Por Francisco José Contreras
Fuente: Religión en Libertad
15 de febrero de 2023

 

Razón, fe y guerra cultural

Cuando Joseph Ratzinger fue designado obispo de Múnich en 1977, consultó a su confesor si tenía derecho a declinar el honor: él amaba su tarea de docente, investigador, teólogo universitario. Su confesor dijo: «Debes aceptar»1. Tras un cuarto de siglo como eminencia gris de Juan Pablo II, al morir éste en 2005, Ratzinger, ya de 78 años, creía por fin llegada la hora de un retiro de estudio y oración en alguna parroquia rural bávara. Entonces vio cernirse sobre él «la hoja de la guillotina», la elección como Papa2. «Cuando seas viejo, extenderás las manos, y otro te ceñirá, y te llevará a donde no quieras» (Jn 21, 18). Durante ocho años exprimió sus últimas fuerzas al timón de la barca de Pedro.

Ratzinger no tuvo la suficiencia ególatra de tantos intelectuales: todos los que le trataron acreditan su dulzura y humildad personal, que se adivinaba también en sus intervenciones públicas3. Pero ha sido uno de los Papas de más talla intelectual de la Historia: ha terciado de forma sugestiva en los grandes debates de nuestra época, ha ofrecido una apología del cristianismo a la altura del siglo XXI.

En lo religioso, la Europa actual se divide en cuatro sectores: una minoría de cristianos convencidos; una gran masa de gente indiferente, que vive de espaldas a las cuestiones últimas; un grupo creciente de ateos hostiles que han interiorizado el relato woke del cristianismo como barbarie machista-racista-homófoba; y un grupo de «cristianos culturales» («ateos piadosos», se les llama en Italia), es decir, personas que valoran «las raíces cristianas», que reconocen que los valores cristianos son la base de nuestra civilización, pero que no son capaces de creer. Quintana Paz se ha referido a ellos así: «Personas que, sin ser muy de misas, admiran las iglesias donde se celebran (y estarían dispuestas incluso a dar su vida por defenderlas)»4.

Este último grupo es muy interesante; Ratzinger -que debatió públicamente con Pera, Habermas y Flores d’Arcais entre otros- les tendió la mano y llegó a idear para ellos el espacio de diálogo del Patio de los Gentiles: «Son personas que no se sienten en condiciones de dar el paso de la fe eclesial, pero que muy a menudo buscan apasionadamente la verdad y sufren por la falta de verdad en el hombre, retomando precisamente así los contenidos esenciales de la cultura y de la fe»5. En otra ocasión habló de «una ética veluti si Deus daretur», basada en intentar vivir «como si Dios existiera»6.

Pero no se ve por qué habría que esforzarse por vivir «como si Dios existiera» (con lo que esto puede comportar de sacrificio y renuncia) … si Dios no existe. No parece viable a largo plazo una cristiandad hecha sólo de «ateos piadosos»7. La civilización occidental tiene un futuro muy incierto si los cristianos culturales no consiguen convertirse en cristianos a secas. Y para intentarlo, lo mejor que pueden hacer es… leer a Ratzinger.

En este trabajo revisaré las aportaciones de Joseph Ratzinger-Benedicto XVI en seis áreas: 1) Defensa de la razón; 2) Necesidad de la fe; 3) La ley natural; 4) Matrimonio y familia; 5) Democracia y libertad religiosa; 6) La belleza.

Defensa de la razón

En el relato de Chesterton «La cruz azul», el padre Brown le dice esto a Flambeau, ladrón refinado que había convertido sus fechorías en arte: «Sé que la gente acusa a la Iglesia de menospreciar a la razón, pero ocurre justo lo contrario. En toda la tierra, sólo la Iglesia hace de la razón lo verdaderamente supremo. Sólo ella afirma que el propio Dios está limitado por la razón»8. Como el teólogo-detective, el mensaje principal que Benedicto XVI intentó dirigir a sus contemporáneos fue que, en contra de la opinión popular, la Iglesia no sólo no es enemiga de la razón, sino que de hecho es su última defensora.

La filosofía por defecto del Occidente del siglo XXI es el cientifismo: sólo lo científicamente demostrable se considera cierto. Esto implica una drástica autolimitación de la razón humana, pues las preguntas más importantes (por ejemplo, por decirlo con Kant, ¿qué puedo conocer?, ¿cómo debo vivir?, ¿qué me cabe esperar [tras la muerte]?) no son científicamente resolubles. El método científico, muy eficaz en su esfera (la comprensión y predicción del funcionamiento de la naturaleza física mediante la identificación de las leyes que la gobiernan) no es el único instrumento mediante el que el hombre puede buscar la verdad. El método científico, por su propia naturaleza, sólo es competente para indagar lo visible y mensurable; pero las fronteras de lo científicamente indagable no tienen por qué coincidir con las de lo real: «Nos hemos situado -escribió Ratzinger en 1968- en nuestra perspectiva, que es la de lo visible, la de lo que podemos abarcar y medir. Los métodos de las ciencias naturales consisten en que se limitan a lo que aparece»9. Pero si aceptáramos que sólo tienen sentido las preguntas científicamente contestables, «entonces el hombre mismo sufriría una reducción, pues los interrogantes propiamente humanos, es decir, de dónde viene y a dónde va, los interrogantes de la religión y de la ética, no pueden encontrar lugar en el espacio de la razón común descrita por la ciencia […] y tienen que desplazarse al ámbito de lo subjetivo»10. «Si el hombre […] tiene que dejar esos problemas decisivos a merced de un sentimiento separado de la razón, entonces no estamos exaltando la razón sino deshonrándola»11.

«Desplazar la religión y la ética al ámbito de lo subjetivo» significa relativizarlas y emotivizarlas. En materia religioso-moral no cabría la argumentación racional, sino sólo los sentimientos. Estas ideas encontraron una formulación filosófica, por ejemplo, en el emotivismo ético: «Cuando califico a una acción como “buena”, expreso el hecho de que yo la deseo» (Moritz Schlick, del Círculo de Viena). «Al decir que cierto tipo de acción es bueno o malo, no hago una afirmación factual […]: expreso simplemente ciertos sentimientos morales. Y el hombre que me contradice expresa simplemente sus sentimientos morales. No tiene sentido preguntar quién de nosotros tiene razón, pues ninguno de nosotros formula una proposición genuina» (Alfred J. Ayer)12. El emotivismo ético ha pasado del nivel de la filosofía sofisticada al de la «sabiduría convencional» callejera. Como ha escrito Alasdair Macintyre, «la moral no es ya lo que fue […]; hoy la gente piensa, habla y actúa en gran medida como si el emotivismo fuera verdadero […]. El emotivismo está incorporado a nuestra cultura. […] Esto marca una degeneración y una grave pérdida cultural»13.

La subjetivización/emotivización de lo religioso también implica una -inaceptable para Ratzinger- devaluación de la fe al nivel de lo irracional. Es una tentación peligrosa para la religión. Los adalides del «pensamiento débil» postmoderno están dispuestos a perdonarle la vida al cristianismo si renuncia a su pretensión de ser la verdad y acepta ocupar un estante más en el supermercado de «tradiciones», «espiritualidades» o «creencias», junto al tarot, el yoga o el New Age. Ratzinger se opuso categóricamente: «¿No podríamos limitarnos, con Richard Rorty, a entender el cristianismo como una tradición entre otras, sin plantear su pretensión de ser la verdad? […] [La fe, así, pertenecería] al ámbito de la costumbre, no al de la verdad. [Pero] Ya Tertuliano había acuñado esta bellísima afirmación: “Cristo no dijo “Yo soy la Costumbre”, sino “Yo soy la Verdad”. […] El cristianismo quiere ser creído como el camino, la verdad y la vida»14.

