Por Santiago González
Fuente: gaucho malo
1 de marzo de 2022
La guerra en Ucrania desgasta a los nacionalistas de uno y otro bando, y allana un camino trazado desde el nacimiento del país
El cañón pone orden… si está bien apuntado. Al emprender su campaña en Ucrania Vladimir Putin parece haber cometido varios errores de cálculo, inesperados en alguien cuya carrera política se inicia en los más altos escalones de la inteligencia soviética. Lo que en un primer momento pareció una acción cuyo desenlace no iba a extenderse más allá de las 96 horas, se convirtió en un conflicto de trámite exigente y desgastante que no excluye todavía la victoria militar pero que tampoco permite imaginar una victoria política. Aunque Rusia lograra tomar Kiev e imponer allí un gobierno amigo, ¿cómo haría para sostenerlo? Seth Jones, un especialista en estudios estratégicos, lo planteó así: “Asumiendo una dotación de 150.000 soldados rusos en Ucrania, que tiene 44 millones de habitantes, eso supone una relación de 3,4 soldados por cada mil personas. No se puede controlar un territorio con esos números”.
Rusia parece haber encontrado en Ucrania dos poderosos obstáculos que no debieron haber pasado inadvertidos para sus servicios de inteligencia: la intensidad de su nacionalismo, confundido en las grandes ciudades con un deseo de “occidentalización”, y su capacidad de resistencia militar. Ucrania no es un país retrasado de perfil tercermundista sino que, incluso durante su pertenencia a la órbita soviética, ocupaba un lugar importante en la industria de armamentos, y exhibía una avanzada pericia tecnológica en ámbitos complejos como la energía nuclear o la aeronáutica. Ahora la ofensiva rusa destruyó su más ambicioso desarrollo: el prototipo de lo que se consideraba como el avión más grande del mundo, todavía en etapa experimental. Llamados a defenderse, los ucranios no carecen de esa inventiva capaz de lograr mucho con muy poco que los argentinos conocemos bien.
El nacionalismo ucranio es un fenómeno complejo cuyas raíces se hunden en la historia de un pueblo con poderosos vínculos identitarios que sin embargo pasó la mayor parte de su historia bajo el dominio de los polacos o de los rusos, y que probablemente habría terminado en manos de los alemanes si los nazis ganaban la guerra. De hecho, Ucrania se convirtió por primera vez en una nación independiente tras la implosión de la Unión Soviética. Y el nacionalismo ucranio, profundamente antirruso, mantuvo su vigencia hasta el día de hoy, desplegado en una decena de organizaciones políticas pero también con presencia entre los militares, y entre grupos paramilitares y de choque. Fueron estos grupos los que durante los últimos ocho años, con la complacencia de Occidente, condujeron una suerte de limpieza étnica contra los ucranios rusos o prorrusos del este del país que causó unos 15.000 muertos y exasperó a Putin.
El líder ruso y su aparato de inteligencia pusieron la mira en esos grupos, y por eso hablaron de “desnazificar” Ucrania, pero no advirtieron, o minimizaron, otro fenómeno que se venía desarrollando silenciosamente casi desde el nacimiento de la Ucrania independiente, una batalla por los corazones y las mentes gestada desde las usinas del globalismo, siguiendo una estrategia que según Ian Traynor, el veterano corresponsal de The Guardian en la región, ya había sido ensayada en Yugoslavia y en Georgia. Con financiación y asesoramiento de la Fundación Konrad Adenauer, Freedom House, la USAID, el Open Society Institute de George Soros, y otros jugadores habituales, operaron especialmente sobre estudiantes, profesores, periodistas y otros emisores de mensajes sociales, para generar un estado de opinión contrario a Rusia y favorable a Occidente.
Ese nuevo “estado de opinión”, por llamarlo de alguna manera, emergió por primera vez a la luz pública en 2004, durante la llamada “Revolución Naranja”, una pacífica protesta contra los resultados de unos comicios presidenciales celebrados ese año y ampliamente considerados como fraudulentos. Diez años después, en 2014 Ucrania asistió a la esta vez violenta “Revolución de la Dignidad”, un golpe de estado que sustituyó a un gobierno cuidadoso como todos los anteriores de las relaciones con Rusia, principal socio comercial de Ucrania, por otro decididamente volcado a buscar el ingreso del país a la Unión Europea y su admisión en el seno de la OTAN. La reacción defensiva inmediata de Moscú fue arrebatar la península de Crimea, donde se encuentra la estratégica base naval de Sebastopol, del control de una Ucrania manifiestamente hostil.
A lo largo de sus 22 años de historia independiente, por obra de su propia experiencia histórica, de la influencia de agentes externos como los mencionados por The Guardian, y por la dinámica social que envuelve a todos los países del mundo, se ha venido desarrollando y extendiendo en Ucrania una mentalidad tan decidida a abrazar por entero lo que percibe como “modernidad” como a renegar de sus lazos con Rusia, aunque ello equivalga a ignorar su propia historia. El gobierno encabezado por Volodímir Zelensky expresa cabalmente esa mentalidad, cuya visión enumera puntualmente Ucrania 2050 (todo parecido con Agenda 2030 es mera coincidencia), una ONG encabezada por el abogado y activista ucranio Eugen Czolij, quien se reivindica como heredero de la “Revolución de la Dignidad”.
