Por Gustavo Irrazábal*
Fuente: La Nación
3 de agosto de 2022

Recientemente se difundió el posteo de un conocido dirigente social que sugería la confiscación de silobolsas de soja para responder a la presente emergencia social. En su opinión, solo medidas de este tipo conjurarían el peligro del “estallido social” y el derramamiento de sangre. Sin embargo, sus hipotéticos beneficiarios, inconformes con las migajas de esa redistribución compulsiva, lejos de apaciguarse, podrían también pensar: ¿para qué esperar que lo haga el Estado? En rigor, nada parece más apto para propiciar los saqueos que la sensación de que las leyes que protegen la propiedad ya no están vigentes, de modo que cualquiera puede tomar de los demás lo que crea que necesita. De hecho, históricamente, los episodios de saqueos masivos en nuestro país no han tenido relación directa con la necesidad extrema, sino más bien con el desorden generalizado y el vacío de autoridad (además de un grado no despreciable de organización, a juzgar por el sugestivo timing político de estos fenómenos supuestamente espontáneos).

Pero el reclamo mencionado ¿no sería una manera concreta de aplicar la doctrina de la “función social” de la propiedad enseñada por la Iglesia Católica? La respuesta es claramente negativa, porque si toda “necesidad social” tuviera prioridad automática sobre la propiedad privada, ello equivaldría a la eliminación lisa y llana de esta última. Primero, por ejemplo, los silobolsas ¿y después qué? ¿Por qué detenerse ahí y no seguir adelante? Por lo demás, es evidente que ese tipo de confiscaciones podrían perpetrarse una sola vez, ya que a continuación los productores abandonarían su actividad por temor a verse despojados nuevamente del fruto de su esfuerzo. ¿No se seguirían de allí consecuencias mucho peores para los más necesitados que las que en teoría se busca evitar?

Santo Tomás justifica la propiedad privada con argumentos prácticos: esta institución permite un mejor cuidado de los bienes (siempre cuidamos mejor de lo propio), una administración más ordenada de estos (cada cual se dedica a los suyos) y un ambiente de paz social porque cada uno sabe claramente qué es lo propio y qué no lo es. ¿No es esta la principal “función social” de la propiedad? Podemos agregar que aquí encontramos el verdadero motor del desarrollo económico: la autonomía frente al Estado, el estímulo para la iniciativa privada, la creatividad, la inversión, la producción, el intercambio. Hacer circular la riqueza a través de transacciones voluntarias es la mejor manera de beneficiar a la sociedad. No hay otro camino real para superar la pobreza.

Es cierto que esta “función social” de la propiedad tiene expresiones más directas. Para el teólogo citado, en el “uso” de los bienes propios deberíamos tener en cuenta las necesidades de los demás. Pero aclara que cada uno es dueño de decidir libremente el alcance y las modalidades de ese uso, según criterios prudenciales y conforme a las exigencias de la caridad. Solo en situaciones extremas la propiedad privada de un bien particular podría ceder ante la necesidad de subsistencia del prójimo, por razones de justicia. Pero se trata de casos particulares, y no de políticas generales impuestas desde el Estado. Estas últimas en todo caso deberían desempeñar conforme al pensamiento social católico una función subsidiaria, a través de ayudas focalizadas y transitorias, para evitar la dependencia y el clientelismo, siendo la sociedad civil a través de sus organizaciones la primera responsable de ejercitar la solidaridad.

Lamentablemente, lo que hoy solemos llamar “función social” de la propiedad se ha reducido indebidamente a uno solo de los aspectos que hemos señalado: al rol del Estado −convertido además en protagonista excluyente− sin suficiente preocupación por determinar con claridad los límites de sus atribuciones. Esto significa poner en manos de los gobiernos de turno un poder altamente discrecional, que siempre encontrará la manera de sortear las leyes o moldearlas según la propia conveniencia. Los católicos hemos sido históricamente propensos a presumir que los gobiernos, sus funcionarios, y hoy también los dirigentes sociales, actúan por regla buscando el bien común y no sus intereses particulares y los de los grupos que favorecen. Es hora de invertir esta ingenua presunción y no tentar al Estado agitando imprudentemente la bandera de la “función social” de la propiedad, lo que equivale a postular al lobo como guardián de las ovejas.

*Pbro. Miembro del Consejo Consultivo del Instituto Acton