la libertad religiosa, desliga el nexo entre derecho a la libertad religiosa y verdad. Este documento no hace depender el derecho a la libertad religiosa de la verdad de la religión que se confiesa, concediendo como mucho una “tolerancia” a los miembros de otras religiones o a los ateos o a quienes están en el error, sino que atribuye igualmente ese derecho a quienes no buscan la verdad de ningún modo, puesto que lo consagra como un derecho de la persona a seguir la propia conciencia en materia religiosa, buscando a Dios libremente y sin injerencia ni coerción del estado, aun en el caso de que, desde el punto de vista de la verdad religiosa, su conciencia sea errónea[32], culpable o inculpablemente. Hay quienes han visto en este cambio una ruptura o discontinuidad con la tradición anterior al Vaticano II y otros que, en cambio, lo consideran una reforma en la superficie pero que revela una continuidad más profunda con la verdadera tradición cristiana[33]. En el caso argentino, la libertad religiosa (o “libertad de cultos”, como se la llamaba en la época) fue —cabe recordar— una de las cuestiones más discutidas en la Convención Constituyente que sancionó la Constitución de 1853[34].

La repercusión de la obra de Dupanloup fue enorme. Alrededor de 630 obispos le escribieron para felicitarlo. Pío Nono, en una conversación privada, elogió el libro como un comentario sólido[35] y, pocos días luego de la aparición de la obra, dirigió un breve pontificio (una especie de carta) a su autor[36], en que alaba la forma “estudiosa y acertada” en que comentó el documento así como las “calumniosas interpretaciones” que la obra de Dupanloup ataca. También Joaquín Pecci, el futuro León XIII, dirigió en ese momento una felicitación a Monseñor Dupanloup por su opúsculo[37].

Los católicos más intransigentes y extremos —sin embargo— siguieron atacando a Dupanloup y a su comentario. Así lo hicieron, por ejemplo, el periodista ultramontano Louis Veuillot en su libro La ilusión liberal (1866) o el libro del sacerdote catalán Félix Sardá y Salvany llamado El liberalismo es pecado (1884), que tuvo gran difusión.

Pero lo cierto es que la intervención de Dupanloup salvó al movimiento católico liberal francés del fracaso al que lo hubieran conducido interpretaciones más extremas del Syllabus. Su prestigio de prelado moderado, de buenas maneras e increíble sagacidad, así como la cantidad de elogios que cosechó su obra, contribuyeron al inolvidable papel que jugó en esta encrucijada entre el catolicismo y el liberalismo decimonónico, ayudando a una inteligente interpretación del Syllabus.

Lamennais

Hemos dejado para el final a quien fue uno de los iniciadores del movimiento. En su juventud fue favorable a la restauración del absolutismo monárquico, pero su defensa de los derechos del papa en materia religiosa frente a la postura tradicional “galicana” (entendiendo por tal aquella que da al rey francés amplios derechos en materia eclesiástica en la elección de obispos, en forma similar al “patronato regio” español) lo llevó a inclinarse por tesis más liberales y a preconizar la separación de la Iglesia y del Estado. Ante todo, precisamente, en defensa del Papa, y contra la postura de buena parte del episcopado francés, que había mantenido un “galicanismo” que daba poder en materias eclesiásticas al rey — bajo el Antiguo Régimen y la Restauración— o al emperador, bajo Napoleón o su émulo Napoleón III en el Segundo Imperio.

Felicité de Lamennais —“Feli” como se lo conocía— fue un personaje de carácter ardiente, con gran carisma y talento de escritor, pero intransigente y difícil. Se destacó como un gran apologista y polemista, reuniendo un grupo de seguidores muy entusiasta, como hemos visto, en el lanzamiento del periódico L´Avenir.

Cuando Gregorio XVI no acogió sus peticiones de respaldo a la línea de la revista, lo tomó como un golpe terrible y, contrariamente a Lacordaire o Montalembert, se enfureció con el Papa y lo atacó en su libro Palabras de un creyente publicado en 1834. Gregorio XVI condenó sus ideas más extremas en la encíclica Singulari Nos (1834). Rompió entonces con la Iglesia, abandonó el sacerdocio y se vinculó con otros círculos, como el de George Sand. Poco a poco abrazó ideas más radicales y postuló una especie de cristianismo sin Iglesia. Nunca se reconcilió con la Iglesia y pidió ser enterrado sin rito alguno. Los opositores al liberalismo católico siempre lo han tomado de punto, remarcando adónde lo habían conducido sus ideas liberales[38].

Pese a su triste final, no cabe quitarle mérito como uno de los que primero abogó con vehemencia por la idea de conciliar ciertos aspectos del liberalismo con el catolicismo. Pero su defección y alejamiento de los ideales del movimiento hacen que no pueda tomarse a Lamennais como el único —ni el mejor— exponente del liberalismo católico francés del siglo XIX.

La escuela de Angers

Por último, una breve referencia al tema de la “cuestión social”. Ante el surgimiento de la llamada “cuestión social”, como hemos visto, diversos sectores del catolicismo fueron posicionándose de modo diverso para encarar el desafío que planteaba a la Iglesia la situación de los obreros y de las corrientes socialistas, tanto en los aspectos prácticos y de acción social como en el análisis teórico del nuevo fenómeno. Entre las muchas orientaciones y posturas que surgieron en el siglo XIX, previo a la encíclica Rerum novarum, algunos pensadores conectados con el liberalismo católico se interesaron por estos temas.