“La organización no gubernamental Ucrania 2050 -dicen sus documentos- es una entidad sin fines de lucro creada para promover la implementación, en el término de una generación, hasta el año 2050, de una estrategia de desarrollo sostenible para Ucrania, como estado europeo, plenamente independiente, territorialmente íntegro, democrático, reformado y económicamente competitivo.” Para lograr esos fines, se propone obtener la plena incorporación de Ucrania en la Organización del Tratado del Atlántico Norte y en la Unión Europea; y alcanzar el status patriarcal tanto para la Iglesia Ortodoxa Ucrania, como para la Iglesia Greco-católica Ucrania. En otras palabras, romper todo lazo con Rusia y volcarse a Occidente.
Czolij es un personaje para tener en cuenta. En 2020 dirigió una carta a la Unión Europea en la que dijo que unirse a ese bloque “es algo por lo que vale la pena morir.” Ahora pidió que se removiera a Rusia del sistema interbancario Swift, y lo consiguió. Esta semana reclamó a la OTAN que impusiera una zona de exclusión aérea sobre Ucrania, y hasta el momento recibió las mismas respuestas reticentes que mereció inicialmente su iniciativa sobre el Swift. Sus demandas y sus propuestas parecen hacerse eco de esa nueva mentalidad o estado de opinión que describimos, prevaleciente en las grandes ciudades del oeste ucranio y visible en las entrevistas callejeras de los enviados a Kiev, que a simple vista puede confundirse con el nacionalismo tradicional pero que poco o nada tiene que ver con él.
Según observadores familiarizados con la región, que no le asignaban futuro alguno a las conversaciones de paz, Zelensky podría estar más que satisfecho con el desarrollo del conflicto. Los nacionalistas tradicionales, los que encuentran sus anclajes en la historia ucrania y en la rebeldía indómita de los cosacos, y que no trepidan en enarbolar símbolos nazis en sus apariciones públicas, suponen siempre una amenaza, un obstáculo potencial para cualquier adhesión entusiasta al globalismo occidental. Esos nacionalistas han estado en las primeras filas de resistencia al avance ruso, y los observadores citados creen que Zelensky deja que Putin se encargue del trabajo sucio de eliminarlos de la escena.
Si esta interpretación tiene algún grado de acierto, el mayor grado de satisfacción con el desenvolvimiento de la guerra en Ucrania debe encontrarse en este momento en la usinas del globalismo: provocaron a Rusia con casi una década de hostigamiento racial en el oeste ucranio y con reiteradas iniciativas destinadas a incorporar a Ucrania a la OTAN, la atrajeron a un conflicto armado de difícil resolución, y están debilitando y desgastando a la vez a los nacionalistas ucranios y a los nacionalistas rusos en una guerra de destrucción recíproca. Consiguieron además la “justificación moral” para imponer a Moscú lacerantes sanciones económicas. El globalismo ya ganó, sin disparar un tiro ni sacrificar un hombre. Los argentinos conocemos la estratagema porque la sufrimos en carne propia, cuando la inducida violencia setentista nos dejó a la vez sin liderazgos sociales y sin fuerzas armadas, y con un reguero de víctimas.
Cuando en un artículo anterior reivindiqué el poder del cañón para poner orden, además de sobreestimar la eficacia rusa, tal vez caí en el error contra el que muchas veces advertí en estas columnas: el de encarar problemas del presente con criterios del pasado. No sólo hay que apuntar bien el cañón, sino definir con acierto su naturaleza. Los conflictos del futuro parecen destinados a resolverse menos con la ocupación de colinas y ciudades que con el asedio y control de los corazones y las mentes. Occidente excluye a Rusia del sistema Swift y Moscú responde aprestando sus armas nucleares: hay una falta de correspondencia allí, un contraste entre dos conjuntos que no tienen ningún punto de intersección.
El conflicto en Ucrania brinda una lección para los nacionalistas empeñados en defender su territorio, su identidad, su cultura y sus creencias; plantea interrogantes sobre las armas y las estrategias, obliga a revisar el arsenal y a pensar en cómo deberían alistarse los nuevos ejércitos, exige una labor de inteligencia mucho más afinada que la que parece haber asistido a Putin, para detectar trampas y no tropezar con la misma piedra, como podría ocurrirle ahora a los ucranios. El poeta nacional Taras Shevchenco le reprochaba al líder cosaco Bodan Jmeltniski haber arrojado a Ucrania a los brazos de Rusia para rescatarla de los polacos. Tal vez algún poeta futuro tenga algo que decir sobre cómo Zelensky y Czolij intentan hoy librar a Ucrania del abrazo ruso.
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