Por Carolina Riva Posse para el Instituto Acton
20 de enero de 2022

«Sea que comáis, sea que bebáis, hacedlo todo para la gloria de Dios», repetía a menudo don Negri, enfatizando una fe que tenía que ver con todo y que no se reducía a un rito de una hora del Domingo. Una fe que tiene que ver con todo, plasma una nueva mirada sobre la vida, incluso metiéndose en la vida privada: en la familia, opina sobre el uso de la plata, sobre la política. Y sin embargo se propone de manera discreta, invitando al hombre, y nunca forzando la libertad del otro.

El 31 de diciembre falleció a los ochenta años Monseñor Luigi Negri, Arzobispo emérito de Ferrara-Comacchio. Transformado por su encuentro con don Luigi Giussani, fue un profundo estudioso de Juan Pablo II, a quien también consideró su maestro. Se nutrió entre muchos, sobre todo de: Newman, Guardini, De Lubac, Daniélou, Von Balthasar, Gilson y Guitton.

La tarea de don Negri fue siempre una tarea eminentemente educativa. Transmitía su pasión por educar, que a su vez había recibido de sus maestros. Encarnaba un lema central de don Giussani, que decía: «Despójennos de todo, abandónennos desnudos por la calle, pero no nos saquen la libertad de educar». Negri era un convencido defensor de la libertad de la Iglesia para proponerse y crear sociedad.

Negri sostenía que el pueblo cristiano que no es educado, o que es deseducado por la escuela ideologizada, pierde la propia identidad. A veces pareciera que la Iglesia abandona su acción educativa y se vuelca a la política o a la acción social. Mientras que la Iglesia, madre y maestra, debería ayudar a la persona a crecer hacia su plenitud y desarrollo en una experiencia de encuentro con Cristo.

Desde su cátedra de Historia de la Iglesia, Negri explicaba distintos hitos en la tensión por la libertas Ecclesiae, que fue en gran parte poner el límite al poder político. «Cristo es todo para nosotros», repetía Negri de San Ambrosio. Es decir, que nunca se aceptaría poner al César en lugar de Dios. La Iglesia no puede no juzgar al poder, a las instituciones, y su funcionalidad o no para preservar la centralidad de la persona. No puede ser el estado el que defina el valor del hombre.

La misión de la Iglesia es la comunicación de su propia vida. Esto no ocurre si se relega la fe al ámbito meramente privado, a una religiosidad «puramente religiosa» que no incida en el mundo. La fe que no se vuelve cultura, es una fe no recibida, no pensada, no vivida.

A pesar de los embates del laicismo que se afianzó fuertemente en la mentalidad dominante, Negri supo mostrar que en el interior de la modernidad conviven dos «almas», se desarrollan dos concepciones de hombre y consecuentemente de la realidad socio-política. En uno de sus libros «Ripensare la modernità», exploraba el sacerdote milanés las dos vertientes: la laica y la laicista, y rescataba la componente sana de la modernidad. Menciona a Tocqueville y a Rosmini, sin dejar de destacar la reflexión en torno a los derechos humanos que desarrolla Francisco de Vitoria, que está tan poco difundida incluso entre los católicos.

Don Negri rescataba tantos ejemplos a lo largo de la historia, que testimoniaban otro mundo dentro de este mundo, sin caer en una mirada romántica del pasado, pero señalando que incoherencias fácticas no hacen una teoría, en referencia a la historia de la Iglesia.

Nunca cesó de luchar por la libertad de la Iglesia para proponerse y crear sociedad. Sólo desde una antropología de la verdad, que sostiene que el hombre es relación estructural con el Misterio, es posible resistir al totalitarismo que acechan.

Podemos repetir, como gustaba hacer él de la Didaché: «Buscarás cada día los rostros de los santos, para hallar descanso en sus palabras». Contemplar el rostro de los santos, para poder alimentarnos de todo lo bueno, verdadero y bello que nos sostenga en el camino de la vida.