Una escuela notable fue la llamada “escuela de Angers”. Está emparentada también con un grupo de empresarios y pensadores belgas y del norte de Francia, entre los cuales los más conocidos son el empresario León Harmel y el economista belga Charles Périn.

Périn fue un profesor de derecho y economía en la universidad de Lovaina, cuyas obras sobre economía política alcanzaron cierta fama en su época[39] y fueron muy seguidas por los católicos belgas. Era contrario al intervencionismo estatal en la economía y favorable a la defensa de la propiedad privada y a los mecanismos de mercado en la ordenación de la economía, pero reconociendo que la economía debe estar sujeta a la moral cristiana.

La “escuela de Angers”, a su vez, contaba con el impulso del obispo de esa ciudad francesa, Monseñor Freppel, que se oponía a las tendencias intervencionistas y corporativistas de otros sectores del catolicismo social francés[40]. Freppel enseñó teología en la Sorbona y fue diputado. Fundó la universidad del Oeste de Francia con sede en Angers. Creó una sociedad de economistas católicos llamada “Sociedad católica de economía política y social”[41] de la cual fue primer presidente y uno de cuyos primeros vicepresidentes sería Monseñor d´Hulst, fundador y primer rector del Instituto Católico de París. La integraron, entre otros, el padre capuchino Ludovic de Besse, un pionero del microcrédito y del crédito mutual, y varios juristas y economistas liberal-católicos. Monseñor Freppel resumió, en su inauguración, el programa de la asociación en “libertad de trabajo, libertad de asociación con todas sus consecuencias legítimas, intervención del estado limitada a la protección de los derechos y a la represión de los abusos”.

El lema de Monseñor Freppel era “Justicia, Caridad, Libertad”. Sostenía que el estado sólo debía intervenir para la protección de los derechos y ante abusos contrarios a la ley, puesto que una excesiva intervención del estado en la economía producía males mayores que los que se querían remediar. Criticaba que el estado pudiera determinar obligatoriamente los salarios y los márgenes de utilidad de las empresas, y así controlar toda la vida económica de un país. Confiaba más en la iniciativa privada y resistía el socialismo y lo que llamaba el “moderno error de la omnipotencia estatal”. También ponía énfasis en la distinción entre los deberes de caridad cristiana y aquellos que son deberes de estricta justicia, considerando que el estado no podía imponer la caridad y que la ley humana no es sustituto de la caridad cristiana. “La libertad nos basta”, decía Freppel.

Estas corrientes se oponían a las posiciones más intervencionistas de la “escuela de Lieja” en Bélgica[42] o a pensadores de impronta más corporativista o paternalista como La Tour du Pin y Albert de Mun. El debate entre estas escuelas fue muy intenso en los congresos de Lieja y de Angers de septiembre y octubre de 1890, en vísperas de la publicación de Rerum novarum. Las diversas corrientes confluyen, con cierto grado de equilibrio, en la redacción de esta encíclica, como veremos.

La situación bajo León XIII

Dado que vamos llegando al tramo final de esta exposición, creemos bueno analizar cómo evolucionó la doctrina social de la Iglesia en diálogo con el liberalismo católico durante el papado de León XIII. León XIII fue elegido como un papa de transición por su edad y su estado de salud, pero finalmente su pontificado duró veinticinco años y quizás fue el más importante del siglo XIX. Inauguró un cambio de actitud, más contemporizador, frente a los problemas políticos y sociales de su época, y buscó tender puentes entre la Iglesia y los estados demoliberales de su época.

En su primera encíclica social Quod apostolici muneris (1878) defiende la propiedad privada y condena el socialismo. Pero su gran aporte a la doctrina social católica fue su encíclica Rerum novarum (1891) donde reconoce con claridad el derecho natural a la propiedad privada, condena la lucha de clases y el socialismo, y reconoce el derecho de los trabajadores a un salario justo y a asociarse para la defensa de sus intereses, incluso en asociaciones compuestas únicamente por obreros. Si bien no podemos entrar en un análisis detallado de Rerum novarum, sobre la cual existen importantes estudios acerca de su redacción e impacto[43], sí cabe señalar su marcado carácter anti-socialista y la influencia que algunas ideas de la vertiente liberal del pensamiento social católico de la época tuvieron en ella. En Rerum novarum confluyen varias líneas de redacción, diseccionadas por los estudiosos, y en su texto final se alcanza un moderado equilibrio entre puntos de vista dispares, que siguen presentes y en tensión dentro del catolicismo.

Cabe destacar que el adversario explícito de la Rerum novarum es el socialismo, y no tanto el liberalismo. Basta leer el comienzo de la primera parte: “Para solucionar este mal, los socialistas, atizando el odio de los indigentes contra los ricos, tratan de acabar con la propiedad privada de los bienes, estimando mejor que, en su lugar, todos los bienes sean comunes y administrador por las personas que rigen el municipio o gobiernan la nación” (2)[44]. La encíclica desarrolla toda una defensa de la propiedad privada como un derecho anclado en la misma naturaleza humana, sobre la línea tomista[45], y alienta la “difusión de la propiedad” como remedio a los males de la cuestión social.

