Por Enrique Aguilar*
Fuente: La Nación
15 de julio de 2022
Existe un pacto implícito en la Argentina, ratificado a diario por buena parte de nuestra dirigencia política. Su cláusula fundamental establece más o menos lo siguiente: “Nosotros, políticos de profesión que aspiramos al ejercicio de las principales funciones de gobierno o a mantener las que ya ejercemos, nos comprometemos mutua y alternativamente a colonizar el Estado mediante el reparto de nombramientos que nos permitan vivir a expensas del sector productivo del país, aunque esto implique financiar con una mayor presión tributaria el sostenimiento de una planta que necesariamente deberá ser incrementada con personas confiables (de preferencia parientes, amigos y otros allegados) para el buen cumplimento del fin antedicho”.
Este contrato incluye en su cuerpo otras cláusulas significativas: “Promoveremos cambios para que nada cambie. Discutiremos agitadamente, nos repartiremos culpas y el conflicto escalará entre nosotros. Sin embargo, un consenso de base impedirá nuestra irreversible fractura. Ni escrito ni divulgado, este acuerdo permitirá que, a la hora de la verdad, nuestros disensos cedan ante el requerimiento de mantener el statu quo. La proliferación de cargos y dependencias, los acomodos y favoritismos, las “cajas” que manejamos, los privilegios de que gozamos, nuestros regímenes especiales, nuestras retribuciones ordinarias y, sobre todo, los centenares de negocios que es posible generar cuando se ostentan determinadas responsabilidades de conducción en el nivel nacional y en los subnacionales, no serán materia de discusión entre nosotros. Los efectos perniciosos que estos negocios tienen sobre el fisco y el bolsillo de los contribuyentes tampoco serán contrarrestados con ninguna decisión que suponga un recorte ostensible de gastos o eliminación de puestos”.
Legitimado por el paso del tiempo, refrendado por varias generaciones de políticos e indirectamente convalidado por sectores de la sociedad que son en parte beneficiarios de estas prácticas patrimonialistas (es decir, las que se apropian de las reparticiones de gobierno como si fueran propiedad de quienes las administran), el contrato de marras difícilmente será revocado hasta tanto no digan basta los que sostienen con sus impuestos este inmenso engranaje prebendario. Entretanto, como escribió Germán Sanchis Muñoz, la captura del Estado continuará sirviendo “tanto para lucrar con la remuneración o el favor político, como para extraer recursos públicos de manera ilegítima, o incluso, para entregar los resortes de control estatal a sectores o corporaciones que el mismo Estado debiera estar controlando”.
Unámonos, parecen decirse entre sí muchos de nuestros políticos. Blindémonos ante la posibilidad de tener que ganarnos el pan en un oficio privado. Demos sanción a las normas que garanticen nuestro bienestar presente y futuro. Si resultan confiscatorias, apelemos al interés general o a la emergencia económica, pretextos siempre a la mano cuando se trata de justificar lo injustificable. Encubramos hechos de corrupción o denunciemos solo los más flagrantes, siempre y cuando no procedan de nuestras filas. Nombremos aliados incondicionales en los organismos de fiscalización porque nada es mejor que controlarse a uno mismo para evitar que otros se inmiscuyan. Por fin, mostrémonos en el llano aparentando empatizar con los que nos pagan el sueldo. Sobre todo, hagamos caso omiso al consejo del bachiller Sansón Carrasco, cuando decía: “Mirad, Sancho, que los oficios mudan las costumbres y podría ser que viéndoos gobernador no conociésedes a la madre que os parió”.
Tal vez resulte ilusorio pensar que del seno de la coalición gobernante pueda surgir cualquier intento serio de estructuración y despolitización de un hipertrofiado aparato estatal, pues está claro que no basta, a estos efectos, con un mero congelamiento de contrataciones. Siendo así, habrá que cifrar alguna esperanza en que, entre los representantes de la oposición, sobresalga alguien que se proponga combatir de una vez por todas el patrimonialismo, por más que ello suponga delatar a los propios socios que hubieran incurrido en ese vicio. Quien se lance a esta embestida contará seguramente con el apoyo electoral de una ciudadanía harta ya de ser, gobierne quien gobierne, el convidado de piedra.
*Profesor de teoría política y Miembro del Consejo Consultivo del Instituto Acton
Deja tu comentario