Por Martin Rhonheimer
Fuente: Austrian Institute
30 de diciembre de 2022


Durante mucho tiempo, la política occidental se vio a sí misma como una especie de caridad, en la que los estados gastaban grandes sumas de dinero en asistencia social y en todo tipo de rescates. Gracias a las tasas de interés artificialmente bajas, los estados acumularon deuda tras deuda a un costo prácticamente nulo. El Banco Central Europeo se había convertido en un servidor complaciente de los políticos, y aplicaba trucos para disfrazar su financiamiento estatal monetario, financiamiento que en sí mismo estaba prohibido (por las directivas del propio BCE). Las consecuencias de este exceso inflacionario de dinero barato ahora se están volviendo dolorosas y cada vez más amenazantes, como se evidencia en la erosión socialmente dañina del poder adquisitivo de nuestros ingresos y activos.

Pero entonces, de repente: ¡Guerra en Europa! La gente empezó a hablar sobre el cambio de los tiempos, el armamento, los escudos de defensa europeos y cosas por el estilo. Incluso los políticos más verdes y con tendencias socialdemócratas más recalcitrantes ahora apoyan las entregas de armas a las zonas de guerra e incluso muerden, aunque de mala gana, lo que para ellos es la manzana más amarga: el uso de la energía nuclear. Después de todo, las personas con bajos ingresos ya no pueden pagar los costos de electricidad y calefacción, cuyo aumento ahora se suma a la inflación causada por la política monetaria, y uno no quiere que sus votantes se congelen en el invierno.

Todo esto sucede porque tenemos nuevamente un enemigo claro con nombre: la Rusia de Vladimir Putin. El nombre Putin ahora representa todo lo que contradice los valores e ideales occidentales. El presidente ruso amenaza nuestra paz, seguridad y prosperidad. Es el enemigo clásico, no solo del pueblo y la nación ucraniana, sino —como se dijo en épocas anteriores— del Occidente libre. La política ahora, de repente, ya no es un evento de caridad y bienestar; se ha convertido en un asunto amargamente serio. El reciente llamamiento de un Jürgen Habermas a la renovación de la razón comunicativa y al diálogo con el agresor parece poco realista en este contexto.

Por el contrario, la definición de Carl Schmitt de lo político como una “distinción entre amigo y enemigo” parece ser una alternativa a la negación de la realidad de Habermas y una brújula más clara. En 1932, el abogado constitucionalista alemán, que había caído en descrédito como apologista legal del terror nazi, escribió en su famoso ensayo “El concepto de lo político” (“Der Begriff des Politischen”) que “toda acción política en el sentido específico se remonta a esta distinción”, y que los motivos de esta acción también están moldeados por ella.

Por eso, el filósofo Konrad Paul Liessmann escribió recientemente en el Neue Zürcher Zeitung ( 20 de agosto de 2022), que ahora se trata de “recuperar la intuición de que no existe una política digna de ese nombre sin la distinción entre amigo y enemigo”. Esto es cierto en un sentido trivial, por supuesto; en tiempos de guerra, es incluso obvio. Pero, ¿necesita la política, para ser política, de la distinción entre amigo y enemigo? ¿Expresa realmente esta distinción la esencia misma de lo político? ¿Y es tal comprensión de la política la alternativa liberal a la razón comunicativa libre de reglas de Habermas? O, dicho de otro modo, ¿un Estado cuya existencia está amenazada por un enemigo externo encarna mejor lo político, y más puramente, que un Estado que vive en una paz legalmente ordenada y en intercambio comercial con sus vecinos?

El elemento definitorio de la política descansa en la ley.

Estas preguntas ya indican que la definición de Schmitt de lo político es deficiente. Al igual que la opinión de que es solo gracias a la Rusia de Putin, que finalmente sabemos de nuevo qué es realmente la política. Porque el concepto de política de Schmitt pende en el vacío. La esencia de la política no está determinada por la distinción entre amigo y enemigo, sino por la ley. Al menos, así lo vio toda la tradición europea, y así lo vio también la época moderna y la Ilustración, no sólo Kant, sino ya Thomas Hobbes, a quien Carl Schmitt erróneamente reclama como principal testigo de su posición.