Frente al liberalismo extremo, insiste en los derechos de los trabajadores con un papel muy activo de las “asociaciones” como canal más adecuado para salvaguardar los derechos de los obreros, sólo justificando la intervención de la autoridad pública “si las circunstancias lo pidieren” (32). Es reflejo así de las diversas líneas doctrinales sobre la intervención estatal entre los católicos de la época, buscando un equilibrio entre ellas. Según algunos historiadores, la encíclica favorece más a los partidarios de la “escuela de Lieja” frente a la “escuela de Angers”, pero la prudencia del texto muestra que León XIII quiso ser muy cuidadoso de no tomar demasiado partido por ninguna escuela en particular y no favorecer una excesiva intervención estatal como la que reclamaba el socialismo o el catolicismo social más paternalista, defendiendo —en cambio— la difusión de la propiedad privada y las asociaciones “voluntarias” como base del remedio de la cuestión social. Algunos estudiosos han visto así trazos de la influencia de la línea más mitigada de liberalismo de la “escuela de Angers” en la encíclica[46]. Es claro que Rerum novarum no puso fin a los debates entre los católicos en torno a estos temas y en aspectos de detalle de la regulación legal del contrato de trabajo, la asistencia social y las asociaciones de trabajadores, y mucho menos en lo que respecta al grado de intervención estatal en la economía.

Este equilibrio de Rerum novarum se nota también en el tema de si las asociaciones debían ser “mixtas” (de patrones y obreros reunidos), en un modelo más corporativista propio de los antiguos “gremios” o “corporaciones” medievales, o compuestas sólo por obreros. Al parecer, a último momento, León XIII introdujo un cambio que quitó el importante sesgo del texto de la encíclica hacia las asociaciones “mixtas” en favor del “sindicalismo” puramente obrero[47]. Y la encíclica se inclina, además, por la plena “libertad de asociación” sindical al favorecer asociaciones “voluntarias”, y por el “pluralismo sindical” —como defendía la escuela de Angers— frente a otras corrientes más paternalistas que confiaban en una organización “corporativa” de la economía impuesta por la autoridad o en sindicatos únicos impuestos por la ley.

En la esfera política, León XIII adopta posturas más matizadas en torno al liberalismo político. Si bien no deja de atacar las raíces filosóficas naturalistas y racionalistas de ciertos tipos de liberalismo en su encíclica Libertas praestantissimum (1888), que no son el tipo de liberalismo sostenido por los autores del liberalismo católico francés del siglo XIX (excepción hecha de Lamennais cuando se aparta de la Iglesia), León XIII se convence de modo definitivo de que los católicos franceses, en gran parte monárquicos y hostiles a la república, deben adherir al régimen republicano para luchar contra el anticlericalismo desde adentro.

A ellos les dirige, un año después de la Rerum Novarum, en 1892, la encíclica Au milieu des sollicitudes donde propone el famoso “ralliement”, es decir, la “adhesión” de los católicos al régimen republicano de la Tercera República francesa[48]. A partir de allí, los católicos franceses encuentran muchos canales para participar en la vida democrática de Francia a través de varios partidos y movimientos políticos. Así surge, muchos años más tarde, la “democracia cristiana”, no sólo en Francia sino en otros países europeos.

En la encíclica Inmortale Dei (1885) el Papa León XIII ya había afirmado la aceptación de las diferentes formas de gobierno por la doctrina cristiana y la indiferencia con respecto a éstas, y en Nobilissima Gallorum gens (1884) había invitado a los católicos a aceptar el régimen republicano pero a resistir con una enérgica acción política y todos los medios legales cualquier legislación vejatoria de los derechos de la Iglesia y de los padres de familia en materia educativa. A ellas se suman Diuturnum illud (1881), sobre el origen del poder, la ya citada Libertas praestantissimum (1888), sobre la libertad y los distintos tipos de liberalismo, y Sapientiae christianae (1890), sobre los deberes del ciudadano cristiano, todas anteriores a Rerum novarum, lo que muestra que los problemas de doctrina política parecían más urgentes que los de la cuestión social.

No podemos aquí reseñar todo el magisterio leoniano en cuestiones políticas[49]. Solo queremos destacar que León XIII afrontó con audacia y menor rigidez que sus predecesores los desafíos de la era democrática. En la encíclica Au milieu des sollicitudes va a pedir a los católicos franceses que acepten la república, puesto que es el poder constituido y, como tal, representa el poder derivado de Dios, sin que esto implique aceptar todas las leyes que éste promulgue (vg. la distinción entre el régimen político y la legislación que éste sanciona) y en esto pedía a los católicos —fueran monárquicos o republicanos— que aunaran sus esfuerzos para luchar contra la legislación anti-cristiana. En Sapientiae christianae, Diuturnum illud e Inmortale Dei invitó a los católicos a participar en política, a no quedarse al margen en una actitud de simple condena, reconociendo que puede haber un sano pluralismo político. En Libertas praestantissimum va a condenar a ciertos tipos de liberalismo filosófico, que conducen a un indiferentismo religioso o a un relativismo gnoseológico o moral, pero muestra mayor entendimiento que Pío Nono o Gregorio XVI con las formas más mitigadas de liberalismo político y con la doctrina de la “tolerancia” de otros cultos[50]. También cuida León XIII en Cum multa (1882)[51] y Graves de communi (1901) de advertir a los católicos que no deben envolver a la Iglesia en las luchas de los partidos políticos o identificar a la iglesia con ningún partido en particular o provocar disensiones o disputas entre los mismos católicos por sus inclinaciones políticas acusándose mutuamente entre ellos de ser malos católicos por sus opciones políticas[52].