El occidental postmoderno, que desdeña como «irracional» al hombre de fe, está dando por buena una concepción mutilada de la razón. En toda su trayectoria -como teólogo, como profesor y como Papa- Benedicto XVI nunca dejó de llamar, no al sacrificio de la racionalidad sino, al contrario, a su ampliación o restauración: «[Debemos rechazar] los intentos estrechos y fundamentalmente irracionales de limitar el alcance de la razón. El concepto de razón, en cambio, tiene que “ensancharse” para ser capaz de explorar y abarcar los aspectos de la realidad que van más allá de lo puramente empírico»15. «Nuestra fe se opone a la resignación que considera al hombre incapaz de la verdad, como si esta fuera demasiado grande para él. Estoy convencido de que esta resignación es el núcleo de la crisis de Occidente, de Europa»16.

O el cristianismo es la verdad, o no es nada (al menos, nada digno de preservar). Y el problema de Occidente es que el concepto mismo de verdad se está disolviendo: suena autoritario y obsoleto. Si acaso, todavía se acepta su vigencia, según dijimos, en el plano de lo científicamente demostrable. Esta confusión del perímetro de lo científicamente demostrable (una demostración, por otra parte, siempre provisional, «falsable», como diría Popper) con el de lo real no es científica, sino «cientifista». El cientifismo es autocontradictorio: la afirmación «sólo existe lo científicamente comprobable» no es, ella misma, científicamente comprobable17. El «cientifismo» [scientism] no es ciencia, sino filosofía; filosofía muy defectuosa, según Ratzinger: «Está en contradicción con la esencia de la filosofía un tipo de procedimiento […] que prohíbe a la filosofía plantear la cuestión acerca de la verdad [en los terrenos que excedan lo científicamente verificable]. Esta cerrazón de la razón en sí misma, este empequeñecimiento de la razón, no puede ser la norma para la filosofía»18.

Excede las posibilidades de este trabajo hacer un recuento detallado de cómo ha ido declinando la confianza occidental en la razón. Señalemos sólo que el proceso comenzó hacia 1700; como afirmara Ortega y Gasset en El tema de nuestro tiempo, el apogeo del racionalismo no tuvo lugar en el siglo XVIII -pese a su vitola de «siglo de las Luces»- sino en el XVII: «Entre el Renacimiento y 1700, se construyen los grandes sistemas racionalistas [Descartes, Spinoza, Leibniz…]. […] Desde 1700 empieza el propio racionalismo a descubrir […] los límites de la razón, sus confines con el ámbito infinito de lo irracional»19. En efecto, el empirismo de Locke -¡y no digamos el de Hume!- ya implica un notable recorte de las aspiraciones de la razón, que se limita a relacionar entre sí los datos de la experiencia sensible. Kant, en la segunda mitad del siglo, confina el conocimiento humano en los límites de lo fenoménico (las cosas tal como son captadas/interpretadas por nuestras facultades cognoscitivas), declarando inaccesibles las «cosas en sí» (noúmenos): «El noúmeno sólo puede valer en cuanto concepto límite [Grenzbegriff], para limitar la arrogancia de la sensibilidad» (Crítica de la razón pura)20.

El siglo XIX es el del positivismo… o sea, el del cientifismo. Comte propuso el célebre esquema de tres etapas en el progreso cognoscitivo: estadios «teológico», «metafísico» y «positivo». Ahora bien, en este último la certeza del conocimiento es comprada al precio de la renuncia a todas las cuestiones metaempíricas: «En el estado positivo, el espíritu humano, reconociendo la imposibilidad de obtener nociones absolutas, renuncia a buscar el origen y destino del universo y a conocer las causas íntimas de los fenómenos, limitándose a descubrir, mediante el uso combinado del razonamiento y de la observación, leyes efectivas de los mismos, es decir, sus relaciones invariables de sucesión y semejanza»21. O sea: ser racional consistiría en declarar insolubles las preguntas más importantes y conformarse con identificar patrones de funcionamiento físico-natural que nos permitan dominar nuestro entorno («ciencia, por tanto, previsión; previsión, por tanto, acción»).

Esta ascesis o autocastración epistemológica, ya establecida por el positivismo cientifista del siglo XIX, llegará a su clímax con el (neo)positivismo lógico del XX, que declarará que los grandes interrogantes simplemente carecen de sentido. Los problemas filosóficos son pseudoproblemas y las respuestas que filósofos y teólogos han intentado darles durante milenios, pseudoproposiciones. «El método correcto de la filosofía sería propiamente éste: no decir nada más que lo que se puede decir, o sea, proposiciones de la ciencia natural, o sea, algo que nada tiene que ver con la filosofía, y entonces, cuantas veces alguien quisiera decir algo metafísico, probarle que en sus proposiciones no había dado significado a ciertos signos», sostiene Wittgenstein en el Tractatus Lógico-Philosophicus, quizás la obra (anti)filosófica más importante del siglo XX. El Círculo de Viena (Carnap, Hahn, Neurath), por su parte, decretó que no existen misterios y que «todo es superficie»: «En la ciencia no existen “profundidades”, por todos lados el terreno es llano.Todo es accesible al hombre. […] La concepción científica del mundo no conoce enigmas sin resolver»22.

En realidad, el positivismo lógico es una fatwa arbitraria contra la filosofía. Arbitraria en tanto que autodestructiva: la proposición «sólo tienen sentido las tautologías -del tipo “un triángulo tiene tres lados”- y las proposiciones empíricamente verificables» no es, ella misma, ni tautológica ni empíricamente verificable.

Otras corrientes intelectuales del siglo XX y principios del XXI -con raíces en el XIX- han continuado erosionando la confianza en la razón. Destacan los «maestros de la sospecha»: Marx ve en cualquier argumentación una racionalización de intereses de clase, y en la «superestructura» cultural una secreción de la «estructura» socio-económica; Nietzsche, un disfraz de la voluntad de poder; Freud, una delgada película bajo la que se ocultan las profundidades insondables de un «ello» irracional.

Lo interesante es que algunos de los pensadores más influyentes del último tercio del siglo XX beben de la «filosofía de la sospecha», pero llevándola a conclusiones aún más irracionalistas, como supieron ver Luc Ferry y Alain Renaut en la obra que dedicaron al «pensamiento 1968». Por ejemplo, Jacques Lacan fue «más freudiano que Freud»: aunque Freud haya revelado el mar oscuro del subconsciente, su perspectiva sigue siendo racionalista, en el sentido de que intenta proporcionar explicaciones racionales del funcionamiento del subconsciente, y el psicoanálisis consiste precisamente en traer a la conciencia traumas que han sido relegados a lo inconsciente. La interpretación lacaniana del psicoanálisis conduce, en cambio, a la primacía de lo inconsciente sobre lo consciente.

