Por Carolina Riva Posse
Para el Instituto Acton

La presencia de los cristianos en la esfera pública ha sido siempre un tema a repensar, una cuestión que no se zanja de una vez para siempre, sino que vive en la tensión propia de la vida moral.

Esto quiere decir que no hay una solución perfecta para los conflictos que podremos delinear. La prudencia, la eterna vigilancia, tendrá que ser ejercida sin cesar. Sin embargo, la formulación que quede cristalizada en el texto constitucional en este tema, tendrá un peso de ley fundamental, y esto implica un esfuerzo especial en condensar una expresión lo más acertada posible.

El proceso constituyente que atraviesan en Chile obliga a repensar el valor de una constitución: lo esencial y lo contingente como acuerdos comunes para vivir en sociedad, y en la ocasión de hoy en particular, el rol del Estado en materia religiosa, la libertad de conciencia y la legitimidad de la participación pública de la Iglesia.

Hay una serie de preguntas que viene bien replantearse, o poder explicitar para recorrer un camino con diversos interlocutores:

¿Necesitamos una constitución? ¿Por qué? ¿Qué tiene que ver el Estado con mi fe? ¿Tengo que hacer de lado mi fe para opinar en algo que va a afectar también a quienes no tienen fe? ¿O es que los católicos tenemos que conquistar el mayor espacio de poder posible para propagar la fe desde una organización estatal? ¿Hasta dónde podemos conceder a quienes no profesan la misma fe? ¿hay principios no negociables para los católicos? ¿Tenemos que renunciar al espacio público y recluirnos en grupos que compartamos el mismo ideal de vida? ¿O tenemos algo para aportar a todos, y los privamos de ello si no lo manifestamos públicamente?

Y más específicamente: ¿es lo mismo laicidad que laicismo? ¿hay que tolerar otras expresiones religiosas, o hay que afirmar la libertad humana de buscar personalmente la verdad, y entonces no sólo tolerar sino abrazar la libertad religiosa? ¿es eso relativismo? ¿Es posible o deseable ser neutral con respecto a la verdad religiosa para respetar la búsqueda de cada uno? ¿es lo mismo libertad de conciencia que libertad religiosa?

Son muchas las preguntas, y no pretendemos agotarlas. Repetimos aquello de la tensión. La mirada filosófica, que es la que me propongo encarar, no es nunca la enunciación de la bien redondeada verdad, sino la búsqueda atenta, tensa. Podemos decir que nuestro progreso no consiste en haber llegado, sino en tender continuamente a la meta. El cristiano nunca puede en esta tierra considerar que ha llegado. Hasta el fin de la historia crecerán juntos trigo y cizaña.

Vamos a decir algo sobre 1 el valor de una constitución, en primer lugar, y luego alguna 2 distinción entre laicismo y laicidad 3 la libertad como tema moderno: modernidad no inmanentista 4 el significado y el valor de la libertad religiosa para la Iglesia y finalmente 5 conclusión desafíos en el contexto contemporáneo y la tarea del testimonio.

Comenzaremos con el primer punto deteniéndonos en la figura de Fray Mamerto Esquiú.

Esta invitación a hablar aquí fue con ocasión de un artículo en donde comenté el enorme aporte de Esquiú para la aprobación Constitución Argentina de 1853. Esquiú fue beatificado el año pasado por el papa Francisco, entonces fue esta una buena oportunidad para contemplar su figura y el significado que tuvo su actuación política.

Nos serviremos de fragmentos de sermones de Esquiú para que glosándolos, podamos ilustrar un ejemplo de búsqueda de la sana laicidad que perseguimos.

Aquí entonces entramos en nuestro primer punto:

1. Importancia de una Constitución

Fray Mamerto Esquiú fue un fraile franciscano nacido en Catamarca, al norte de la Argentina. De él se suele recordar especialmente su intervención para que los católicos aceptaran la libertad de culto en la Constitución.

Esquiú nace en 1826 y muere en 1883, por lo que le tocó ser testigo de un gran cambio de época. Había sido educado en la fe, y había respirado una mentalidad unitaria de la vida, una mentalidad religiosa. Por una promesa que hizo su madre para pedir su curación, había vestido el hábito franciscano de muy chico, y finalmente ingresa a la orden y se ordena sacerdote a la edad de 22 años.