Porque la interpretación que hace Schmitt de Hobbes se basa en un malentendido. Hobbes, de hecho, representa el fundamento del positivismo jurídico sobre la ley natural. Efectivamente escribió: “Autoritas, non veritas facit legem” (“La autoridad [del Estado], no la verdad, determina la ley”), pero eso se refiere sólo a la ley positiva, no a la ley como tal. La ley es ante todo ley natural, para cuya conservación las personas, por temor a una muerte violenta y con la ayuda de catorce “leyes naturales” comandadas por la razón, renuncian a la violencia y autorizan a un poder gubernamental soberano a poseer un monopolio legítimo sobre la violencia. Al eliminar autoritativamente la legislación de la contienda entre verdades en disputa, se “asegura la paz como un medio de autoconservación” (Leviathan, cap. 15). Ahora bien, esto no sucede sobre un trasfondo de una “nada normativa” (Carl Schmitt), sino precisamente por el derecho natural de todo ser humano a defender su propia vida con todos los medios a su alcance.

El Hobbes deficiente y los juristas visionarios del “common law”.

El Leviatán de Hobbes es, por lo tanto, un estado de derecho en un sentido extremadamente precario pero fundamental. La política se basa en el derecho del individuo a la autoconservación y en la razón natural, que a partir de este derecho apunta a la paz como el estado óptimo para la autoconservación. Así, para Hobbes, lo realmente político es precisamente la superación de la relación amigo-enemigo que domina en la “guerra de todos contra todos”. Sin embargo, esto se hace mediante el empoderamiento de un soberano que ahora determina con autoridad, como razón pública al servicio de la paz, lo que debe considerarse justo e injusto, pero que, paradójicamente, pone en peligro precisamente aquello para lo que fue designado: la preservación de ley.

Hobbes consideraba a los juristas ingleses del common law como sus oponentes. Ellos también vieron en lo político una realidad relacionada con la ley y obligada por la ley, una ley, sin embargo, que era tradición y ley judicial viva al mismo tiempo, una institución que el gran Presidente del Tribunal Supremo Edward Coke, autor de la famosa “Petition of Right” (1628), denominaba “razón artificial” y cuya función constitucionalmente ordenadora se desarrollaba en el marco de una legislación parlamentaria y una estructura de poder determinada por “checks and balances” (N. del T.: “pesos y contrapesos”), como se denominaba en los Comentarios sobre las leyes de Inglaterra” de William Blackstone (1765).”

El principio organizador moderno y liberal del estado de derecho —la justificación última de la acción política y un criterio de su legitimidad— se deriva, aunque no exclusivamente, de la tradición constitucional del common law anglosajón. El histórico relato de Montesquieu sobre la separación de poderes se encuentra, no por casualidad, en un capítulo titulado “Da la constitution de l’Angleterre” (De l’Esprit des lois, 11, 6).

Una brújula liberal: La política como lucha por el derecho.

No se niega por tanto que la distinción entre amigo y enemigo pertenece a lo político, que está siempre latentemente inherente en él, y que también está presente de hecho en los casos del agresor externo o del enemigo constitucional interno. Pero incluso en estos casos —y este es el meollo del asunto— la distinción entre amigo y enemigo no es la distinción original; permanece vinculada a la ley. Si no se quiere perder la brújula liberal, esta última es la categoría fundamental. Vladimir Putin es un “enemigo público” porque es enemigo de nuestro orden jurídico liberal, más aún del derecho en general, y precisamente por eso es también una amenaza existencial.

Según la intuición fundamental de Aristóteles al comienzo de sus libros sobre la política —y todavía está presente también en Habermas— la especificidad de la convivencia humana se basa en el lenguaje y la razón (ambos “logos”), que son capaces de distinguir el bien del mal. La comprensión de lo justo, según Aristóteles, funda el Estado, la polis, cuya ordenación y gestión se llama “política”. Los grandes teóricos modernos del derecho internacional, como Francisco de Vitoria y Hugo Grotius, también se situaron en esta tradición.

No es porque la Rusia de Putin se haya revelado como nuestro enemigo que ahora estamos en condiciones de redescubrir lo político, sino al revés: porque lo político en el entendimiento de Europa se basa en el derecho, podemos reconocer a Putin, el gran despreciador de la ley, como nuestro enemigo. De lo contrario, él podría simplemente ser el más fuerte, el más inteligente, alguien con quien tal vez, con un poco de razón comunicativa, llegásemos a un compromiso después de todo, solo para que no tengamos que congelarnos en invierno.

Este artículo apareció originalmente en Neue Zürcher Zeitung, 14 de noviembre de 2022, p. 31, bajo el título “Es tobt ein Kampf um die Herrschaft des Rechts”, en línea en nzz.ch.