Y Louis Althusser fue «más marxista que Marx» al distinguir una fase «ideológica» y una fase propiamente científica en el pensamiento del de Tréveris, separadas por la «ruptura epistemológica» de 184523. El Marx juvenil estaría todavía dominado por la creencia precientífica en una «esencia humana»; a partir de La ideología alemana (1845), piensa Althusser, Marx deja de especular sobre «lo que sea realmente el hombre»; de hecho «reduce a cenizas el mito filosófico del hombre»24. Althusser profesó una versión fuerte de la tesis de la determinación de la superestructura (ideológica) por la estructura (económica). Esto significa que los argumentos no deben ser tomados en serio en sus propios términos, sino interpretados como expresión de unos u otros intereses: el combate de las ideas y la búsqueda de la verdad son sustituidos por la lucha por el poder. Ya no se prestará atención a quédice cada uno, sino a quién lo dice (desde qué posición o interés de clase): como dirá Foucault, «la interpretación será a partir de ahora una interpretación basada en el ¿quién?»25. (El actual «pensamiento» woke también reduce el «¿qué?» al «¿quién?», pero multiplicando los criterios de dominación e (in)inteligibilidad: los varones no son competentes para opinar sobre la «opresión de las mujeres», los blancos no tienen derecho a decir nada sobre la de los negros, etc.).

Los postestructuralistas, tan influyentes en 1968, fueron, pues, antihumanistas e irracionalistas. También lo fueron los adalides de la postmodernidad filosófica, que postulan un «pensamiento débil» relativista y postmetafísico. Gianni Vattimo opina que la idea de «realidad» es un tirano ontológico, engendrador de dominación y violencia: «En lugar de un ideal de emancipación [como el de la modernidad, basado en la idea de una realidad única y estable, dotada de leyes objetivas cognoscibles y aprovechables en su beneficio por el hombre] […], se abre camino un ideal de emancipación que tiene en su propia base, más bien, la oscilación, la pluralidad y, en definitiva, la erosión del mismo “principio de realidad»26. «[Los defensores del pensamiento débil] Hemos intentado pensar el ser fuera de la metafísica de la objetividad precisamente por razones éticas. […] [D]e la ontología débil “deriva” una ética de la no-violencia»27.

Recapitulemos: la confianza de Occidente en la razón viene declinando desde el siglo XVIII… al unísono con la creencia en Dios. Parece que el éxito espectacular de la revolución científico-técnica, desde Newton (fervoroso creyente, como todos los primeros científicos) en adelante, nos llevó a pensar que el universo era un mecanismo cuyos engranajes íbamos a desvelar muy pronto, inaugurando una era de autosuficiencia humana: ya no necesitábamos la idea de un Creador («no tuve necesidad de esa hipótesis», respondió Laplace a Napoleón cuando éste le preguntó por el lugar de Dios en su sistema astronómico). El cientifismo decimonónico, henchido de hybris, expulsa a Dios. Y, justo entonces, la razón comienza a autofagocitarse, como hemos visto.

Volvamos a Ratzinger. Diría que la idea más importante de su teología es el énfasis en la racionalidad de Dios, y cómo ésta garantiza la racionalidad del mundo y nuestra propia confianza en la razón: «Desde el prólogo de San Juan, el concepto Logos ocupa el punto clave de nuestra fe cristiana en Dios. […] El Dios que es Logos nos garantiza la racionalidad del mundo», escribió ya en Introducción al cristianismo (1968). Y añade: «todo ser es producto del pensamiento, es más, en su estructura más íntima es pensamiento»28, para hablar más tarde de la materia como «matemática objetivada». Cuarenta años después, Benedicto XVI afirma en un discurso a la Curia: «El dato de que la materia lleva consigo una estructura matemática, de que está llena de espíritu, es el fundamento en el que se apoyan las ciencias modernas de la naturaleza. Nuestro espíritu sólo es capaz de interpretarla y de modificarla activamente porque la materia está estructurada de modo inteligente»29.

Es paradójico, pues, que Occidente haya jubilado a Dios «en nombre de la ciencia»… pues fue la creencia en Dios la que hizo posible a la ciencia. Si la ciencia surgió en Occidente -y no en China o el mundo islámico, más avanzados tecnológicamente que la Europa medieval- fue porque sólo aquí se creía en un Dios racional (a diferencia del Dios imprevisible e infinitamente trascendente del islam) que dota a su universo de una estructura racional (leyes físico-matemáticas) y al hombre de la inteligencia suficiente para desentrañarla. La teología cristiana proporciona la premisa fundamental para la posibilidad de la ciencia: la inteligibilidad y ordenación de la naturaleza (Galileo, devoto cristiano, estaba convencido de que «Dios ha escrito el libro de la naturaleza en caracteres matemáticos»). Esto es algo que han explicado historiadores y filósofos como Alfred North Whitehead, Pierre Duhem, Stanley Jaki, Rodney Stark, Mariano Artigas… sin que la idea cale en la opinión pública, que sigue teniendo por antagonistas a la ciencia y la religión. Como dijo Whitehead, la ciencia «deriva de ciertos hábitos de pensamiento, tales como la sujeción de la naturaleza a leyes [lawfulness of nature]; esos hábitos vienen directamente de la doctrina cristiana del mundo como creación divina»30. O Carl Becker: «La idea cristiana de que Dios es bondad y razón condujo naturalmente a la idea de que su creación debía ser buena y razonable. [La idea del] diseño en la naturaleza fue, por tanto, derivada a priori del carácter que se presumía poseía el creador»31. Y Stephen Meyer: «Fue el monoteísmo el que hizo posible la llegada de la ciencia física, pues postulaba un mundo inteligible […] que estaba por tanto abierto a las investigaciones de los científicos»32.

La creencia en un Dios creador-ordenador hizo posible la ciencia… y el éxito de la ciencia condujo al abandono de Dios. La ordenación matemática de la naturaleza empezó a ser dada simplemente por supuesta, en lugar de atribuida a un «Dios matemático»33.

Pero los científicos más grandes conservaron siempre su capacidad de asombro ante el milagro de un cosmos que «sabe álgebra» (¿cuándo aprendieron los átomos ecuaciones?)34. El Nobel de Física Eugene Wigner habló de «la irrazonable eficacia de las matemáticas en las ciencias naturales»: ¿por qué los cuerpos obedecen leyes físicas que consisten en ecuaciones?; ¿cómo es que las matemáticas -que son a priori, «pensamiento puro»- son conocidas y obedecidas por la materia inerte?: “El milagro de la articulación entre el lenguaje, la matemática y la formulación de las leyes de la Física es un obsequio maravilloso que no comprendemos ni merecemos»35. El cosmólogo y teólogo John Polkinghorne formuló muy bien el quid de la cuestión: «Después de todo, las matemáticas son puro pensamiento, ¿y qué podría enlazar ese pensamiento con la estructura del mundo físico que nos rodea? […] Bueno, a mí me gustaría entenderlo. Si he de hacerlo, tendré que buscar más allá de la ciencia misma, pues esta simplemente se alegra de que las cosas sean así y avanza en la tarea de explorar las oportunidades que esto ofrece»36. Y el mismo Albert Einstein habló del orden matemático del cosmos -condición de posibilidad de la ciencia- como «un milagro o misterio eterno»: «[El éxito de la mente humana al comprender científicamente el mundo] supone, por parte del mundo objetivo, un alto grado de orden que de ningún modo estamos autorizados a esperar a priori. En esto radica el «milagro», que se torna más y más evidente a medida que nuestros conocimientos aumentan»37.