Esquiú explica en el discurso a favor de la aprobación de la Constitución, que había que acabar con tanta sangre derramada. Decía que nuestra patria era «un vasto teatro de guerras y desolación», guerras fratricidas. Cuando Esquiú tenía 15 años, es decapitado el intendente de su ciudad, y se exhibe su cabeza en una pica en la plaza de la ciudad. Catamarca.

Entonces en 1853 tuvo la sabiduría práctica de reconocer que la firma de la carta Magna traería cierta tregua a los conflictos violentos. Después de años de anarquía y despotismo, buscaba paz. Ciertamente, no es que Esquiú considerara que sería una paz definitiva, esa paz que el cristiano espera sólo de Cristo, pero sabía moderar las expectativas terrenas con respecto a lo político, y podía esperar de una Constitución el orden razonable que puede alcanzar la Ciudad de los hombres, como podría decir San Agustín. Hay que desterrar la utopía y apuntar a una sobriedad razonable, como dice Ratzinger.

«La vida y conservación del pueblo argentino depende de que su constitución sea fija; que no ceda al empuje de los hombres; que sea un ancla pesadísima a que esté asida esta nave, que se ha tropezado en todos los escollos, que se ha estrellado en todas las costas,»

busca algunos principios estables y permanentes en la Constitución. Dice también que tiene que haber inmovilidad por parte de ella, y aceptación por pa[1]rte de nosotros, (Él dice sumisión, pero digamos que por inculturación vamos a cambiar la expresión). Esquiú aclara también que no toma la inmovilidad en sentido absoluto, con conciencia de la contingencia de ciertas formas y a la vez lo permanente de lo esencial.

¿Por qué me detengo en estos puntos? Porque hoy parece haber poca conciencia de esas realidades inamovibles a las que es preciso asirse: el respeto a la persona humana, el detenerse del poder frente a cierto absoluto que es siempre fin y nunca medio, y que jamás debe ser manipulado.

Es un desafío para nuestra época llegar a lo esencial, a lo eterno e inamovible. Como en el cuento de Borges, Funes el memorioso, el hombre contemporáneo muchas veces no sabe pensar, porque se queda en lo fenoménico, en el aparecer permanente, y un instante es totalmente distinto del otro. No se puede pensar donde todo es detalle, y nada es central. El empuje de los hombres, del que quiere salvaguardarnos Esquiú, es lo que mueve a los hombres de hoy de aquí para allá, sin continuidad interior, sin posibilidad de conocerse a sí mismos, de tener una identidad propia y de comprometerse en sociedad.

Deja individuos atomizados, vulnerables y manipulables.

Asombra la lucidez de Esquiú cuando dice: «¡que el individuo, el ciudadano no sea absorbido por la sociedad, que ante ella se pretende vestido de su dignidad y derechos personales; que éstos queden libres de la sumisión a cualquier autoridad!»

Es decir, si la ley, la Constitución, reconoce que el individuo, o mejor podríamos decir la persona, no puede ser simplemente una parte de la sociedad y ser absorbido por ella, solo entonces va a ser libre. Las sociedades intermedias, entre el individuo y la sociedad en su totalidad, deben ser reconocidas y respetadas. Esquiú quiere que los derechos personales y la dignidad personal no dependan del poder de turno. La ley o la Constitución reconocen algo anterior a ella, la persona, con dignidad inalienable.

Y esa dignidad inalienable es su relación con Dios, es su interioridad abierta al misterio, es su trascendencia.

En definitiva: el respeto al ser religioso del hombre tiene que ser el centro de toda Constitución.

Podemos darle distintas formulaciones, pero en el fondo, la libertad religiosa, el detenerse frente a la misteriosa realidad de la persona, es la única salvaguarda frente al despotismo.

¿Pero podemos pedir lucidez metafísica a todos los adherentes de una Constitución? no.