El Papa León XIII incluso llegó a elogiar la situación de la Iglesia católica en los Estados Unidos en su carta pastoral Loginqua Oceani (1895)[53]. En dicha ocasión, el Pontífice reconoció que, a la promisoria situación de la Iglesia estadounidense, “han contribuido, además, eficazmente, hay que confesarlo como es, la equidad de las leyes en que América vive y las costumbres de una sociedad bien constituida. Pues, sin oposición por parte de la Constitución del Estado, sin impedimento alguno por parte de la ley, defendida contra la violencia por el derecho común y por la justicia de los tribunales, le ha sido dada a [dicha] Iglesia una facultad de vivir segura y desenvolverse sin obstáculos” (6)[54]. No obstante, a tono con la doctrina católica predominante como “tesis”[55] hasta el Concilio Vaticano II, León XIII advierte que: “aún siendo todo esto verdad, se evitará creer erróneamente, como alguno podría hacerlo partiendo de ello, que el modelo ideal de la situación de la Iglesia hubiera de buscarse en Norteamérica o que universalmente es lícito o conveniente que lo político y lo religioso estén disociados y separados, al estilo norteamericano”.

Como sabemos, la doctrina social católica en lo relativo a la democracia, a los derechos humanos y a las relaciones entre la iglesia y el Estado evoluciona durante todo el siglo XX. Pío XII —a finales de la Segunda Guerra Mundial— da un paso decisivo, y en su famoso radiomensaje de Navidad de 1944 acepta con decisión a la sana democracia como camino a la reconstrucción de Europa devastada por la guerra. Luego, en el Concilio Vaticano II, la Iglesia da un gran paso en el diálogo con el mundo moderno en Gaudium et spes (1963) y acepta la libertad religiosa en su declaración Dignitatis humanae (1965). Juan XXIII publica la Pacem in terris (1963) en que abraza de corazón la causa de los derechos del hombre. Juan Pablo II, en Centessimus annus (1991), hace —finalmente— una clara opción por los regímenes democráticos de gobierno, la división de poderes y la defensa de los derechos humanos que se prolonga hasta nuestros días[56].

Conclusión

Podría decirse que ciertas banderas de los liberales católicos franceses del siglo XIX fueron finalmente aceptadas por la Iglesia. Los hombres cuya historia recorrimos vivieron una época difícil para su fe y para sus convicciones políticas. Defendieron ideales que, a los ojos de algunos de sus contemporáneos, parecían anti-católicos o incluso heréticos. La encrucijada entre el catolicismo y la modernidad, que no debe confundirse necesariamente con el “iluminismo”[57], les presentó desafíos que parecían insuperables a muchos católicos de buena fe en el siglo XIX.

En efecto, como ha señalado con acierto el padre Leocata, muchas veces algunos sectores del catolicismo se han opuesto de modo global e incondicionado a ciertos desarrollos institucionales de la cultura política moderna, llevando al pensamiento católico al aislamiento y a la inacción en el diálogo con el mundo contemporáneo[58]. Muchas veces no se comprendió la tradición anglosajona del gobierno constitucional, que adopta nuestra Constitución argentina, en la cual la democracia va unida a las limitaciones del “rule of law”, en consonancia con la tradición medieval del gobierno “mixto” y de los fueros y libertades tradicionales. En las turbulencias y desavenencias del siglo XIX está quizás uno de los orígenes de la incomprensión entre la defensa de las libertades públicas modernas y de la democracia constitucional con la fe católica, sobre todo en España y América Latina[59].

La defensa de la libertad religiosa, de la libertad de enseñanza, de la libertad de prensa y de opinión, parecen hoy conquistas constitucionales indiscutibles. Sin embargo, en muchos países y lugares, incluso en Occidente, se encuentran todavía en jaque y son objeto de nuevas y tecnológicamente más sofisticadas amenazas.

Agradezcamos a estos precursores del liberalismo católico francés del siglo XIX por haber abierto el camino —dentro del catolicismo— a estos temas. Aprendamos de su ejemplo —y también de sus errores— porque la lucha por la fe y por la libertad es una batalla cotidiana que todos los hombres, en todos los tiempos, tienen que enfrentar. Como decía Monseñor Freppel: “Dios no nos pide la victoria, pero sí la lucha[60].

 

*Diego Serrano Redonnet es miembro del Consejo Consultivo del Instituto Acton; Abogado (UCA); Master en Derecho (LL.M.) (Universidad de Harvard). Socio de Perez Alati, Grondona, Benites & Arntsen. Profesor en la Universidad Católica Argentina.

