6 de agosto de 2021
Fuente: Religión en Libertad
Los cristianos abocados al martirio, la clandestinidad o la persecución
Desde la llegada al poder en 2013 de Xi Jinping se ha disparado la persecución religiosa en China, al tiempo que el culto a la personalidad del líder comunista se asemeja cada día más a los tiempos de Mao Tse Tung (1893-1976), responsable directo de la muerte de setenta millones de sus compatriotas en ejecución de una «Revolución Cultural» que vuelve a ser mirada con admiración.
La Iglesia y otras comunidades cristianas, consideradas además «extranjeras», fueron víctimas prioritarias de la voluntad expresa de «erradicar la religión», como recuerda Leone Grotti en un reciente artículo en Tempi con motivo del centenario de la fundación del Partido Comunista Chino.
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China: cien años de persecuciones
La última misa en el monasterio de Nuestra Señora del Consuelo de Yangjiaping se celebró a las dos de la madrugada del 9 de julio de 1947. El monasterio, construido en 1883 y habitado por 75 monjes trapenses, en su mayoría ancianos y enfermos, estaba situado en la región nororiental de China, en la línea divisoria entre las fuerzas del Partido Comunista y las fuerzas nacionalistas.
Dos años más tarde, en 1949, el Ejército Rojo había conquistado todo el país; sin embargo, antes del nacimiento de la República Popular los cristianos ya tuvieron una muestra de lo que sucedería sistemáticamente en las décadas siguientes. Cuando los comunistas rompieron las líneas enemigas, instaron a los habitantes de las treinta aldeas de los alrededores a saquear el monasterio y, tras detener a los monjes, los acusaron de ser nacionalistas y espías de los japoneses y los juzgaron ante un millar de personas.
Desde la conquista del poder por los comunistas, ya antes de la Revolución Cultural pero sobre todo en ella, muchos disidentes fueron torturados, vejados y expuestos a juicio y humillación públicos antes de ser asesinados. Entre ellos, sacerdotes y religiosos.
Los trapenses fueron golpeados salvajemente y a los que pedían clemencia, los comunistas les respondían: «¡El tiempo de la clemencia ha terminado! Ahora es el momento de la venganza». El 23 de julio, el juicio popular terminó con la condena a muerte de todos los monjes. La noche del 12 de agosto se los llevaron atados con cadenas o alambre de espino.
La marcha de la muerte
Así comenzó lo que se describe en el libro Monjes en la tormenta [de Paolino Beltrame Quattrocchi] como la «marcha de la muerte», el caso más llamativo de martirio en China antes del advenimiento de la República Popular de Mao Tse Tung. Los monjes fueron obligados a marchar sin rumbo decenas de kilómetros al día durante meses. Los soldados comunistas los alimentaban solo con cereales secos, y por la noche les obligaban a dormir con los cerdos en las pocilgas de los pueblos. Los que tenían las muñecas atadas a la espalda tenían que comer el arroz del cuenco directamente con la boca, como los animales.
Los monjes recibían golpes cada vez que se detenían y no se les permitía hablar ni rezar en ningún momento del día o de la noche. Además de la tortura física, los comunistas disfrutaban desmoralizándolos. Arrasaron y quemaron el monasterio y después les dijeron a los monjes: «Durante mucho tiempo no habrá Iglesia católica en nuestro territorio». A finales de septiembre, los maoístas se hartaron de perseguir a los monjes y liberaron a los que quedaban vivos. Treinta y tres de ellos habían muerto por agotamiento o tortura.
Dominar el alma
La persecución religiosa ha sido siempre una de las señas de identidad del Partido Comunista, que nació hace cien años, el 23 de julio de 1921, en Shanghai. El presidente Xi Jinping ha celebrado el importante aniversario con un discurso grandilocuente en la plaza de Tiananmén de Pekín, distorsionando la historia y pasando por alto las innumerables masacres que el Partido ha llevado a cabo. Para conseguir los éxitos reivindicados por Xi, el Partido Comunista no dudó en pisotear los derechos humanos y civiles del pueblo chino.