Y eso lo tuvo claro Esquiú. Se dio cuenta, antes de Maritain, que ciertos acuerdos prácticos entre todos los ciudadanos sirven para convivir en una sociedad en donde ya no todos compartían la visión religiosa de la vida.

«Hubo en el siglo pasado la ocurrencia de constituir radical y exclusivamente la soberanía en el pueblo; lo proclamaron, lo dijeron a gritos: el pueblo lo entendió: venid, se dijo entonces, recuperemos nuestros derechos usurpados. ¿Con qué autoridad mandan los gobiernos a sus soberanos y destruyen toda autoridad? subieron los verdugos al gobierno; ¡vino el pueblo y los llevó al cadalso! y el trono de la ley fue el patíbulo… la Francia se empapó de sangre; cayó palpitante, moribunda… ¡fanáticos! he ahí el resultado de vuestras teorías. Yo no niego que el derecho público de la sociedad moderna fija en el pueblo la soberanía: pero la religión (aclaro yo, no es necesariamente la religión revelada, sino una visión religiosa, filosófica del hombre, abierto a lo trascendente) me enseña, que es la soberanía de intereses, no la soberanía de autoridad»

Es decir, Esquiú se quiere distanciar del espíritu rousseauniano, de la democracia asambleísta, del despotismo del pueblo, de la democracia directa no mediada por las instituciones.

Sólo el respeto a lo religioso salvaguarda del totalitarismo.

Esquiú ve que la sumisión a una ley, la sanción de la Constitución, ayuda a cierta paz interna, en un contexto en que ya la aversión a la Iglesia había teñido los ríos de Francia de sangre, y había manifestado episodios de intolerancia en nuestras tierras.

Sin someterse al laicismo, Esquiú proponía un camino de sana laicidad.

2. Sana laicidad

Sana laicidad es dar al césar lo que es del césar, y a Dios lo que es de Dios. Es importante distinguir las esferas y darle a la esfera temporal su legítima autonomía. El dualismo cristiano es lo que permite una sana laicidad, que distinga, pero no separe totalmente lo que es del césar y lo que es de Dios. (no inmanentizar lo trascendente, no darle autonomía absoluta a lo terreno)

El cristiano no tiene como meta una vuelta al medioevo. El Medioevo no agota la riqueza del pensamiento filosófico-político cristiano. Es solamente una forma posible de concretarlo, teniendo en cuenta las condiciones particulares de ese momento. Si esas condiciones sociales y políticas cambian, el pensamiento cristiano puede buscar una nueva forma de concreción de su verdad permanente. “La idea política de la cristiandad medieval no representa el ideal absoluto de la política cristiana ni tampoco contradice el ideal personalista.”[2]

El laicismo es un abierto combate contra lo religioso, pero inicialmente en forma de religión atea, con su credo y su catecismo. Es el proyecto de construir un hombre nuevo, como si Dios no existiera, quizás en el comienzo con la ilusión de mantener incluso una moral.

Hoy el laicismo se presenta como imposición de relativismo.

En cambio, la laicidad será una forma respetuosa de la libertad de las personas, un espacio que posibilite la narración recíproca de la propia subjetividad, que garantice la libertad para expresar la propia identidad, en el respeto por la búsqueda de cada ser humano. (Scola)

3. Tema moderno: la libertad y la vertiente abierta a la trascendencia

Repito de más arriba: “La idea política de la cristiandad medieval no representa el ideal absoluto de la política cristiana ni tampoco contradice el ideal personalista.”

La que acabamos de leer es una cita del filósofo italiano Augusto Del Noce. Del Noce es un estudioso de los totalitarismos, a partir de una resistencia moral y luego filosófica al fascismo. Del Noce encuentra en la lectura de Jacques Maritain la posibilidad de diálogo de la filosofía cristiana con la modernidad. Se da cuenta de que caída la unidad medieval de la fe y la mentalidad religiosa del hombre y de la vida, ya no las podía tomar como presupuesto de la convivencia. Es interesante estudiar en Del Noce una vertiente de la modernidad que no es sinónimo de iluminismo, de inmanencia, de ateísmo.

