Por Edgardo Zablotsky*
Fuente: Revista Criterio
Mayo 2022
El 31 de enero, de 2020 el Cato Institute publicó una interesante nota de Neal McCluskey, director del Cato’s Center for Educational Freedom. La nota discute dos esferas de la libertad: la libertad de actuar y la preservación de una sociedad en la cual exista diversidad.
La libertad de actuar significa esencialmente maximizar la autodeterminación; es decir, que no se use la coerción sobre los demás. Por supuesto, que ello implica que el gobierno trate a todas las personas por igual y no favorezca a unas, en perjuicio de otras, en sus intentos por alcanzar sus objetivos en la vida.
La libertad educativa, entendida como el derecho de los padres a decidir la educación de sus hijos, es consistente con dicha acepción de la libertad, y la educación pública no lo es. La educación pública implica intrínsecamente que el gobierno toma dinero de los contribuyentes y dice: “Esto es lo que los niños aprenderán, o no aprenderán y si sus padres desean o necesitan algo más para sus hijos, deberán pagar dos veces por icha educación diferencial, una a través de sus impuestos y otra a través del pago a la institución privada a la que eventualmente elijan enviar a sus hijos”.
En septiembre de 2019 publiqué en Criterio una nota titulada: “¿Quién Mejor que los Padres para Decidir la Educación de sus Propios Hijos?”, la cual desarrolla esta idea, por lo cual me limitaré a subrayar que nadie puede estar peor por tener la posibilidad de elegir. Si le preguntamos a un padre de niños en edad escolar si prefiere el actual sistema de educación pública gratuita o recibir un subsidio que le permita elegir la escuela a la que desee enviar a su hijo, ya sea pública o privada, religiosa o laica, su respuesta debería ser obvia, dado que ninguna familia estaría obligada a dejar de enviar sus hijos a una institución pública. Todo padre que desease una educación distinta para sus hijos, a la que hoy no tiene acceso por sus restricciones económicas, podría hacerlo y quien prefiriese que concurriesen a la escuela pública a la que asisten actualmente también podría hacerlo.
La segunda esfera de libertad, analizada por McCluskey, es el pluralismo, la diversidad, lo cual es consistente también con el concepto de libertad educativa pero no así con la educación pública. Es claro que no es posible defenderlo de no poner límites al accionar del gobierno, de tal forma que no tenga la potestad de estandarizar la sociedad en perjuicio de grupos específicos de ciudadanos.
Pensemos, por ejemplo, en padres de determinadas comunidades religiosas, étnicas, o de cualquier otro grupo que desea un tipo de educación específica para sus hijos, en algunas temáticas puntuales que van más allá de las habilidades que todo niño debe poseer para desarrollarse en la vida. La educación pública se basa en la premisa de que, independientemente de los valores de los padres, el estado habrá de decidir qué entrará en las cabezas de los niños con el dinero que se recauda. La libertad de los padres para decidir la escuela a la que concurrirán sus hijos, de permitirse independencia en las currículas de las escuelas privadas, restringiría al gobierno de tomar partido entre los múltiples de intereses y/o valores de las distintas familias que conforman la sociedad, en temas tan sensibles, por ejemplo, como la ideología de género o la ley de educación sexual integral.
Veamos ahora una tercera esfera de la libertad asociada a la educación, la cual generalmente no es considerada por centrarse la atención tan sólo en la educación formal. A modo de ilustración, a principios de marzo pasado, el Padre Pedro Opeka hizo pública una carta abierta condenando la invasión a Ucrania. En sus propias palabras: “Hermano Vladimir, este jueves 24 de febrero nos despertamos con gran asombro, al enterarnos de que declaraste la guerra y desencadenaste el ataque sobre la población ucraniana, nación soberana que respeta las leyes internacionales y nunca tuvo como intención atacar a Rusia… Los ciudadanos de numerosos países sentimos una gran amargura, tristeza y vergüenza por tus acciones, llenas de locura y megalomanía…¡Hombres y mujeres libres, humanistas de nuestro mundo! ¡Levanten su voz y condenen estas acciones bárbaras, atroces, contra el pueblo ucraniano!”
Hoy, casi un mes después, la condena al criminal accionar de Vladimir Putín es generalizada, hay crecientes llamamientos a nivel internacional para que la Corte Penal Internacional procese a Vladimir Putin como criminal de guerra por los ataques llevados a cabo contra civiles indefensos.