 

  1. Martin Rhonheimer, Cristianismo y laicidad. Historia y actualidad de una relación compleja, Ed. Rialp, Madrid, 2009, pp. 79-80.
  2. El término “liberalismo” es polisémico y, sea que nos refiramos al liberalismo “político” o “económico”, se presta a innumerables equívocos y es insuficientemente descriptivo. Incluso hoy en día significa algo diferente en el mundo anglosajón que en el europeo o latinoamericano, sumando —si vamos al siglo XIX— connotaciones anticlericales, filosóficas o teológicas que hoy no necesariamente tiene. No se puede confundir al liberalismo político o económico, necesariamente, con el liberalismo filosófico propio del racionalismo iluminista o el indiferentismo religioso o con el liberalismo o modernismo como línea teológica, por más que haya autores liberales que puedan ser liberales en todos estos multívocos sentidos. No es el caso de los autores franceses del siglo XIX que examinamos, salvo quizás el caso de Lamennais cuando se separa de la Iglesia católica. Es un error confundir a cierto liberalismo filosófico —agnóstico o ateo— con todas las expresiones liberales de los siglos XIX, XX y XXI. En los siglos XX y XXI —y esto es una opinión puramente personal— sería quizás mejor hablar: (i) en lo político, de partidarios de la «democracia constitucional y republicana» (en sus variantes anglosajona o europea continental), y (ii) en lo económico, de partidarios de la «economía de mercado» o «economía libre» o «economía de empresa» (como hace Juan Pablo II en Centessimus annus). A veces, las discusiones sobre los «-ismos» sólo son válidas con innumerables distinciones y puntualizaciones históricas, que requieren delicadeza, buena fe y conocimiento, encendiéndose a veces los ánimos por cuestiones terminológicas y generando numerosos malentendidos. Por eso, a veces es mejor hablar de autores en concreto o discutir instituciones políticas o económicas concretas en una época histórica determinada para sacar conclusiones que sirvan eficazmente al diálogo o al debate maduro. Dicho esto, por “catolicismo liberal” a veces se entiende al modernismo teológico o bien al catolicismo próximo a la teología liberal protestante del siglo XIX. Por eso preferimos, pese a lo discutible del tema terminológico, la expresión “liberalismo católico” donde se pone el acento en las ideas liberales en lo político o económico de ciertos fieles católicos más que en una variedad del “catolicismo” en cuanto tal.
  3. Por ejemplo, el padre Lacordaire, el conde de Montalembert, Monseñor Dupanloup y Lamennais, tratados en este artículo, así como otros menos conocidos como Albert de Broglie, Monseñor Gerbet, el barón d´Eckstein y los representantes de la llamada escuela de Angers.
  4. Por ejemplo, Monseñor Sterckx y Charles Périn.
  5. Por ejemplo, Antonio Rosmini, Vincenzo Gioberti, Massimo d´Azeglio y Raffaele Lambruschini. Cf. Dario Antiseri, Il liberalismo cattolico italiano del Risorgimento ai nostri giorni, Rubettino, 2010.
  6. Por ejemplo, Ignaz von Döllinger, quien se apartó de la Iglesia al no aceptar el dogma de la infalibilidad pontificia declarado por el Concilio Vaticano I. Cf. Thomas Albert Howard, The Pope and the Professor: Pius IX, Ignaz von Döllinger, and the Quandary of the Modern Age, Oxford University Press, Oxford, 2017.
  7. Por ejemplo, Lord Acton. Cf. Josef L. Altholz, The Liberal Catholic Movement in England: The Rambler and Its Contributors. 1848-1864, Burns and Oates, London, 1962; Hugh A. Mac Dougall O.M.I., The Acton-Newman Relations: The Dilemma of Christian Liberalism, New York, Fordham University Press, 1962.
  8. Por ejemplo, los diputados a las Cortes de Cádiz (entre los que se destacan los padres Diego Muñoz Torrero y Joaquín Lorenzo Villanueva), Nicomedes Pastor Díaz, Fernando de Castro y Antonio Cánovas del Castillo. Cf. Felipe José de Vicente Algueró, El catolicismo liberal en España, Ed. Encuentro, 2012.
  9. Por ejemplo, Daniel O´Connell en Irlanda.
  10. En Argentina, por ejemplo, José Manuel Estrada. Cf. Juan Fernando Segovia, “Estrada y el liberalismo católico”, Anales de la Fundación Francisco Elías de Tejada, Nº 8, 2002, págs. 99-129; Néstor T. Auza, “Cristianismos y democracia. Un debate teológico-político a mediados del siglo XIX”, Teología, N° 64, 1994, págs. 193-237.
  11. Por ejemplo, Orestes Brownson. Cf. John Mc Greevy, Catholicism and American Freedom: A History, Nueva York-Londres, W.W. Norton Co., 2003.
  12. Citado por Juan María Laboa, Historia de la Iglesia, Tomo IV: Época contemporánea, B.A.C., Madrid, 2002, pág. 108.
  13. Lo reconoce Benedicto XVI, quien destaca el aporte de algunos liberales católicos como Rosmini, Gioberti y otros en la unificación de Italia. Cf. Discurso ante Giorgio Napolitano, en ocasión del 150° aniversario de la unificación política de Italia, 17 de marzo de 2011, disponible en: https://www.vatican.va/content/benedict-xvi/es/letters/2011/documents/hf_ben-xvi_let_20110317_150-unita.html).