Si la masacre de miles de jóvenes estudiantes indefensos en la plaza de Tiananmén en 1989, aplastados por los tanques, demuestra hasta dónde estaba -y está- dispuesta a llegar la dictadura para mantener el poder, el incumplimiento de la libertad religiosa, un derecho consagrado en la Constitución, es la representación emblemática de la pretensión del Partido de no contentarse con gobernar al pueblo externamente, sino que también quiere dominar su alma.
Sin ley y sin Dios
No es casualidad que a Mao le gustara llamarse a sí mismo «wufa wutian», sin ley y sin Dios, como describe su médico privado, Li Zhisui, en una biografía. En otras palabras, traduce Li, «Mao creía que él era dios y la ley».
Aunque durante el VII Congreso Nacional del PCCh, en 1945, Mao dijo que «todo el mundo es libre de profesar una religión o de no profesar ninguna», tal y como describió en una dramática carta monseñor Gaetano Pollio, arzobispo de Kaifeng, a su paso los comunistas «ocuparon las viviendas, celebraron mítines populares en las iglesias y dictaron sentencias contra los ricos, los cristianos y los empleados del gobierno. Los altares, los objetos sagrados, las imágenes, las estatuas, todo ha sido destrozado y quemado. Es la hora de la sangre… ¿Se necesita también la nuestra?».
La respuesta no tardaría en llegar.
Detrás de la cortina de bambú
Tras el nacimiento de la República Popular en 1949, para «eliminar la mentalidad religiosa», como quería Mao, se subieron los impuestos a las diócesis, que tuvieron que venderlo todo, incluidos los colchones, para pagarlos. La reforma agraria de 1950 incluía confiscar las tierras propiedad de las diócesis. Quizá la declaración más clara y concisa de las intenciones del régimen la hizo en 1957 Li Weihan, entonces director del poderoso Frente Unido: «La aplicación diligente de la política de libertad religiosa del Partido es el mejor medio para erradicar la religión. Nuestro objetivo es que los fieles acaben cambiando sus creencias, lo que llevará a la extinción de la religión. Si aplicamos este lema revolucionario en su totalidad, los creyentes se convertirán gradualmente en no creyentes».
Sobre la base de estos principios, como demuestran las crónicas recogidas por Angelo Lazzarotto en su libro La China de Mao procesa a la Iglesia, se pidió a los católicos que establecieran una Iglesia cismática separada del Vaticano. La campaña por la independencia de Roma estuvo acompañada por la campaña para expulsar a todos los misioneros extranjeros. El gobierno podía hacerlo en cualquier momento, pero quería que fueran los propios fieles quienes denunciaran sus delitos. Para ello, sometieron a los cristianos a incesantes sesiones de «reforma del pensamiento», es decir, de lavado de cerebro.
El Libro rojo de los mártires
El diario de Li Min-wen, una joven católica de 20 años, que el misionero del PIME Giovanni Carbone introdujo en Italia escondido en sus zapatos y que se resume en El Libro rojo de los mártires chinos, es muy esclarecedor. El 2 de abril de 1951, Li fue detenida de camino a misa y encarcelada. Encerrada en una pequeña celda fue interrogada incesantemente día y noche.
Las preguntas de los interrogadores eran siempre las mismas y tenían un único objetivo: obligarla a denunciar al obispo y aprobar una Iglesia católica separada de la Santa Sede.
La obligaron a escribir interminables confesiones y cada vez, sin cesar, recibía la misma respuesta: «No sirve: ¿y si el gobierno te condena a cadena perpetua o te ejecuta?». Entonces intentaron engañarla por otros medios: «Tus amigas ya lo han confesado todo», le dijeron.
