Por: P. Gustavo Irrazábal

Fuente: La Nación

30 de septiembre de 2021

 

Cuando promediaba la Segunda Guerra Mundial, el papa Pío XII pronunció un célebre discurso en el cual la Iglesia, aleccionada por los horrores del totalitarismo, abandonaba su posición de “indiferencia” frente a la democracia política y adhería a ella como el sistema más apto para defender la dignidad de la persona humana. En su mensaje, este pontífice distinguía entre la “masa” como entidad colectiva donde se perdía la individualidad de sus miembros, quedando expuesta a la manipulación política, y el “pueblo”, en el cual el principio de unidad espiritual entre sus integrantes no solo no impedía, sino que potenciaba la autonomía y el sentido crítico propio de los ciudadanos, así como su compromiso con el bien común.

Lamentablemente, quienes luego enarbolaron el concepto de “pueblo” en el discurso político-religioso en Latinoamérica muchas veces no lograron el mismo equilibrio, quedando la ciudadanía individual ofuscada por las tendencias colectivistas. Se impuso una sociología de trazo grueso que dividía las sociedades tajantemente en ricos y pobres, con visiones e intereses contrapuestos. El “pueblo” se convirtió en la nueva pantalla para una lucha intestina en que la fidelidad a la propia clase parecía no dejar espacio para opciones políticas individuales, más libres y críticas.

No sería prudente sacar demasiadas conclusiones de las PASO celebradas recientemente, cuyos resultados podrían modificarse en una u otra dirección. Pero sí podemos considerarlas parte de un proceso que viene consolidándose desde hace ya varios años y en varias elecciones: el debilitamiento progresivo del “voto de clase”. Los votantes actuales, tras períodos relativamente breves, pueden cambiar sus opciones sustancialmente, obedeciendo a una evaluación sobre la gestión del gobierno de turno, sea que esté más centrada en la situación personal o que confiera más peso a la situación general del país. Estos vaivenes podrían responder a un conjunto más variado y novedoso de aspiraciones de las que muchos dirigentes políticos son capaces de reconocer. Aun en los sectores socialmente más postergados, ciertas tendencias electorales podrían interpretarse como reclamos que van más allá de la mera subsistencia, y que no se arreglan con promesas de asado o “dinero en el bolsillo”: la ambición de salir de la pobreza, de trabajar y recuperar capacidad de iniciativa, el anhelo de un futuro, de dar a los hijos una mejor educación, de progresar, de perseguir el propio proyecto de vida con libertad, el hartazgo frente al estatismo, el rechazo del desorden crónico, la rebeldía frente a la obscena administración de la decadencia, etc.

Algunos obispos, el día siguiente de las elecciones, rompieron su silencio para señalar el divorcio entre el Gobierno y las reales preocupaciones del electorado. En términos generales, sería difícil no estar de acuerdo. Pero estos diagnósticos, además de tardíos, parecen todavía demasiado ligados a la idea del voto de clase: el “pueblo” habría retirado su favor a aquellos que se alejaron de sus intereses. De acuerdo, pero ¿qué intereses? Quizá los ciudadanos, y en especial los pertenecientes a las nuevas generaciones, estén postulando nuevas aspiraciones, que ni el Gobierno ni la Iglesia han sabido auscultar. Esta nueva sensibilidad podría tener que ver más con la libertad y la individualidad que con el calor de la “masa”, lo cual constituye (más allá de ciertas expresiones algo extravagantes) un cambio de enormes implicancias.

En síntesis, podemos estar presenciando las primeras manifestaciones de una novedad mayor, el fin de la política de “masas” y el surgimiento del ciudadano autónomo y crítico. Sería el cumplimiento del sueño de Pío XII, y la pesadilla de los populismos políticos y religiosos. Un lento ingreso en la madurez política, del cual todas las dirigencias harían bien en tomar nota.