Por Gustavo Irrazábal

Fuente: Revista Criterio

2 de agosto de 2021

En su encíclica social Rerum novarum (1891), León XIII condenó al socialismo por su rechazo de la propiedad privada y su instigación a la lucha de clases. Pero la evolución histórica obligó a introducir matices en esta posición. Ya en 1931, Pío XI distinguió entre un socialismo revolucionario, al que siguió condenando sin atenuantes, y un socialismo reformista que aceptaba participar en la vida democrática, aunque este último seguía siendo –a su juicio– incompatible con la fe cristiana. Una nueva diferenciación fue introducida por Juan XXIII y Pablo VI, que distinguieron entre las “ideologías” (visiones cerradas de la realidad) y los “movimientos históricos”, los cuales, si bien se inspiran en ellas, muestran mayor flexibilidad y pragmatismo por su cercanía con la complejidad de la realidad social. De este modo, si bien para un cristiano no sería lícito adherir al marxismo como ideología (en el primer sentido), sí le sería posible participar en un partido “socialista” en la medida en que sea compatible con su fe.

Es sugestivo que este refinamiento progresivo en la valoración del socialismo no haya tenido lugar en la misma medida con relación al liberalismo, que siguió siendo siempre considerado un pensamiento relativamente homogéneo y susceptible de ser criticado en bloque. Se trata de una paradoja notable, si pensamos que –sobre todo tras la Segunda Guerra Mundial– la Iglesia ha dado grandes pasos en la aceptación de la democracia republicana (liberalismo político) y de la economía de mercado (liberalismo económico), sin que ello se reflejara en un juicio más diferenciado sobre su fundamento filosófico. Podría buscarse alguna explicación en el campo histórico, interpretando este hecho como una secuela de los enfrentamientos entre la Iglesia y los Estados liberales en el s. XIX. También puede apuntarse a cierto sesgo de la sensibilidad católica en favor de las apelaciones a la solidaridad, tan abundantes en la retórica socialista como ausentes en la liberal.

Pero es cierto que entre la visión liberal de la sociedad y la católica existe una diferencia profunda, que no es posible soslayar. Dicho de un modo muy esquemático, para la primera, la comunidad política no tiene un fin propio, salvo en un sentido puramente formal: el de preservar la autonomía de los individuos que la componen, haciendo posible que persigan sus respectivos proyectos de vida. Al contrario, en la visión católica, la comunidad política no consiste sólo en un conjunto de individuos ocupados en sus fines particulares, sino que constituye una unidad orgánica, cohesionada por un vínculo espiritual y dotada de un fin específico −el bien común−, que incluye pero a la vez trasciende el bien particular de sus miembros.

La diferencia no es tan dramática como parece, si evitamos caer en las caricaturas. Liberales y católicos coinciden en que la democracia debe fundarse en el respeto de los derechos humanos, pero los liberales insistirán más en los derechos civiles y políticos −las “libertades”− mientras que los católicos harán hincapié en los derechos sociales. Ambos podrán aceptar la idea de que la democracia debe inspirarse en valores, pero los liberales se atendrán a aquellos de carácter formal: la libertad y la igualdad (entendida como igualdad de oportunidades, es decir, ausencia de privilegios), mientras que los católicos sostienen que esos valores formales se vacían de significado si no arraigan en un “humus” cultural, una visión ética compartida por el pueblo en su conjunto.

Estos acentos revelan una tensión irreductible, pero no necesariamente una disyuntiva, a menos que prevalezca el talante polémico sobre la reflexión serena. Porque la razón pública, la que preside el diálogo social, requiere de ambas dimensiones: la focalización en los valores específicamente políticos (paz, igualdad, justicia), pero también la posibilidad de comunicarse en el nivel de las visiones comprehensivas de la realidad (sean religiosas o no), sin las cuales los conceptos políticos permanecen “formales”, es decir, vacíos de contenido concreto. Quien pretende, por ejemplo, defender el “matrimonio” entre personas del mismo sexo alegando el derecho a la libertad de todo adulto para contraer nupcias con la pareja de su elección, está implícitamente adhiriendo a una visión sobre la naturaleza y el fin del matrimonio: la institucionalización de un vínculo romántico. Y quien promueve el aborto invocando la libertad de la madre está presuponiendo una idea sobre el estatuto ontológico del embrión (en este caso, negando su condición de vida humana).

Estas y otras muchas cuestiones no pueden resolverse sin apelar a convicciones de fondo, religiosas o filosóficas. ¿Por qué habría que dejarlas de lado o confinarlas al ámbito privado, si de hecho son ineludibles y, más aún, son un aporte imprescindible para el diálogo público? El verdadero respeto cívico no consiste en ocultarlas o desinteresarse de ellas, sino en incorporarlas al debate cuando son relevantes. La “neutralidad” política es un mito, generalmente utilizado para imponer subrepticiamente una ideología particular sustrayéndola a la posibilidad de crítica.

Por otro lado, sin embargo, es cierto que si se pretende fundar la unidad de la sociedad en una idea “integral” y homogénea de la cultura, se corre el riesgo de imponer coactivamente al conjunto de sus miembros una determinada concepción, sea desde el Estado o desde algún sector ideológico. En este sentido, los recelos liberales son comprensibles, pero podrían atenuarse con dos aclaraciones. En primer lugar, el vínculo espiritual al que hicimos referencia puede ser concebido de un modo no maximalista, dejando así lugar al pluralismo característico de las sociedades modernas y libres. Por otro lado, señalar la necesidad de ese sustento cultural para la democracia no significa subordinarla al peligroso concepto del “ser nacional”, ni asignar a la Iglesia el rol de tutora del mismo. Simplemente supone reconocer a ésta la libertad para ejercitar su misión de evangelizar la cultura, junto al derecho análogo de otras religiones y grupos culturales de proponer sus propios mensajes.

Los derechos humanos, que son el corazón de la ética política moderna, se fundan en un consenso mínimo de carácter político y formal. Sólo un grado suficiente de acuerdo sobre algunos valores sociales de fondo puede darles contenido y concreción, una cierta visión de la dignidad humana que evite que se conviertan en categorías vacías, ideológicamente manipulados o multiplicados de modo caótico. Un liberalismo que se encierra de modo excluyente en la afirmación de las libertades individuales lleva a la confrontación permanente y a la fragmentación social. Un comunitarismo culturalista que viva de la nostalgia (históricamente fantasiosa) del unanimismo lleva a formas explícitas o larvadas de autoritarismo.

En este sentido, insistía Juan Pablo II en que “una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto”. Faltaría agregar que una democracia que pretenda fundarse en el mítico “ser de la nación” o del pueblo corre un peligro similar. La reconciliación con el liberalismo −entendida como un acercamiento apreciativo y a la vez crítico− es una tarea que urge, para dar sentido a la evolución del magisterio social a lo largo del s XX. Postergar este desafío, o peor aún, desconocerlo, significaría profundizar la confusión y la crisis que vive hoy en el mundo la democracia republicana, el único sistema que se ha mostrado históricamente eficaz para defender la dignidad humana.