Al cabo de un mes, la llevaron ante un tribunal popular para que pudiera acusar a los sacerdotes y al obispo en persona. Con gran valentía, Li continuó guardando silencio. Un sacerdote le hizo llegar esta nota a la cárcel: «Eres la gloria de la Iglesia, la columna de la fe entre los cristianos«. Li no fue liberada hasta el 29 de julio, fecha a partir de la cual tuvo que asistir a nuevos cursos de adoctrinamiento, que duraban desde la mañana hasta altas horas de la noche. Un mes después, al ver que seguía sin retractarse, los comunistas la liberaron, llamándola «perro fiel de los imperialistas».
Iglesia del silencio
No todos fueron tan valientes como Li Min-wen y los extranjeros acabaron siendo expulsados. En 1957 se creó la Asociación Patriótica para gestionar la vida de la Iglesia china independiente de Roma, y los fieles se vieron obligados a vivir en modernas catacumbas.
Había nacido la «Iglesia del silencio» y durante casi veinte años nadie supo nada de sus vicisitudes, ocultas como estaban tras la «cortina de bambú». Las iglesias y los seminarios permanecieron cerrados hasta aproximadamente 1977, y los cristianos fueron torturados, asesinados o enviados a campos de trabajo.
Pero la fe no murió, como demuestran las increíbles cartas que los cristianos chinos enviaron, a partir de 1978, al padre Domenico Maringelli, misionero del PIME en China de 1936 a 1952, recogidas en esa rara perla del padre Piero Gheddo que es su libro Cartas a los cristianos desde China. Si la fe consiguió sobrevivir a la furia de la Revolución cultural, fue gracias a algunos brillantes ejemplos de heroísmo, como los del cardenal católico Ignacio Kung Pin-mei y el pastor protestante Wang Zhiming.
Juicio público en el canódromo
El primero, nacido en 1902 y consagrado obispo de Shanghai en 1949 por el Papa Pío XII, previó la inevitable detención y en cinco años educó a un ejército de catequistas capaces de transmitir la fe a las generaciones futuras. De hecho, solía decir a los que proponían rendirse a los maoístas: «Si renunciamos a nuestra fe, desapareceremos y no volveremos a levantarnos. Si nos mantenemos fieles, seguiremos desapareciendo, pero resucitaremos«.
Juan Pablo II recibe con afecto al cardenal Ignacio Kung Pin-mei (1901-2000), obispo de Shanghai, largos años encarcelado por fidelidad a la Iglesia.
Le arrestaron la noche del 8 de septiembre de 1955 junto con otros 200 sacerdotes y fieles. Un mes después, fue juzgado públicamente en el canódromo de Shanghai, en pijama y con las manos atadas a la espalda.
Le llevaron a empujones hasta el micrófono para que confesara, pero él solo gritó: «¡Viva Cristo Rey, viva el Papa!». La multitud respondió: «¡Viva Cristo Rey, viva el obispo Kung!» y el juicio terminó inmediatamente. Condenado a cadena perpetua y trabajos forzados, no se volvió a saber de él durante 25 años.
No traicionaré al Papa
El día antes del veredicto, sus carceleros le ofrecieron una última oportunidad para pasarse al bando de la Iglesia patriótica. «Podéis cortarme la cabeza, pero no traicionaré al Papa», respondió. Tras otros dos años y medio de arresto domiciliario, en 1988 se trasladó a Estados Unidos. Juan Pablo II lo creó cardenal in pectore en 1979 y solo reveló el nombramiento al mundo en 1991. El cardenal Kung murió en el año 2000 a la edad de 98 años y la causa de su beatificación está en marcha.
Igualmente heroica es la historia de Wang Zhiming, un pastor protestante de la minoría étnica miao, originario de Yunnan, que fue ejecutado durante la Revolución cultural. Su estatua se encuentra en la Gran Puerta Occidental de Westminster (Londres), junto con las de otros importantes mártires cristianos del siglo XX. El relato más fiel de su vida se encuentra en el libro Dios es rojo, del poeta ateo y disidente Liao Yiwu.