En efecto, como atisbaba Einstein, el progreso de la ciencia ha ido proporcionando más y más detalles vertiginosos sobre el increíble grado de «ajuste» (fine-tuning) de las constantes físicas fundamentales (si las cuatro fuerzas de la naturaleza hubiesen tenido valores sólo infinitesimalmente diferentes de los que de hecho tienen, el universo hubiese colapsado en un big crunch, o al menos no habría podido albergar estructuras complejas). El Nobel de Física Steven Weinberg estima que si la densidad energética del universo, de la que depende la velocidad de su expansión –«constante cosmológica»- hubiese diferido de la actual en una fracción equivalente a uno partido por 10 elevado a 120 (un uno seguido de 120 ceros), el cosmos no habría podido desarrollar las condiciones necesarias para la química orgánica y la vida38.

Lo cierto es que el progreso científico está haciendo, no menos, sino cada vez más verosímil la hipótesis de una Mente creadora. Los materialistas empedernidos -por razones filosóficas, que no científicas- prefieren seguir tratando la racionalidad de la naturaleza como una feliz casualidad y el «ajuste fino» como un hecho bruto39. Prefieren creer que la moneda lanzada al aire puede salir «cara» millones de veces seguidas por puro azar. Pues, simplemente, no están dispuestos a permitir «que Dios meta el pie por alguna puerta a medio cerrar» (Richard Lewontin)40. Lo tienen cada vez más difícil. La consolidación del modelo cosmológico de «universo en expansión» (Big Bang) ya los puso a la defensiva, al implicar que el cosmos tuvo un comienzo (hace 13.700 millones de años), lo cual recuerda demasiado al «fiat lux!» (los materialistas siempre prefirieron la idea de un cosmos eterno); el descubrimiento de más y más parámetros de «ajuste fino» los tiene al borde del KO41.

La disyuntiva metafísica es: o bien la realidad fundamental es la materia inerte/irracional (y esta, por un proceso aleatorio de autocomplejización termina produciendo un ser inteligente: la racionalidad no sería el fundamento del cosmos, sino un subproducto en su periferia), o bien lo es una Mente eterna que creó el universo. Benedicto XVI ha expuesto esa alternativa muchas veces. Por ejemplo, en su discurso de Ratisbona (2006): «¿Qué hay en el origen? La Razón creadora, el Espíritu creador que obra todo y suscita la evolución, o la Irracionalidad que, carente de todo designio, produce extrañamente un cosmos ordenado de modo matemático, así como el hombre y su razón. Ésta, sin embargo, no sería más que un resultado casual de la evolución y, por tanto, en el fondo, también algo irracional. Los cristianos […] creemos que en el origen está el Verbo eterno, la Razón y no la Irracionalidad»42. También en una homilía de 2011: «¿Es la irracionalidad, la ausencia de libertad y la casualidad el principio de todo, o el principio del ser es más bien razón, libertad, amor? […] Como creyentes respondemos con el relato de la creación y con san Juan: en el origen está la razón. En el origen está la libertad. Por eso es bueno ser una persona humana. No es que en el universo en expansión, al final, en un pequeño ángulo cualquiera del cosmos, se formara por casualidad una especie viviente capaz de razonar […]. Si el hombre fuese sólo un producto casual de la evolución en algún lugar de los márgenes del universo, su vida estaría privada de sentido […]. Pero no es así: la Razón estaba al principio, la Razón creadora, divina»43.

Necesidad de la fe  

La fe cristiana se apoya en la razón, no en el mito. De hecho, la religión de Israel fue una fuerza desmitificadora en un mundo lleno de dioses y supersticiones, explica Ratzinger. Mientras los filósofos griegos, desde Jenófanes a Platón, cuestionaban los mitos de Hesíodo, los profetas de Israel negaban a los Baal, Moloch y demás ídolos, así como la divinización de los astros y fuerzas naturales44: «Existe un sorprendente paralelismo, tanto temporal como ideológico, entre la crítica filosófica de los mitos en Grecia y la crítica profética de los dioses en Israel. […] Ya en los capítulos 13-15 del libro de la Sabiduría se alude al destino mortal de las antiguas religiones»45. Y San Pablo fustigará la irracionalidad de los paganos y de sus dioses indignos de crédito: «Alardeando de sabios, se han hecho necios, y han trocado la gloria del Dios incorruptible por representaciones de hombres corruptibles, e incluso de aves, cuadrúpedos y reptiles» (Rom 1, 23). De hecho, los primeros cristianos fueron perseguidos por «ateísmo», por negar a los dioses y rehusar adorar a los emperadores deificados.

Ahora bien, el discurso cristiano sobre Dios no se apoya sólo en la teología natural (lo que es posible saber del Creador con el solo uso de la razón), sino también en la revelada. Y la Revelación completa los preambula fidei establecidos por la razón: «Creemos en el Dios que es Razón creadora […]. [Pero] La segunda parte del Credo nos dice algo más. Esta Razón creadora es Bondad. Es Amor. Tiene un rostro. Dios no nos deja andar a tientas en la oscuridad. Se ha manifestado como hombre. […] “El que me ha visto a mí, ha visto al Padre”, dice Jesús (Jn 14, 9)»46.

El Dios cristiano, por tanto, no es el Dios solipsista de Aristóteles, «pensamiento del pensamiento»: «Ese Dios que se concebía como puro ser o puro pensar, eternamente recluido en sí mismo, sin proyección alguna hacia el hombre […]; ese Dios de los filósofos, pura eternidad e inmutabilidad […] es ahora para la fe el hombre-Dios, que no es sólo eterna matemática del universo, sino también agapé, potencia de amor creador»47.

Que Ratzinger haya enfatizado tanto la razonabilidad de la fe no significa que se pueda llegar al Dios cristiano a través de una cadena de demostración apodíctica. Los argumentos pueden avalar la razonabilidad del «salto» de la fe, pero no eximirnos de saltar. Entre las dos visiones metafísicas que presentábamos antes -la materia como producto de la razón o la razón como subproducto de la materia- al final hay que optar o apostar: «O se reconoce la prioridad de la razón, de la Razón creadora que está en el origen de todo […] o se sostiene la prioridad de lo irracional, por la cual […] la razón sería un producto de la irracionalidad. En definitiva, no se puede “probar” uno u otro proyecto, pero la gran opción del cristianismo es la opción por la racionalidad […]»48.

Ratzinger llega a referirse a la fe como una lucha constante49, en la medida en que la actitud nativa del hombre es fiarse sólo de lo tangible: «El hombre tiende, por inercia natural, a lo visible, a lo que puede coger con la mano. Ha de cambiar por dentro para ver cómo descuida su verdadero ser cuando se deja llevar por esa inercia natural. Tiene que cambiar para darse cuenta de lo ciego que es al fiarse solamente de lo que sus ojos pueden ver»50. De ahí la perpetua llamada cristiana a la metanoia, la conversión. «La fe siempre tiene algo de ruptura arriesgada y de salto, porque en todo tiempo implica la osadía de ver en lo que no se ve lo auténticamente real, lo auténticamente básico»51. «[La fe] Es afirmar la supremacía de lo invisible»52. Este «riesgo» incluye también el voto de confianza otorgado a los testigos de una Revelación cuyo hecho central -la pasión y resurrección de Cristo- tuvo lugar hace dos mil años. Ratzinger, en sus trabajos exegéticos, ha mostrado que la explicación más racional de la aparición de un fenómeno tan sorprendente como el cristianismo es la realidad histórica de la resurrección de Cristo (no como «experiencia espiritual de los apóstoles», sino como hecho material); pero, una vez más, los argumentos pueden preparar el terreno para el acto de fe, no dispensar de él53.