  14. Saretta Marotta, Il non expedit, en «Cristiani d’Italia. Chiese, società, stato (1861-2011)», a cura di A. Melloni, Istituto della Enciclopedia Italiana Treccani, Roma 2011, Vol. 1, págs. 215–235.
  15. Cf. Jean-Baptiste Duroselle, Les débuts du catholicisme social en France, 1822-1870, P.U.F., Paris, 1951; Roger Aubert, Catholic Social Teaching: An Historical Perspective, Marquette University Press, 2003, págs. 75-111 y 135-160.
  16. Cf. Marcel Prélot (con la colaboración de Françoise Gallouédec Genuys), Le libéralisme catholique, Armand Colin, Paris, 1969; Georges Weill, Histoire du catholicisme libéral en France 1828-1908, F. Alcan Éd., Paris, 1909; Lucien Jaume, L’individu effacé: Ou le paradoxe du libéralisme français, Librairie Arthème Fayard, 1997, págs. 254-375.
  17. Es sabido que Friedrich Hayek propuso inicialmente denominar la que posteriormente sería la Mont Pelerin Society como “The Acton-Tocqueville Society” en homenaje a estos dos pensadores liberales y católicos del siglo XIX. Cf. Diego M. Serrano Redonnet, “Política, democracia y religión en Tocqueville”, Libertas, Buenos Aires, Nº 44 (Mayo 2006), págs. 81-121, disponible en: https://www.eseade.edu.ar/wp-content/uploads/2016/08/Diego-Serrano-Redonnet-ultima-version.pdf.
  18. Cf. Aurelian Crautu, Liberalism under Siege: The Political Thought of the French Doctrinaires, Lexington Books, Lanham, 2003; Luis Díez del Corral, El liberalismo doctrinario, 4ta edición, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 1984.
  19. Cf. Acción Católica Española, Colección de Encíclicas y Cartas Pontificias, Ed. Poblet, Buenos Aires, 1944, págs. 37-48.
  20. Citado por Marcel Prélot, Historia de las ideas políticas, La Ley, Buenos Aires, 1971, p.564.
  21. Fórmula que toma el conde de Cavour y luego desnaturaliza. Cf. Martin Rhonheimer, op. cit, pág. 138.
  22. Albino Luciani (Juan Pablo I), Ilustrísimos señores, Jandepora ePub, 1976, pág. 234.
  23. Cf. Doctrina Pontificia II: Documentos políticos, B.A.C., Madrid, 1958, págs. 3-38, para los textos de Quanta cura y el Syllabus.
  24. Tiene por fuente la Alocución Jamdudum cernimus de Pío IX a los cardenales en el consistorio privado de fecha 18 de marzo de 1861. Allí el Papa entiende por “civilización” un “sistema a establecido a propósito para debilitar y acaso destruir la Iglesia de Jesucristo”.
  25. Véase, por ejemplo, Giacomo Martina, Pío IX (1851-1866), Ed. Pontificia Universitá Gregoriana, Roma, 1986, pp. 287-356; Damian McElrath, The Syllabus of Pius IX. Some Reactions in England, Publications Universitaires de Louvain, Louvain, 1964.
  26. Cf. Roger Aubert, “Monseigneur Dupanloup et le Syllabus”, Revue d´histoire ecclésiastique 60 (1956), págs. 79-142, 471-512 y 837-915; Marvin R. O´Connell, “Ultramontanism and Dupanloup: The Compromise of 1865”, Church History, 53 (1984), págs. 200-217.
  27. La convention du 15 septembre et l´encyclique du 8 décembre, Paris, disponible en https://archive.org/details/laconventiondus02dupagoog y en castellano disponible en: https://www.scribd.com/doc/294264974/Dupanloup-comentario-al-Syllabus.
  28. Cuántas veces la doctrina social de la iglesia se sigue interpretando hoy en día sin atención al contexto histórico y eclesial de los documentos y sin una adecuada hermenéutica, propia de su carácter teológico-moral y de su necesaria referencia a conocimientos propios de las ciencias sociales, así como sin hacer una adecuada distinción entre el nivel doctrinal o de principios y el nivel prudencial o de aplicaciones prácticas. Cf. Orientaciones para el estudio y enseñanza de la Doctrina Social de la Iglesia en la formación de los sacerdotes, de la Sagrada Congregación para la Educación Católica, publicado el 30 de diciembre de 1988.
  29. Citamos según la traducción de Ricardo Corleto OAR.
  30. Cf. Martin Rhonheimer, Cristianismo y laicidad. Historia y actualidad de una relación compleja, Ed. Rialp, Madrid, 2009, pp. 90-92. Sobre la “tesis doctrinal” y la “hipótesis pastoral”, cf. Guillaume Cuchet, “«Thèse» doctrinale et «hypothèse» pastorale. Essai sur la dialectique historique du catholicisme à l’époque contemporaine”, Recherches de Science Religieuse, 2015/4 (Tome 103), págs. 541 – 565.
  31. Resulta interesante destacar que el jesuita John Courtney Murray, uno de los impulsores de la declaración Dignitatis Humanae sobre la libertad religiosa del Concilio Vaticano II, conocía y valoraba la obra del historiador liberal-católico Lord Acton. Lord Acton tiene como uno de los ejes de su pensamiento y de su investigación histórica a la libertad religiosa y de conciencia.
  32. Martin Rhonheimer, op. cit., págs. 92-93.
  33. Cf. Martin Rhonheimer, “Benedict XVI´s ¨Hermeneutic of Reform” and Religious Freedom”, en The Common Good of Constitutional Democracy. Essays in Political Philosophy and on Catholic Social Teaching, The Catholic University of America Press, Washington D.C., 2013, págs. 429-454; Gabriel J. Zanotti, “Vaticano II y magisterio anterior: continuidad, dis-continuidad o ¿cuándo aprenderemos?”, en Mario Silar, Jorge E. Velarde Rosso y Gabriel J. Zanotti, Estado liberal de derecho y laicidad. Comentarios a algunas de las intervenciones más audaces de Benedicto XVI, Instituto Acton Argentina-Centro Diego de Covarrubias, Buenos Aires-Madrid, 2013, págs. 237-248.