A medianoche en las grutas
Quien ha hablado sobre Wang Zhiming ha sido su hijo Zisheng en una entrevista. Wang nació en una familia de conversos en 1907 y pronto se convirtió en pastor protestante. Detenido por primera vez en 1954, fue puesto en libertad, pero no pudo escapar a la furia de los Guardias Rojos. A partir de 1966 se convirtió en su objetivo. «Las masas revolucionarias invadían nuestra casa, nos ataban y nos hacían desfilar por todos los pueblos vecinos acusándonos de ser ‘lacayos de los imperialistas'», dice Zisheng. En cada una de estas ocasiones les escupían, pegaban y les daban violentas palizas. Las sesiones de denuncia se prolongaron durante tres años y cada vez les preguntaban a los Wangs: «¿Creéis en Dios o en Mao?».
Cuando la situación se calmó, «mi padre reanudó el contacto con otros cristianos y fue con ellos a rezar a medianoche en las grutas de las montañas«. Sin embargo, en 1969 alguien informó de que había un hombre que insistía en bautizar y Wang fue detenido de nuevo, acusado de ser un «contrarrevolucionario irreductible». Su ejecución pública tuvo lugar el 29 de diciembre de 1973. Inicialmente se había decidido hacerlo estallar con explosivos, pero al final le dispararon. Antes de la ejecución, un guardia le cortó la lengua para que no pudiera predicar a la multitud. Después de 1979, Wang fue absuelto de todos los cargos.
No ha cambiado nada
Aunque tras la muerte de Mao en 1976 la persecución violenta de los cristianos prácticamente terminó, no ha cambiado nada en el trato que se da a la religión.
La única fe permitida es la del Partido, que quiere deshacerse de la Iglesia, ya sea vaciándola de creyentes, o vaciando a los fieles de su fe.
El obispo auxiliar de Shanghái, Ma Daqin, está detenido desde el 7 de julio de 2012, día de su ordenación episcopal, por haber dicho desde el púlpito que «a partir de hoy dejaré de ser miembro de la Asociación Patriótica».
Desde hace cuatro años, el régimen comunista ha emprendido una labor sistemática de eliminación de cruces incluso en las iglesias.
Entre 2013 y 2016, en Zhejiang, la provincia más cristiana de China, se demolieron decenas (quizá cientos) de iglesias y se retiraron 1500 cruces de los tejados con el objetivo de «borrar todo rastro de cristianismo». La nueva normativa sobre actividades religiosas aprobada en 2018 y 2020 prohíbe a los menores entrar en las iglesias, prohíbe el catecismo y las peregrinaciones y exige a los creyentes y sacerdotes, como en los años 50, «que se adhieran a la dirección del Partido, a fin de difundir los principios del Partido y ser independientes de cualquier influencia extranjera».
La fuerza de los cristianos chinos
A pesar del acuerdo entre el Vaticano y China, renovado por otros dos años en octubre de 2020, la persecución de los cristianos no ha disminuido, como demuestran las detenciones intermitentes de obispos como Jia Zhiguo, Guo Xijin y Shao Zhumin. En su plan de «sinizar a la Iglesia», Xi Jinping no se diferencia de Mao Tse Tung.
Pero si es cierto que en 1949 había 4 millones de cristianos en China y hoy hay más de 90 millones (80 millones de protestantes y 12 millones de católicos), esto significa que el Partido Comunista, a pesar de perseguir a los cristianos durante cien años, no ha conseguido arrancar la semilla de la fe.
La fuerza de los cristianos chinos, por misteriosa que sea, queda bien ilustrada en las palabras de uno de los monjes de Yangjiaping que sobrevivió a la «marcha de la muerte»: «Mientras me perseguían estaba lleno de alegría porque era inocente y ofrecía mis sufrimientos a Dios. Si hubieran detenido a los comunistas y me hubieran confiado su destino, ¿saben lo que habría hecho? Les habría perdonado».
Traducción de Elena Faccia Serrano.
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