Eclipse de la ley natural

El 18 de abril de 2005, Ratzinger presidió la misa Pro Eligendo Pontifice, previa al cónclave que debía elegir al sucesor de Juan Pablo II. Aunque los cardenales tienen prohibido contar lo discutido intramuros, se extendió después el rumor de que el impacto producido por la homilía de esa misa fue determinante de su rápida elección como nuevo Papa.  En ella, el cardenal bávaro, entre otras cosas, se refirió a la «dictadura del relativismo»: «A quien tiene una fe clara, según el Credo de la Iglesia, a menudo se le aplica la etiqueta de fundamentalismo. Mientras que el relativismo […] parece ser la única actitud adecuada en los tiempos actuales. Se va constituyendo una dictadura del relativismo que no reconoce nada como definitivo y que deja como última medida sólo el propio yo y sus antojos»54>.

Ya aludimos antes al emotivismo ético como una de las manifestaciones del ocaso de la razón: si la ética es sólo cuestión de emociones, cada uno se regirá por las suyas y la sociedad se queda sin brújula moral intersubjetiva.

Benedicto XVI fue especialmente lúcido en el diagnóstico de la adulteración sufrida por el concepto de «conciencia». En la acepción hoy habitual, la entronización de la «conciencia» significa el subjetivismo moral absoluto: «La última instancia decisiva sería sólo el sujeto, y con la palabra “conciencia” se expresa precisamente esto: en este ámbito sólo puede decidir el sujeto, el individuo con sus intuiciones y experiencias»55. Pero la concepción clásica de la conciencia -que Ratzinger ejemplifica en Newman- no entendía a esta como la capacidad de determinar el contenido de la moral, sino la de aprehender la moral objetiva: «Para él [Newman], “conciencia” significa la capacidad de verdad del hombre: la capacidad de reconocer en los ámbitos decisivos de su existencia, religión y moral, una verdad, la verdad»56.

Esa moral objetiva se basa, no (sólo) en un decreto de Dios, sino en la naturaleza humana y la razón. Dios ordena lo que de suyo es bueno para el hombre, dada su naturaleza57; por tanto, la verdad moral es accesible, no sólo a los cristianos, sino a todos los hombres, a poco que conozcan y respeten la naturaleza humana. Este es el viejo concepto de «ley natural», anterior al cristianismo, pues estaba ya en los estoicos y en Cicerón58.

Benedicto XVI abordó la cuestión de la ley natural en su intervención ante el Parlamento Federal alemán. Frente a los legisladores de la nación, el Papa planteó la cuestión «¿qué es una ley justa?». Según el Primer Libro de los Reyes, Dios concedió al rey Salomón, al ser entronizado, formular una petición; el joven rey pidió: «Concede a tu siervo un corazón dócil, para que sepa distinguir entre el bien y el mal» (1 R, 3,9). En efecto, la catástrofe que puede representar un gobernante amoral queda ilustrada por los tiranos de todos los tiempos, y en Alemania, particularmente, por la catástrofe nazi.

En su discurso del Bundestag, Benedicto XVI rechazó el positivismo jurídico, dispuesto a considerar «verdadera ley» cualquier norma que satisfaga los requisitos formales de validez vigentes en el sistema jurídico de que se trate. En los modernos sistemas democráticos, tal requisito suele consistir en la aprobación reglada por un Parlamento elegido por los ciudadanos: la legitimidad de una norma parece depender de que refleje o no la voluntad popular mayoritaria. Ahora bien, la Historia nos enseña que las mayorías pueden aprobar cosas aberrantes; el mismo Hitler llegó al puesto de canciller en virtud del funcionamiento democrático ordinario de la república de Weimar. Y la convicción que guio a los heroicos resistentes al nazismo o al comunismo fue la de que una ley puede ser formalmente válida pero moralmente inicua: «Basados en esta convicción, los combatientes de la resistencia actuaron contra el régimen nazi y contra otros regímenes totalitarios, prestando así un servicio al Derecho y a toda la humanidad. Para ellos era evidente que el Derecho vigente era en realidad una injusticia»59. (También en su obra Verdad, valores, poder había afirmado Ratzinger: «El Estado no es fuente de verdad ni de moral. Ni apoyándose en su particular ideología, que puede estar basada en el pueblo, la raza, la clase o cualquier otra magnitud, ni a través de la mayoría puede producir la verdad por sí mismo»)60.

El criterio de legitimidad de las normas no debe ser su validez formal («si está en el BOE, es Derecho y no hay más que hablar») o la regla de las mayorías («si lo quiere la mayoría, es justo»), sino la ley natural, las exigencias morales ínsitas en la naturaleza humana. El concepto de ley natural no es confesional: «Contrariamente a otras grandes religiones, el cristianismo nunca ha impuesto al Estado y a la sociedad […] un ordenamiento jurídico derivado de una revelación. En cambio, se ha remitido a la naturaleza y a la razón como verdaderas fuentes del Derecho […]. Así, los teólogos cristianos se sumaron a un movimiento filosófico y jurídico que se había formado desde el siglo II a.C. [el iusnaturalismo]»61. San Pablo se adhiere al concepto de ley natural cuando, en la Carta a los Romanos, afirma que los paganos, pese a no conocer al Dios de Israel, pueden discernir la verdad moral basada en la naturaleza humana: «Cuando los paganos, que no tienen la Ley [la Torá de Israel], cumplen naturalmente las exigencias de la Ley, se hacen ley para sí mismos. Ellos muestran que tienen escritas en su corazón las exigencias de la Ley […]» (Rom 2, 14ss).

Ahora bien, Benedicto XVI constata que el Occidente postmoderno ya no acepta la naturaleza humana como fuente y límite moral. La revolución científico-técnica, que condujo primero al dominio de la naturaleza externa, ahora empieza a permitir la manipulación de la propia naturaleza del hombre: «La razón orientada a enseñorearse del mundo no acepta ya límites. Está a punto de tratar al hombre como simple materia de su producción y de su poder»62. De la selección embrionaria a la edición del genoma, de la gestación subrogada o la inseminación artificial al «cambio de sexo» o las propuestas transhumanistas de hibridación hombre-máquina, nuestra época se asoma a un abismo de «abolición del hombre»63: «El hombre tiene [ahora] la capacidad de manipularse a sí mismo. Puede, por decirlo así, fabricar seres humanos y privar de su humanidad a otros seres humanos»64. (Por supuesto, entre los seres humanos a los que se ha arrebatado el estatuto moral de tales, destacan los fetos: «El aborto implica la destrucción de la vida de un ser humano inocente, cuyos derechos ni siquiera se toman en consideración. […] Cualquier legalización del aborto va contra la idea esencial que es la fuerza en la que se funda todo derecho»)65.