  34. En el ámbito de la Convención Constituyente de 1853 fue objeto de intenso debate el texto del artículo 2 y la consagración expresa de la libertad de cultos en los artículos 14 y 20. El debate sobre el tratamiento constitucional de estos temas estuvo presente en siete de las trece sesiones de la Asamblea Constituyente. Dejando parcialmente de lado los antecedentes de las constituciones anteriores y la propia propuesta del proyecto de Alberdi, que declaran expresamente al catolicismo como religión de Estado, los constituyentes de 1853 adoptaron una formulación menos confesional. El convencional Gorostiaga, al defender el texto propuesto para el artículo 2, dijo que la norma sólo imponía la obligación de sostener el culto católico, y que ello presupone el hecho incontestable y evidente de que esa religión era la dominante y la de la mayoría de sus habitantes; en cambio, la declaración que se proponía en el sentido de afirmar que la religión Católica era la del Estado, “sería falsa porque no todos los habitantes de la Confederación ni todos los ciudadanos de ella, eran católicos, puesto que el pertenecer a la Comunión Católica jamás había sido por nuestras leyes un requisito para obtener la ciudadanía”. Agregó que “tampoco puede establecerse que la Religión Católica es la única verdadera; porque este es un punto de dogma, cuya decisión no es de la competencia de un Congreso político que tiene que respetar la libertad de juicio en materias religiosas y la libertad de Culto según las inspiraciones de la conciencia”. Al finalizar su exposición sostuvo Gorostiaga que “se había dicho con razón que la religión o nuestras obligaciones con el Creador, lo mismo que la manera de cumplirlas, no pueden ser dictadas, sino por la razón y la convicción, y no por la fuerza y la violencia. Los derechos de la conciencia están fuera del alcance de todo poder humano; que ellos han sido dados por Dios y que la autoridad que quisiese tocarlos, violaría los primeros preceptos de la religión natural y de la religión revelada”. La redacción del artículo 2 no dejó de ser original y novedosa para la época y suscitó diversas reacciones. En Catamarca, el gobernador se inclinaba por rechazar la Constitución porque era contrario a la libertad de cultos que ésta adopta y encomendó a un joven fraile franciscano de 27 años que pronunciara un sermón el mismo día previsto para la jura de la Constitución. Contra todos sus pronósticos, el joven sacerdote —que era el hoy beato Fray Mamerto Esquiú— instó a la población a apoyar la nueva Constitución en una histórica homilía. Tomo estas referencias de Alfonso Santiago, “Fray Mamerto Esquiú y la tradición constitucional”, revista Criterio, N° 2470, Año 2020.
  35. Marvin R. O´Connell, op. cit., págs. 215-217
  36. Breve Ita, Venerabilis Frater de Pío IX, de fecha 4 de febrero de 1865. El breve pontificio se incluyó en gran parte de las ediciones de la obra de Dupanloup. Disponible en latín y traducción francesa en: https://archive.org/details/laconventiondus02dupagoog/page/n13/mode/2up?view=theater.
  37. Reproducida por Roger Aubert, op. cit., p. 915.
  38. Por ejemplo, Julio Meinvielle, De Lamennais a Maritain, 2da. edición corregida y aumentada, Ed. Theoría, Buenos Aires, 1967.
  39. Entre sus obras principales se encuentran: De la richesse des sociétés chrétiennes, 2de édition, 1868; Les économistes, les socialistes et le christianisme, 1845; Les doctrines économiques depuis un siècle, 1880; y Premiers principes d’économie politique, 2de édition, 1896 (todas disponibles en gallica.bnf.fr y publicadas por Librairie Lecoffre). Cf. Justin Fèvre, Charles Périn, créateur de l’économie politique chrétienne, Arthur Savaète éd., París, 1903 (también disponible en gallica.bnf.fr).
  40. Cf. Daniel Vicent Frascella, “The Social Doctrine of Bishop Charles Freppel and the School of Angers”, doctoral dissertation, The Catholic University of America, Washington, D.C., 2012.
  41. Asimismo, en el ámbito de la escuela de Angers, se había creado una “Sociedad de jurisconsultos católicos” que publicaba desde 1872 una Revue catholique des institutions et du droit que servía como órgano de difusión de muchas ideas de juristas y economistas de la escuela.
  42. Auspiciada por Monseñor Doutreloux, obispo de Lieja, y que contaba con el apoyo de importantes prelados como el Cardenal Gibbons de los Estados Unidos (famoso por su apoyo a la primera agrupación de trabajadores norteamericanos, los Knights of Labor), el Cardenal Manning de Inglaterra (conocido por haber mediado en una célebre huelga de trabajadores portuarios) y el Cardenal Mermillod de Suiza (que había impulsado el grupo de estudios sociales de Friburgo).