Del Noce identifica en la libertad uno de los temas centrales del pensamiento moderno. Y ve la libertad en Descartes como un núcleo fundamental que se presenta ambivalente en el autor, por el cual desemboca o en el Iluminismo ateizante, laicista, culminando en Hegel, que es el aspecto de la filosofía moderna que más se afianzó. Sin embargo, existe también en Descartes un motivo religioso, trascendente, la búsqueda de un pensamiento laico no laicista, que se continúa en autores menos conocidos, como Malebranche, Vico y Rosmini. Aquí debo hacer mención al gran estudioso de este tema, el Padre Francisco Leocata, en la Argentina, que con su título La vertiente bifurcada da cuenta de esta ambigüedad moderna en continuidad con Del Noce.

No hay que rechazar a la modernidad en bloque. Eso sería plantear que la vuelta al medioevo sería la única salida, y que la verdad es epocal, digamos, porque se encontraría en categorías temporales a las que hoy no es posible acceder. En cambio, es preciso acercarse críticamente y distinguir qué motivos son legítimos y valiosos. Podemos citar, por ejemplo, el discernimiento que hace Antonio ROsmini de la Revolución Francesa. Se da cuenta de la importancia de una forma política que no someta a las personas, que busque una justicia que considere a los hombres iguales en dignidad. Rosmini, por ejemplo, se da cuenta de la gran obra secular que realizó el cristianismo al volver al hombre consciente de su valor, portador de dignidad y derechos. Entonces Rosmini reivindica los ideales de la Revolución como provenientes de raíces cristianas, un reconocimiento al que no estaría dispuesto un iluminismo que considera que la religión es superstición o minoría de edad.

Rosmini lleva adelante esfuerzos por pensar una Constitución, siguiendo un constitucionalismo liberal, para el crecimiento de la sociedad civil que evite la estatolaría y apunte siempre a tutelar a la persona.

El aporte de Esquiú fue en la misma línea y nos parece una buena vía para la realidad de hoy, con sobrias expectativas y dispuestos también al martirio llegado el caso, como mencionaremos en unos minutos.

4 El significado y el valor de la libertad religiosa para la Iglesia

La frase de Tertuliano, «Nec religionis est cogere religionem», no es de la religión el obligar a la religión, que encabezaba una invitación para este encuentro, expresa la idea fundamental que tiene la Iglesia con respecto a la opción religiosa que hace cada hombre. La fe es un llamado personal, que solicita sin forzar a nadie.

Es cierto que no hubo en todas las épocas la misma necesidad de subrayar a la libertad como valor. Esto se volvió más necesario en la modernidad, cuando se produjo el quiebre de la mentalidad religiosa de la edad media. Pero fue una constante en la enseñanza de la Iglesia que la fe es libre, y debe estar ausente de toda coerción.

Puede haber habido incoherencias, pero algunas incoherencias no hacen una teoría.

Es lamentable notar que muchas veces, especialmente en América Latina, la Iglesia Católica se asocia con autoritarismo, imposición, no cuestionamiento y comportamientos dogmáticos en general. Tendremos que preguntarnos si hemos contribuido en algo a alimentar esa connotación negativa de la Iglesia.

La tentación de usar el aparato estatal para propagar la fe, es muy real, y tenemos que estar alertas a limitar el poder para uno y otro lado. Pero también es una tentación el pensar que la fe puede reducirse a una vivencia interior, y que en nuestra era ya no es necesario manifestar públicamente la fe, bajo pretexto de que nadie se va a convertir por nuestra participación en una marcha o por un argumento bien expresado. Y de a poco nos retiramos de la arena pública y nuestra cultura y lenguaje dejan de hablar de las realidades trascendentes.

La laicidad, por tanto, no puede significar la negación de la estructura esencial de encarnación del cristianismo.

Por mencionar algunos hitos en los documentos de la Iglesia que tematicen más fuertemente este tema tenemos a Juan XXIII en Pacem in terris, que despejó el camino hacia el Concilio, describe los derechos y deberes de los hombres con una perspectiva que está abierta a la Declaración universal de los derechos del hombre.