Ante el Parlamento de la mayor nación europea, Benedicto XVI constató el callejón sin salida jurídico-moral en que se encuentra Occidente. Es inútil ya apelar a la naturaleza humana como base para la moral o la legislación: aunque se trata de un concepto laico, los progresistas creen que la naturaleza humana es un invento de los curas: «La idea del Derecho natural se considera hoy una doctrina católica más bien singular, sobre la que no vale discutir fuera del ámbito católico, de modo que casi nos avergüenza hasta la sola mención del término»66. Desde el siglo XVIII (Hume, Kant), culminando ya en el XX en la idea de «falacia naturalista» (Moore), se puso de moda en filosofía la tesis según la cual «el deber ser no puede basarse en el ser», por tanto, la moral no puede basarse en la naturaleza humana (¡¿en qué, si no?!). Si los rasgos esenciales del hombre son sólo el resultado de un proceso ciego-aleatorio de evolución biológica, ¿por qué habría que respetarlos? La naturaleza humana ahora es vista como un hecho bruto carente de fuerza normativa: «Si se considera la naturaleza -con palabras de Hans Kelsen- “un conjunto de datos objetivos, unidos los unos a los otros como causas y efectos”, entonces no se puede derivar de ella ninguna indicación que tenga carácter ético»67.

Y, sin embargo, el concepto de «naturaleza» -o de «ética de la naturaleza»- parece de rabiosa actualidad: piénsese en la fiebre ecologista, el discurso de «nuestros deberes hacia el planeta», etc. Se da así la paradoja de que el occidental postmoderno está obsesionado por la protección de la naturaleza… siempre que no se trate de la naturaleza humana: «La importancia de la ecología es hoy indiscutible. […] Pero quisiera afrontar seriamente un punto que se ha olvidado: hay también una ecología del hombre. También el hombre posee una naturaleza que debe respetar y que no puede manipular a su antojo. El hombre no es sólo una libertad que se crea a sí misma. El hombre no se crea a sí mismo. Es espíritu y voluntad, pero también naturaleza»68.

Matrimonio, familia, natalidad

Santo Tomás distinguió cuatro tendencias dentro de la naturaleza humana: a la conservación del propio ser individual, a la preservación de la propia especie, a la vida en sociedad y al conocimiento de las verdades divinas69. De cada una de ellas cabría derivar preceptos de la ley natural (por ejemplo, de la tendencia a la conservación del ser individual se infiere la prohibición del suicidio y del homicidio). De la segunda tendencia -la conservación de la especie- se deriva el núcleo de la ética sexual y familiar.

Esta es la parte de la ley natural más radicalmente despreciada por el Occidente postmoderno. Con la excepción de países de la Europa excomunista -como Polonia, Hungría o Chequia- que han aplicado exitosas medidas pro-vida y pro-familia, en Occidente el matrimonio está desapareciendo, sustituido por una sucesión de emparejamientos transitorios no formalizados («parejas de hecho»). El resultado es el hundimiento de las tasas de natalidad, que en ningún país occidental -con la excepción de Israel- alcanzan el índice de reemplazo generacional (2’1 hijos por mujer). En una situación de provisionalidad amorosa es más improbable adoptar la decisión irreversible de engendrar un hijo.

Benedicto XVI es el único líder mundial que ha abordado la tremenda cuestión del invierno demográfico, estrechamente conectada con la crisis del ideal conyugal-familiar. Por ejemplo, en su intervención sobre el 50 aniversario del Tratado de Roma, que dio origen al mercado común europeo: «Desde el punto de vista demográfico, se debe constatar que Europa parece haber emprendido un camino que la podría llevar a despedirse de la Historia. Eso, además de poner en peligro el crecimiento económico, también puede causar enormes dificultades a la cohesión social y, sobre todo, favorecer un peligroso individualismo al que no le importan las consecuencias para el futuro»70. «El problema de Europa, que aparentemente ya no desea tener hijos, ha penetrado profundamente en mi alma. Esta Europa parece cansada, deseosa de abandonar la Historia»71.

Las pocas veces que llega a suscitarse el debate sobre el hundimiento de la natalidad, se suele aludir a causas económicas, que resultan muy poco verosímiles si tenemos en cuenta que nuestros padres o abuelos, en plena Segunda Guerra Mundial o Guerra Civil española, tuvieron el doble de hijos que la generación actual, la más próspera de la Historia. Benedicto XVI apunta lúcidamente hacia las verdaderas razones, que son morales y culturales: «Para el problema de la disminución impresionante del índice de natalidad se dan múltiples explicaciones, pero con toda seguridad también desempeña un papel decisivo el hecho de que se quiere tener la vida para sí mismos, de que se confía poco en el futuro y de que precisamente se considera que ya no es realizable la familia como comunidad duradera en la que puede crecer la generación futura»72

El hecho es que cada vez menos occidentales creen en el amor para toda la vida; por tanto, no se casan73; y, de la misma forma que evitan el vínculo conyugal, también rehúyen el paterno-filial74: «A los jóvenes les resulta difícil comprometerse de manera definitiva. Tienen miedo a lo definitivo, que les parece irrealizable y opuesto a la libertad. Así resulta cada vez más difícil querer tener hijos y darles el espacio duradero de crecimiento y maduración que sólo puede ofrecer la familia fundada en el matrimonio. Dada esta situación, es muy importante ayudar a los jóvenes a darse un “sí” definitivo, que no está en contraste con la libertad, sino que representa su mejor realización. Con la paciencia de estar juntos durante toda la vida, el amor alcanza su verdadera madurez»75.

Con Roger Scruton76 -y con toda la tradición cristiana- Benedicto XVI considera que el matrimonio no es un contrato (rescindible)77, sino una institución que cumple cruciales fines sociales (la conservación de la especie y la educación de los niños), y también un «voto» o compromiso definitivo, equiparable en sacralidad a los votos sacerdotales: «Hay que comprender que el matrimonio es más que un vínculo jurídico. Y que, por el contrario, su profundidad y belleza residen precisamente en su carácter definitivo»78. «Sólo sobre la roca del amor conyugal, fiel y estable, entre uno hombre y una mujer puede edificarse una comunidad digna del ser humano»79.

Además de una institución y un voto, el matrimonio es, para los cristianos, un sacramento, es decir, un reflejo o signo del amor de Dios. El amor definitivo entre los esposos imita y se nutre del amor definitivo de Dios a la humanidad: «A la imagen del Dios monoteísta corresponde el matrimonio monógamo. El matrimonio basado en un amor exclusivo y definitivo se convierte en el icono de la relación de Dios con su pueblo y, viceversa, el modo de amar de Dios se convierte en la medida del amor humano»80.

Benedicto XVI fue categórico en cuanto a la índole intrínsecamente heterosexual del vínculo conyugal81. Dado que es una institución al servicio de la transmisión de la vida, sólo puede incluir a las parejas de hombre y mujer, las únicas capaces de engendrar (por lo demás, la doctrina moral católica reprueba las relaciones homosexuales): «Es peligroso apoyar los proyectos [legislativos] tendentes a atribuir reconocimiento jurídico a otras formas impropias de unión, que terminan inevitablemente debilitando y desestabilizando la familia legítima fundada sobre el matrimonio»82.

