Por Gustavo Irrazábal
Fuente: La Nación
8 de diciembre de 2021

El proyecto de la economía “social” o “popular”, concebida como un nuevo paradigma, está tomando un fuerte impulso en nuestro país. Ya desde su mismo nombre, esta nueva economía pone de manifiesto su contraposición con el supuesto carácter “antisocial” del capitalismo, que estaría cada vez más volcado a la especulación financiera, y convertido así en un sistema expulsivo, incapaz de producir puestos de trabajo.

La economía social está representada por trabajadores sin relación de dependencia, que en la mayoría de los casos se desempeñan de modo individual (como en el comercio popular), mientras que el resto trabaja para organizaciones comunitarias, cooperativas y pequeños emprendimientos. Sus promotores buscan formalizar progresivamente estas actividades, consideradas servicios socialmente valiosos, y sueñan con darles un carácter permanente, al lado e incluso en sustitución de la economía tradicional.

Esta idea está lejos de ser una novedad, incluso dentro de la Iglesia. A comienzos del siglo XX, en efecto, surgió una propuesta social conocida como “distributismo” o “distributivismo”, popularizada por intelectuales católicos de la talla de G. K. Chesterton e Hillaire Belloc. Se trataba de una variante del corporativismo, que veía la competencia en el mercado como algo destructivo y desestabilizador, que debía ser regulado a través de asociaciones por rama de actividad, bajo la supervisión del Estado. Postulaba la más amplia distribución posible de los bienes productivos, un sistema basado en pequeñas unidades económicas y la limitación del comercio internacional para dar lugar a la producción para uso local. Se pensaba que de esta manera los pequeños emprendedores, liberados de la “esclavitud del salario”, lograrían su independencia económica, realizando el sueño que expresaría años más tarde el economista E. F. Schumacher en su libro Lo pequeño es hermoso (1973).

Lo que estos autores no tenían en cuenta es que la búsqueda de la autosuficiencia y la deficiente división del trabajo condenarían a las mismas personas que pretendían favorecer a condiciones laborales más duras, de bajísima productividad y a un estándar de vida misérrimo. Por el contrario, en una economía de libre mercado, las empresas pueden invertir en bienes de capital que potencian la eficiencia del trabajo, produciendo más bienes y servicios a precios decrecientes, y aumentando el poder adquisitivo de los salarios.

Hablar de una economía “social” o “popular” en contraposición a la economía de mercado (que supuestamente sería egoísta e impopular) es una falacia. La economía de mercado es social y popular, porque el “mercado” no es sino un modo de hablar de intercambios libres entre una multitud de protagonistas, personas comunes que, guiadas por el sistema de precios, toman sus decisiones de producción y de consumo, generando un grado de cooperación social, de asignación eficiente de recursos y de productividad inalcanzable en cualquier otro sistema económico.

En conclusión, lo que hoy se llama economía “social” puede aceptarse como una etapa transitoria destinada a facilitar la incorporación de los trabajadores informales a la economía formal. Pero presentarla como un “nuevo” sistema capaz de sustituir al vigente es caer en un error trillado y peligroso. La supuesta “esclavitud del salario” corre el riesgo de ser reemplazada por la “esclavitud del subsidio”, la relación laboral de dependencia, por la relación informal de clientelismo, y el empresario que responde por sus decisiones con sus propios bienes, por el Estado autoritario que experimenta desaprensivamente con los bienes ajenos.