Por Enrique Aguilar*
Fuente: El Economista
5 de mayo de 2021
Cuando se cumple un nuevo aniversario del 5 de mayo de 1789, fecha que marca el inicio de la Revolución Francesa con la apertura de los Estados Generales, parece oportuno recordar a uno de los pensadores que más contribuyeron a la comprensión de ese acontecimiento a la luz de sus principales causas explicativas. Me refiero a Alexis de Tocqueville (1805-1859), conocido fundamentalmente como autor de “La democracia en América” (1835-1840), pero también por otro gran libro de madurez “El antiguo régimen y la revolución” (1856) donde revelará sus mejores dotes del historiador en quien “la reflexión sobre la actualidad ?como precisó François Furet? sirve de punto de partida para una búsqueda de filiación”.
Con anterioridad, en un ensayo de 1836 traducido y editado por John Stuart Mill, a la sazón director de la London and Westminster Review, Tocqueville ya había anticipado su interpretación de la revolución en términos, no de ruptura, sino de aceleración de una tendencia histórica. En deuda con Guizot, sostuvo allí que la revolución no debía concebirse como causa sino más bien como efecto de un progresivo e irreversible avance de la igualdad de condiciones y el consiguiente desplazamiento de la sociedad aristocrática: “Estoy seguro ?afirmó? de que todo lo que hizo la Revolución también se habría hecho sin ella. La Revolución no fue más que un procedimiento violento y rápido, con cuya ayuda se adaptó el estado político al estado social, los hechos a las ideas, y las leyes a las costumbres”.
Dejando a un lado las diferencias que median entre ambos textos (las cuales tienen que ver especialmente con el grado de autonomía que las decisiones políticas cobrarán en su lectura de 1856, en comparación con el acento puesto en la primacía de la sociedad como motor del cambio histórico que caracterizara a sus escritos de los años treinta), quiero recordar someramente el contenido de ese primer volumen, editado en vida de Tocqueville y dedicado a estudiar la génesis de la revolución interrogando “en su tumba” a la Francia del Ancien Régime.
En la primera parte, Tocqueville procura fijar los alcances de una revolución política que procedió “a la manera de una revolución religiosa”, toda vez que aspiró a regenerar a la humanidad convirtiéndose ella misma en una nueva religión ?“sin Dios, sin culto ni vida eterna”? que formó “una patria intelectual común” entre todas las naciones. Aquí también explica cómo la revolución sustituyó, de manera violenta y rápida, las instituciones medievales llevando a cabo, “mediante un esfuerzo convulsivo y doloroso, sin transición, sin precaución, sin miramientos, lo que habría sucedido de por sí a la larga”.
La segunda parte analiza el proceso de centralización política y administrativa en manos de la monarquía como una consecuencia de la abolición paulatina de las libertades provinciales y de la pérdida de poder político y económico de la nobleza que, no obstante, se mantenía cerrada como casta. Por añadidura, con la burguesía también dividida en pequeños grupos, esa sociedad francesa, envuelta en “una especie de individualismo colectivo”, había permitido al gobierno central mantenerse al amparo de una resistencia común.
Por último, en la tercera parte Tocqueville se ocupa de las causas más particulares y específicas de la revolución, originadas en los años inmediatamente precedentes, que habrían determinado “su lugar, su nacimiento y su carácter”.
En palabras de Furet, se trataría de aquellas causas que explican la revolución ya no como “desenlace” de la historia europea, sino como “misterio particular de Francia”. Entre éstas, la influencia de los ilustrados de la época en la creación del clima de ruptura que envolvió a esos sucesos: una lección imperecedera acerca de los peligros del racionalismo aplicado a la política. “¡Terrible espectáculo!”. Así definió Tocqueville a esa afición por la simetría y la novedad, a ese “deseo de rehacer de una vez toda la organización estatal conforme a las reglas de la lógica”, que, mirado desde su reverso, suponía un desprecio absoluto hacia todo lo establecido.
Asimismo, a esta tercera parte corresponden las reflexiones sobre el protagonismo de Luis XVI, que darían lugar al denominado “efecto Tocqueville”: un argumento paradójico según el cual las concesiones de los gobernantes generan a veces expectativas que, al no resultar posteriormente satisfechas, precipitan su caída. Dice Tocqueville: “No siempre yendo de mal en peor se llega a la revolución. Suele ocurrir que un pueblo que había soportado, sin quejarse y como si no las sintiera, las leyes más opresoras, las rechace con violencia cuando se aligera su peso [?] A medida que se van suprimiendo abusos, es como si se fuera dejando al descubierto los que quedan, haciéndolos más inaguantables; el mal es ciertamente menor, pero la sensibilidad es más viva. Con todo su poder, el feudalismo no había inspirado a los franceses tanto odio como en el momento en que estaba ya a punto de desaparecer. Parecían más difíciles de soportar las más insignificantes muestras de arbitrariedad de Luis XVI, que todo el despotismo de Luis XIV”.
La prematura muerte de Tocqueville malogró su intención de describir en detalle ya no las causas sino el “curso” de la revolución, en sus distintas etapas, tema al cual iba a estar destinado el segundo volumen de “El antiguo régimen y la revolución”. Sólo quedaron esbozados algunos capítulos que se dieron a conocer póstumamente junto con otros fragmentos y notas de trabajo. Sin embargo, nos queda ese primer volumen donde Tocqueville fue capaz de reunir “la historia propiamente dicha con la filosofía de la historia”, disciplinas que, según entendía, debían necesariamente entremezclarse como la tela y el color en la composición de un cuadro. Una interpretación, para citar de nuevo a Furet, que considera a la historia como inseparable de una teoría explicativa y que todavía, claramente, ilumina nuestro presente.
*Profesor de Teoría Política. Miembro del Consejo Consultivo Nacional del Instituto Acton
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