Por Gabriel J. Zanotti
Fuente: Fe y Libertad
18 de diciembre de 2021
Las opiniones expresadas en este espacio no necesariamente reflejan la postura del Instituto Fe y Libertad y son responsabilidad expresa del autor.
Para el cristiano, dice Edith Stein, no hay extraños.
Eso ya comienza desde el Antiguo Testamento. El Levítico manda explícitamente la ayuda al extranjero, a todo aquel que se encuentre en tierras lejanas y necesitado de ayuda. El Nuevo Testamento corona este mandato con la parábola del Buen Samaritano. No importa quién seas ni de dónde seas, no importa el color de tu piel ni tu nación: todo ser humano es mi prójimo. Todos somos Hijos adoptivos de Dios, todos somos hermanos, todos nos debemos Caridad.
Desde luego, no fue un sistema social. Fue una conversión del corazón. No fue una solución concreta a los problemas políticos de entonces ni lo es ahora.
Pero el Judeo-Cristianismo revela la condición de persona. Creado a imagen y semejanza de Dios, con inteligencia y voluntad libre, todo ser humano es persona, es un igual en dignidad. Esa es la semilla de la noción de derechos de la persona y de la limitación del poder.
Jesucristo sabía bien cómo los seres humanos, luego del pecado original, ejercían el poder. “…Sabéis que los gobernantes de las naciones se enseñorean de ellas, y los que son grandes ejercen sobre ellas potestad” (Mateo 20, 25). Pero entre vosotros no debe ser así….
Aún así, no fue un sistema político. Era “…entre vosotros”, entre los cristianos. Pero el Cristianismo trajo la noción de persona, que es universal. Y lentamente sus implicaciones fueron fructificando y dando forma al pensamiento y la acción de Occidente. La Patrística, Santo Tomás de Aquino, la Segunda Escolástica, dieron origen a declarar que todos los seres humanos son creados por Dios y dotados por él de derechos individuales que emergen de su naturaleza y son anteriores y superiores a cualquier humana autoridad.
Una sociedad libre es, por lo tanto, una sociedad donde tampoco hay extraños. En una sociedad libre se escucha un eco del Evangelio. Todas las personas tienen los mismos derechos, y, como dice la noble Constitución Argentina de 1853, una Constitución cristiana, “…Todos los habitantes de la Nación gozan de los siguientes derechos conforme a las leyes que reglamenten su ejercicio; a saber: de trabajar y ejercer toda industria lícita; de navegar y comerciar; de peticionar a las autoridades; de entrar, permanecer, transitar y salir del territorio argentino; de publicar sus ideas por la prensa sin censura previa; de usar y disponer de su propiedad; de asociarse con fines útiles; de profesar libremente su culto; de enseñar y aprender”. Obsérvese: de entrar, permanecer, transitar y salir del territorio….. Y en el art. 20: “…Los extranjeros gozan en el territorio de la Nación de todos los derechos civiles del ciudadano; pueden ejercer su industria, comercio y profesión; poseer bienes raíces, comprarlos y enajenarlos; navegar los ríos y costas; ejercer libremente su culto; testar y casarse conforme a las leyes. No están obligados a admitir la ciudadanía, ni pagar contribuciones forzosas extraordinarias. Obtienen nacionalización residiendo dos años continuos en la Nación; pero la autoridad puede acortar este término a favor del que lo solicite, alegando y probando servicios a la República”. Destaquemos: “…gozan en el territorio de la Nación de todos los derechos civiles del ciudadano”. En esa Argentina, que ya fue, no había distinción entre nacional y extranjero, todos eran seres humanos que tenían los mismos derechos, y además, art. 15 afirmaba: “…En la Nación Argentina no hay esclavos: Los pocos que hoy existen quedan libres desde la jura de esta Constitución; y una ley especial reglará las indemnizaciones a que dé lugar esta declaración. Todo contrato de compra y venta de personas es un crimen de que serán responsables los que lo celebrasen, y el escribano o funcionario que lo autorice. Y los esclavos que de cualquier modo se introduzcan quedan libres por el solo hecho de pisar el territorio de la República”. Repárese: con sólo pisar el territorio….
Por ende, el eco temporal del Cristianismo implica la libre inmigración y emigración. Alguien dirá: ya no se puede. Ya no es así en ninguna parte del mundo: el inmigrante tiene que tener el permiso y la autorización de los Estados, porque de los Estados depende la ayuda social que el Estado otorga a sus propios ciudadanos.
Pero entonces el problema no es la inmigración: el problema es el Estado Providencia. Ninguna persona debería tener derecho a recibir ciertos bienes públicos por parte del Estado Nacional, excepto, como bien explica Hayek, que un gobierno municipal lo decida sin violar la economía de mercado. Ningún sindicato, ninguna asociación profesional debería tener la prerrogativa inmoral de prohibir la entrada a nadie ni el ejercicio de su profesión. Y entonces, ¿cuál será el problema? En una economía libre, todo inmigrante es una fuente de iniciativa privada, de empresarialidad, de producción, porque no puede vivir del gobierno, como tampoco ningún otro ciudadano, sino de su libre iniciativa y profesión.
Entonces sí, con igualdad ante la ley y ausencia de privilegios y monopolios legales, la libre inmigración es una solución, no un problema. Economistas y sindicalistas que afirmen lo contrario creen que toda nueva oferta de trabajo se encuentra con una torta fija de recursos, ignorando que en una economía de libre mercado, a la cual los inmigrantes se integran ipso facto, el aumento de bienes de capital genera un aumento de salario real para todos, rompiendo con ello la falsedad de los planteos malthusianos, y proveyendo una base real para la multiplicación de las familias prolíficas, lo cual es un ideal cristiano olvidado que se llama bonus prolis (hijos).
En este mundo cruel, qué ejemplo de Cristianismo sería un Estado abierto para todos los que huyen de las tiranías y las guerras, teniendo una tierra donde puedan habitar en paz y libertad, sin privilegios ni para ellos ni para nadie.
Visas, pasaportes, aduanas, controles, todo ello es fruto de una mentalidad anticristiana, de un nacionalismo anticristiano, y de una crasa ignorancia del funcionamiento de una economía libre, ignorancia que conduce a la crueldad de las balsas que se hunden, a los infames mercados negros de migrantes en condiciones inhumanas. Eliminar de cuajo todo ello no es una utopía: es el funcionamiento de una sociedad libre.
María y José tuvieron que huir de la crueldad de Herodes, pero no tuvieron que enfrentar visas, pasaportes y pases sanitarios. Muchos piensan que fue así porque esos tiempos eran más “primitivos” que los nuestros. No: somos nosotros los que hemos retrocedido. El miedo y la ignorancia eleva los muros. El Cristianismo y las sociedades libres los eliminan para siempre.
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