Finalmente, Benedicto XVI tuvo el valor de señalar que las grandes víctimas de la revolución sexual-familiar han sido los niños, cada vez menos numerosos y cada vez más a menudo privados del entorno protector configurado por su padre y su madre: «Los niños, para su desarrollo integral, tienen el derecho a poder contar con un padre y una madre que los cuiden y los acompañen hacia la plenitud de su vida»83. En las nuevas circunstancias, sin embargo, el derecho de los niños a ser educados por su padre y su madre ha sido sacrificado a la libertad amorosa infinita de los adultos.

Democracia y libertad religiosa

Que Benedicto XVI haya luchado contra el relativismo, el cientifismo, el aborto, la fragilización de la familia, etc. no significa que rechace las aportaciones positivas de la modernidad: «Se debe reconocer sin reservas lo que tiene de positivo el desarrollo moderno del espíritu: todos nos sentimos agradecidos por las maravillosas posibilidades que ha abierto al hombre y por los progresos que se han logrado»84. Hay que «asumir la buena, la correcta modernidad, y al mismo tiempo apartarse y distinguirse de lo que se ha convertido en una contrarreligión»85.

Entre los logros de la modernidad figura, por supuesto, el extraordinario avance del conocimiento científico, del que el cristianismo no tiene nada que temer y que fue impulsado en sus primeras etapas casi exclusivamente por cristianos sinceros (en época más reciente, científicos muy notables como Gregor Mendel o Georges Lemaître han sido, no ya creyentes, sino incluso clérigos). Dirigiéndose a los participantes en un congreso astronómico, Benedicto XVI comenta en 2007: «Pienso en el júbilo de los científicos del Colegio romano, que a pocos pasos de aquí realizaron las observaciones y cálculos que llevaron a la adopción del calendario gregoriano en todo el mundo [1584]»86. Se puede y debe celebrar la ciencia sin caer en el error de considerar moralmente legítimo cualquier avance tecnológico (piénsese en la ingeniería genética humana o en la guerra bacteriológica), ni en el de convertir la ciencia en «cientifismo», en el sentido que ya explicamos supra. Ni el de esperar que la ciencia vaya a satisfacer las más hondas aspiraciones humanas: «La ciencia, aunque es generosa, sólo da lo que puede dar. El hombre no puede poner en la ciencia y la tecnología una confianza tan incondicional como para creer que el progreso científico puede explicarlo todo y satisfacer todas sus necesidades existenciales y espirituales. La ciencia no puede […] dar una respuesta exhaustiva a las cuestiones fundamentales del hombre, como las que atañen al sentido de la vida y la muerte, a los valores últimos, y a la naturaleza del progreso mismo»87.

Benedicto XVI tampoco rechaza la democracia (aunque considera que las exigencias básicas de la dignidad humana -desde el derecho a la vida a la familia natural o la libertad de educación- no deben estar al albur de las mayorías y de la política de partidos; las Constituciones, teóricamente, existen para eso: para señalar un límite moral a lo votable y lo legislable), ni los derechos y principios históricamente asociados al liberalismo (libertad religiosa, libertad de expresión, libertad de asociación, separación de poderes, igualdad ante la ley, separación Iglesia-Estado…). En su discurso ante el Parlamento británico, el Papa ponderó los derechos fundamentales, felicitando a Gran Bretaña por ser «una democracia pluralista que valora enormemente la libertad de expresión, la libertad de afiliación política y el respeto por el papel de la ley, con un profundo sentido de los derechos y deberes individuales, y de la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley»88.

Ratzinger era consciente de que en el siglo XIX se produjeron severas condenas del liberalismo por parte de los Papas (por ejemplo, el Syllabus de Pío IX, en 1864). Abordó la cuestión de si tales condenas pueden considerarse aún vigentes en su discurso a la Curia de 22 de diciembre de 2005. Los documentos del Vaticano II -sobre todo Dignitatis Humanae- representaron un giro respecto a la doctrina tradicional en el punto clave de la libertad religiosa: los Papas anteriores habían seguido defendiendo el Estado confesional católico como ideal, permitiendo el Estado no confesional reconocedor de la libertad religiosa como «hipótesis» o mal menor, en caso de que el ideal no resulte alcanzable89. Desde el Vaticano II ha habido un reconocimiento mucho más claro por parte de la Iglesia tanto de la libertad religiosa como de otros derechos humanos. El giro, según Benedicto XVI, no implica ruptura respecto a la doctrina anterior, pero tampoco simple continuidad, sino «reforma», o sea, «continuidad y discontinuidad en diferentes niveles», o expresión en formas nuevas de principios perennes90. Lo cierto es que Benedicto reconoce que hubo un cambio de acento inocultable, y que fue un cambio sensato: «Había que definir de modo nuevo la relación entre la Iglesia y el Estado moderno, que concedía espacio a ciudadanos de varias religiones e ideologías, comportándose con estas religiones de modo imparcial y asumiendo simplemente la responsabilidad de una convivencia ordenada y tolerante entre los ciudadanos y de su libertad de practicar su religión». «El Concilio Vaticano II, reconociendo y haciendo suyo, con el decreto sobre la libertad religiosa, un principio esencial del Estado moderno, recogió de nuevo el patrimonio más profundo de la Iglesia. Esta puede ser consciente de que con ello se encuentra en plena sintonía con la enseñanza de Jesús mismo (cf. Mt 22, 21), así como con la Iglesia de los mártires, con los mártires de todos los tiempos. […] [Pues] Los mártires de la Iglesia primitiva murieron por su fe en el Dios que se había revelado en Jesucristo, y precisamente así murieron también por la libertad de conciencia y por la libertad de profesar la propia fe, una profesión que ningún Estado puede imponer, sino que sólo puede hacerse propia con la gracia de Dios, en libertad de conciencia»91.

La vía de la belleza

El mejor argumento contra el reduccionismo materialista es una cantata de Bach. «Científicamente» no se trata más que de ondas sonoras; espiritualmente, el alma se siente transportada a regiones desconocidas y sublimes. En 2009, tras un concierto en su honor, Benedicto XVI comenta: «Ha sido conmovedor comprobar cómo de un trozo de madera [un oboe], de este instrumento, fluye todo un universo de música: lo insondable y lo gozoso, lo serio y lo frívolo, lo grandioso y lo humilde […]. He pensado cuán magnífico es que en un pequeño fragmento creativo se esconda una promesa tal, que el maestro puede liberar. Y ello significa que toda la creación está llena de promesas y que el hombre recibe el don de hojear, al menos un poco, este libro de promesas»92.

Benedicto XVI gustaba recordar el caso del príncipe Vladimir de Kiev, que decidió llevar a Rusia al cristianismo cuando conoció la belleza de los cantos litúrgicos ortodoxos. Tras asistir a una ceremonia en la basílica de Santa Sofía, los embajadores rusos dijeron al príncipe: «No sabemos si hemos estado en el cielo o en la tierra; hemos experimentado que allí Dios habita entre los hombres».

Es imposible explicar científicamente el transporte que suscita la gran música, de la misma forma que es imposible explicar el amor. En perspectiva cristiana, la belleza es el resplandor de Dios, y es también una vía hacia Él (via pulchritudinis). Es significativo que la mayor parte de las grandes obras artísticas hayan tenido inspiración religiosa; también lo es que el hombre post-religioso del siglo XX y XXI parezca ya incapaz de crear belleza (compárese a Rembrandt con Rothko, o la catedral de Notre Dame con el Centro Pompidou)93.