  43. Cf. Gabriele Antonazzi y Giovanni de Rosa, L ́ enciclica Rerum Novarum e il suo tempo, Roma, 1991; Ildefonso Camacho Laraña, Doctrina social de la Iglesia. Una aproximación histórica, San Pablo, Madrid, 1991, págs. 61-88; “Rerum novarum”. Écriture, contenu et réception d’une encyclique, Publications de l’École Française de Rome, Rome, 1997; Roger Aubert, Catholic Social Teaching: An Historical Perspective, Marquette University Press, 2003, págs. 181-203. Una primera redacción, debida al jesuita Matteo Liberatore (profesor de ética y autor de unos Principii di economia politica en 1889) es más intervencionista y paternalista. Luego, el cardenal dominico Tommaso Zigliara hace un segundo borrador, más filosófico y general, donde se nota la influencia de este famoso teólogo tomista. Finalmente, diversos secretarios de León XIII y el propio Pontífice modificaron varios aspectos del texto final de la encíclica.
  44. Cf. Doctrina Pontificia II: Documentos sociales, 2da edición, B.A.C., Madrid, 1964, págs. 252-253.
  45. Cf. Ildefonso Camacho Laraña, op. cit., págs. 72-78.
  46. Cf. Paul Misner, Social Catholicism in Europe: From the Onset of Industrialization to the First World War, Crossroad, New York, 1991, págs. 212-217.
  47. Cf. Roger Aubert, op. cit., págs. 102-104 y 193-194.
  48. Seguida de la carta Notre consolation a los cardenales franceses.
  49. Cf. Doctrina Pontificia II: Documentos políticos, B.A.C., Madrid, 1958, págs. 39-375.
  50. Cf. Gabriel J. Zanotti, “Reflexiones sobre la encíclica Libertas de León XIII”, El Derecho, 11 de octubre de 1988.
  51. Cf. Cristóbal Robles Muñoz, “La Cum Multa de León XIII y el movimiento católico en España (1882-1884)”, Hispania sacra, CSIC, Núm. 79, 1987, págs. 297-348.
  52. En este sentido, cabe recordar que —a principios del siglo XX— ante la polémica que dividía a los partidos católicos en España (tradicionalistas o carlistas contra sectores más liberales), el papa San Pío X publica la Inter catholicos Hispaniae (20 de febrero de 1906) admitiendo que no es deplorable la doctrina del mal menor defendida por la revista jesuita Razón y Fe (vale decir, que ante el peligro del socialismo o del anarquismo era lícito votar a un candidato liberal aun cuando no defienda la “tesis” católica integral, si da garantías de respetar la religión y ciertos valores). A esta siguen las Autorizadas instrucciones a los católicos (30 de enero de 1909) y las Normas sobre conducta política (20 de abril de 1911) sobre el mismo tema. Cf. Vicente Cárcel Ortí, “San Pío X, los jesuitas y los integristas españoles”, Archivum Historiae Pontificiae, Vol. 27, Roma, 1989, págs. 249-355, que contiene los documentos citados. Entre las Autorizadas instrucciones a los católicos está el “no acusar a nadie como no católico o menos católico por el solo hecho de militar en partidos políticos llamados o no liberales” y en las Normas sobre conducta política se aclara que la Iglesia “no ha intentado condenar todos y cada uno de los partidos políticos que por ventura se llaman liberales”.
  53. Cf. Gabriel J. Zanotti, “León XIII, Benedicto XVI y los Estados Unidos”, en Mario Silar, Jorge E. Velarde Rosso y Gabriel J. Zanotti, op. cit., págs. 191-193; Diego Serrano Redonnet, “Tocqueville, Benedicto XVI y los Estados Unidos”, publicado en Instituto Acton Argentina, disponible en: https://www.academia.edu/43358600/Tocqueville_Benedicto_XVI_y_los_Estados_Unidos.
  54. Cf. Doctrina Pontificia II: Documentos sociales, 2da edición, B.A.C., Madrid, 1964, pág. 330.
  55. Diferente de la “hipótesis” pastoral aplicable al caso concreto. Nuevamente la distinción entre “tesis” e “hipótesis”.
  56. Cf. Gustavo Irrazábal, Iglesia y democracia: Historia de un encuentro difícil, Instituto Acton, 2da edición, Buenos Aires, 2016, passim.
  57. Cf. Gabriel J. Zanotti, “Modernidad e Iluminismo”, Estudios Públicos, 35 (1989), págs. 233-254. Tanto Sciacca como Del Noce, en Italia, y Leocata y Komar, en Argentina, han efectuado esta distinción.
  58. Cf. Francisco Leocata, Los caminos de la filosofía en la Argentina, Centro de Estudios Salesianos de Buenos Aires, Buenos Aires, 2004, págs. 376-380.
  59. Las actitudes históricas de ciertos sectores de la Iglesia católica, ya pretéritas y muchas veces felizmente superadas, repercuten enormemente sobre la presencia de valores que favorecen o no el éxito democrático en los distintos países, como una suerte de “herencia” cultural que impacta la cultura política, incluso —como señala un importante estudio— con independencia de la actitud contemporánea o actual de la Iglesia en esos países. Cf. Ronald Inglehart, Modernization and Postmodernization Cultural Economic, and Political Change in 43 Societies, Princeton, Princeton University Press, 1997, págs. 99-100; “Culture and Democracy”, en Lawrence E. Harrison y Samuel P. Huntington (ed.), Culture Matters; How Human Values Shape Human Progress, Nueva York, Basic Books, 2000, pág. 91.
  60. Dieu ne nous demande pas de vaincre mais de combattre”.