En 1965 tenemos la declaración Dignitatis Humanae, que dice: «la verdad no se impone de otra manera, sino por la fuerza de la misma verdad, que penetra suave y fuertemente en las almas» (DH 1c). El diálogo que se activa con tal búsqueda permitirá que todos, sin discriminaciones, puedan exponer y argumentar la verdad recibida y descubierta, con el objetivo de reconocer su importancia para toda la comunidad humana.

Esa puede ser otra descripción de lo que es un ámbito de sana laicidad.

En 2019 la Comisión Teológica Internacional publicó «La libertad religiosa para el bien de todos». Para señalar un tema central dentro de lo que trata podemos mencionar la

integración entre la instancia personal y la comunitaria de la libertad religiosa.

Sabemos que no basta el que las leyes reconozcan el derecho a la libertad de conciencia, que es siempre personal, sino que es necesario que se reconozca la dimensión comunitaria de la libertad religiosa. La fe necesita de la vida comunitaria, y no se permite su expresión plena si no hay derecho de los padres a educar a sus hijos, si no hay posibilidad de elegir las instituciones para educarlos, si no existe la posibilidad de encontrarse y organizarse de acuerdo a la propia fe. El rol de los cuerpos intermedios, que afianzan vínculos sociales, debe ser reconocido y respetado.

La vida, el respeto al matrimonio como unión de varón y mujer y el derecho de los padres de educar a sus hijos son principios no-negociables para los cristianos, y brotan de la libertad religiosa. porque se trata del respeto a la realidad de la persona.

5 Conclusión. Desafíos en el contexto contemporáneo y la tarea del testimonio.

En ocasión de la redacción de un texto constitucional, muchos son los riesgos. Algunos pretenden refundarlo todo, y además, hacerlo en un contexto de un totalitarismo suave que deja a los seres humanos a merced de la manipulación total, solitarios y volubles.

Así y todo, es una oportunidad de hacernos conscientes de que las buenas estructuras ayudan, pero por sí solas no bastan. El hombre nunca puede ser redimido solamente desde el exterior»,como decía Benedicto XVI[3].

Tendremos que reconquistar lo que hemos heredado de nuestros padres y abrazar muy seriamente la propia fe, en un mundo en que parece que todo conspira contra ella.

 

Volvemos a Esquiú:

«Roma pagana era cruel: ¡mataba a los cristianos sin más delito que ser discípulos de Jesús! … y con todo eso el apóstol san pablo decía: ¡civis romanus sum ego! y los cristianos eran los soldados más valientes, más fieles al imperio; los cristianos obedecían, respetaban y defendían las leyes de esa patria; y su corazón eternamente ligado con Dios, era un perpetuo juramento de cumplir esos deberes.

La religión quiere que obedezcáis, jamás ha explotado a favor suyo ni la rebelión ni la anarquía; cuando la arrojaban de la faz de la tierra, se entraba silenciosa en lóbregas cavernas, en las oscuras catacumbas; y allí era más sublime, que cuando los reyes le cubren con su manto de púrpura.»

La paradoja del martirio, que en medio de las persecuciones, mostraba toda la fuerza de la fe.

Estamos en el mundo, pero no somos de este mundo. Obediencia, ¿pero hasta dónde?

Mantenemos entonces la tensión que mencionábamos al inicio. Tensión entre los extremos de un arco: la indiferencia por la historia/los resultados y una obsesión por la cosecha: es decir, lucharemos por alcanzar la mayor libertad posible en las leyes, sabiendo que hacemos todo lo que podemos, pero estamos en manos de Otro, porque esto que vemos no es TODA la realidad. No podemos poner nuestra esperanza en alcanzar una hegemonía cultural o servirnos de la religión como instrumentum regni. Sin embargo, el retraimiento intimista, una cerrazón espiritualista, están lejos de una fe vivida, que tiene que ver con todo. Tendremos que juzgar con prudencia hasta dónde se tensa el arco, y cuando se pide de nosotros una entrega mayor.

  1. Todas las citas de Esquiú pertenecen al Sermón pronunciado en la Iglesia Matriz de Catamarca el 9 de Julio de 1853.
  2. (Del Noce, 2001:462)
  3. Benedicto XVI, Spe salvi, 25.