¿Qué se enseña sobre esta tragedia en nuestras escuelas? Al fin y al cabo, educar es más que la educación formal; educar es también educar en valores, como bien lo señala Jean-Michel Blanquer, ministro de Educación de Francia, quien en abril de 2018 declaró que “la escuela debe transmitir saberes pero también valores”.
Valores, he aquí la cuestión. De lo contrario podríamos llegar al absurdo de aceptar, como nos advierte Alberto Benegas Lynch, que un pueblo educado como el alemán permitió llegar al gobierno a Adolf Hitler, cuando en realidad el pueblo alemán era profundamente deseducado en contra de los valores de la libertad, por el estudio sistemático de ideas de autores como Herder, Hegel, Schelling y List en los colegios y universidades. Por ello, agrega Benegas Lynch: “Siempre la educación, para bien o para mal, prepara el ámbito de lo que sucederá en el terreno político”.
¿Qué valores enseñamos en nuestras escuelas? Cómo no recordar aquel tweet del, por entonces, ministro de Educación, Alberto Sileoni, el 11 de septiembre 2012: “Un buen educador es un militante que está comprometido con su trabajo”. Cómo no recordar el accionar de los talleres de la Cámpora en las escuelas, con el propósito de difundir los ideales kirchneristas entre los alumnos de establecimientos secundarios. Cómo no recordar las declaraciones de la, por entonces, viceministra de Educación, Adriana Puiggros, el 22 de abril de 2020, frente a la emergencia sanitaria que nos tocó vivir: “El coronavirus infectó sociedades humanas enfermas de neoliberalismo. La destrucción ambiental llevada a cabo por el capitalismo financiero liberó el virus. El irreflenable impulso de los dueños del capital produce una espiral que se retuerce engullendo a la Sociedad”.
Retornemos a la tragedia ucraniana. Ursula von der Leyen, presidente de la Comisión Europea, expresó al respecto: “Si la libertad tiene un nombre, ese nombre es Ucrania” y agregó: “la bandera de Ucrania es la bandera de la libertad”, elogiando su valentía frente al criminal accionar de Rusia. ¿Qué valores enseñamos en nuestras escuelas? ¿No se debería enseñar el valioso ejemplo del pueblo ucraniano en defensa de su libertad?
Si deseamos nunca más ser gobernados por descabellados y/o corruptos iluminados, sean de la ideología que sean, debemos educar a nuestros jóvenes para la libertad, nuestro futuro como sociedad depende de ello.
Veamos finalmente la cuarta y última esfera de la libertad que analizaremos en esta nota. Es claro que el propósito actual de la educación sigue siendo preparar a los jóvenes para desarrollarse en la sociedad que encontrarán en su vida adulta. Pero estamos en un mundo que cambia a un ritmo sin precedentes, por eso la educación también debe cambiar.
Aprender a aprender, esa es la idea. La tecnología lo facilita de una manera increíble si somos capaces de utilizarla. Por ello, centremos la atención en la formidable libertad que en el terreno educativo ha generado la revolución tecnológica.
Cada joven es distinto, y no puede caminar sobre esta cinta sin fin de adquisición de nuevos conocimientos sino goza de la libertad de elegir qué es lo que necesita aprender en cada momento y dónde puede encontrarlo. La revolución tecnológica permite justamente eso y el docente deberá ser un guía que motive al alumno a desear ejercer la libertad de aprender por sí mismo.
Llegará el día que cada estudiante haga uso de dicha libertad para armar la currícula que desee, eligiendo cursos que se ofrezcan en distintas universidades, en distintos lugares del mundo, ya sean sincrónicos o asincrónicos. Obviamente, eso será posible cuando en las búsquedas laborales no se requiera un título sino una certificación de conocimientos. Parece un futuro lejano, pero no lo es. La velocidad del cambio tecnológico es tal que perdemos noción de ella y se acelera exponencialmente.
Tarde o temprano el avance tecnológico será tal que pensar que un estudiante deba estar sentado varias horas al día en un aula, cursando durante cinco o seis años un conjunto de materias decididas por burócratas en algún momento lejano del tiempo, será tan sólo un recuerdo.
Es claro que para que ello sea una realidad el paradigma educativo deberá cambiar. Ya no enseñar a nuestros alumnos conocimientos específicos, sino la capacidad de aprender por ellos mismos y de utilizar todos los recursos que la tecnología les ofrece para educarse a lo largo de su vida, haciendo un uso responsable de esta increíble libertad.
*Rector de la Universidad del CEMA y Miembro de la Academia Nacional de Educación.
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