Benedicto XVI interpretaba a Mozart al piano en sus ratos de asueto. Su obra está llena de alusiones a la interconexión del bien, la verdad y la belleza, y a cómo el gran arte religioso «no puede ser mentira». «El camino de la belleza nos lleva a reconocer el Todo en el fragmento, el Infinito en lo finito, a Dios en la historia»94. En 2008 dice en la catedral de Bolzano: «Al contemplar las bellezas creadas por la fe, constatamos que son sencillamente la prueba viva de la fe. Esta hermosa catedral es un anuncio vivo. […] Hemos escuchado el órgano en todo su esplendor. Yo creo que la gran música que nació en la Iglesia sirve para hacer perceptible la verdad de nuestra fe, desde el canto gregoriano a la música de las catedrales, con Palestrina y su época, Bach, Mozart, Bruckner y muchos otros. Al escuchar todas estas obras […] inmediatamente sentimos: ¡es verdad! Donde nacen obras de este tipo, está la Verdad. Sin una intuición que descubre el verdadero centro creador del mundo, no puede nacer esta belleza»95.

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«¡Manteneos firmes en la fe! ¡No os dejéis confundir! A menudo parece como si la ciencia -las ciencias naturales, por un lado, y la investigación histórica (especialmente la exégesis de la Sagrada Escritura), por otro- fuera capaz de ofrecer resultados irrefutables en desacuerdo con la fe católica. He vivido las transformaciones de las ciencias naturales desde hace mucho tiempo, y he visto cómo, por el contrario, las aparentes certezas contra la fe se han desvanecido, demostrando no ser ciencia, sino interpretaciones filosóficas […]»96. Este fue el último mensaje de Benedicto XVI, en su testamento, tras un conmovedor testimonio de gratitud a sus padres, a sus hermanos, a sus profesores y alumnos, a su país y a Dios. «Cuando vuelva el Hijo del Hombre, ¿encontrará todavía fe sobre la tierra?».

 

Francisco José Contreras es Catedrático de Filosofía del Derecho en la Universidad de Sevilla.

Citas de obras en lengua extranjera traducidas por el autor.

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1. «Fue para mí una decisión inmensamente difícil. Se me había autorizado a consultar a mi confesor. […] Esperaba que él me disuadiese. Pero, con gran sorpresa mía, me dijo sin pensarlo mucho: “Debe aceptar”» (Joseph Ratzinger, Mi vida, Encuentro, Madrid, 2006, p. 183). 
2. «En realidad, yo esperaba tener por fin paz y tranquilidad. […] En el momento en que fui elegido le dije al Señor: “¿Qué estás haciendo conmigo? Ahora la responsabilidad la tienes Tú. ¡Tú tienes que conducirme! Yo no puedo» (Benedicto XVI, Luz del mundo: Una conversación con Peter Seewald, Herder, Barcelona, 2010, p. 16). 
3. «También ha sido contra mundum de una manera más autobiográfica: su timidez ante las cámaras y las multitudes, su gusto por el estudio y la música clásica e incluso su predisposición al diálogo, a la ingenuidad genuina del intelectual generoso y a la rectificación de sus puntos de vista en cuanto fuese necesario, lo hacían excelsamente extemporáneo y más vulnerable a los mecanismos inmisericordes del debate público de hoy» (Enrique García-Máiquez, «La gran renuncia», La Gaceta de la Iberosfera, 31-12-2022). 
4. Miguel A. Quintana Paz, «¿Se ha acabado la Cristiandad?», Ideas, Fundación Disenso, nºX, 2023, p. 16. 
5. Joseph Ratzinger, «Carta a Marcello Pera» en Marcello Pera – Joseph Ratzinger, Sin raíces: Europa, relativismo, Cristianismo, Islam, Península, Barcelona, 2006, p. 119. 
6. Marcello Pera, que debatió con Ratzinger, resumió así la ética del «como si Dios existiese»: «El laico que actúe veluti si Deus daretur será moralmente más responsable. Ya no dirá que el embrión es una “cosa”, un montón de células […]. Ya no dirá que suprimir un embrión o un feto no lesiona ningún derecho. […] Ya no dirá que cualquier progreso científico o técnico es, por sí mismo, una liberación o un avance moral. […] Ya no pensará que la democracia basada exclusivamente en el número de votos sustituye a la sabiduría [o sea, ya no considerará que “la verdad es lo que decida la mayoría”]» (Marcello Pera en Sin raíces, cit., pp. 17-18). 
7. Perdón por la autocita: «Hablamos mojigatamente de “identidad cultural”, “recuperación de valores”, etc. para no tener que abordar la incómoda cuestión de fondo. Que es: ¿Puede todavía el europeo del siglo XXI creer en la divinidad de Cristo? Pues nuestra identidad cultural y nuestros valores se apoyaban en el cristianismo, y no hemos sido capaces de encontrarles un fundamento alternativo. Nuestras ciudades siguen presididas por catedrales soberbias, pero ahora están vacías, o invadidas por turistas en chanclas. En Europa se siguen interpretando las músicas maravillosas de Bach o Palestrina, pero por músicos que no comparten la fe que las inspiró. El europeo hogaño no sabe muy bien qué hacer con esa grandeza, ni se siente ya capaz de crearla. Como ha escrito Douglas Murray, “Europa no sabe cómo continuar su Historia [history] porque ha perdido su historia [story]”. Su story era una que pasaba por el Calvario y la tumba vacía» (Francisco J. Contreras, «Una crónica desde París», en Contra el totalitarismo blando, Libros Libres, Madrid, 2022, p. 140). 
8. Chesterton, G.K., «La cruz azul», en El candor del Padre Brown, Alianza, Madrid, 1988, p. 25. 
9. Joseph Ratzinger, Introducción al cristianismo: Lecciones sobre el credo apostólico, Sígueme, Salamanca, 2013, p. 49. 
10. Benedicto XVI, «Fe, razón y universidad» (Discurso de Ratisbona), 2006 [https://www.vatican.va/content/benedict-xvi/es/speeches/2006/september/documents/hf_ben-xvi_spe_20060912_university-regensburg.html]. 
11. Joseph Ratzinger, Fe, verdad y tolerancia: El cristianismo y las religiones del mundo, Sígueme, Salamanca, 2006, p. 139. 
12. Alfred J. Ayer, Language, Truth and Logic [1934], Victor Gollancz, Londres, 1946, pp. 107-108). 
13. Alasdair Macintyre, Tras la virtud, Crítica, Barcelona, 1987, p. 39. 
14. «Elogio de la razón (Entrevista a Joseph Ratzinger)» [http://www.conoze.com/ doc.php?doc=1508]. En un sentido similar: «[Cuando se cae en la tentación de la disociación total entre razón y fe], la gente deja a un lado la verdad de la razón y se retira al campo de la pura piedad, de la pura fe, de la pura revelación; una retirada que, voluntariamente o no, rememora fatídicamente la separación de la antigua religión [pagana] respecto al logos, la huida de la verdad hacia la costumbre coqueta» (J. Ratzinger, Introducción al cristianismo, cit., p. 119). 
15. Benedicto XVI, Discurso a encuentro de profesores universitarios, 23-06-2007 (en Nicolás Massmann (ed.), Luz para el mundo: Las mejores palabras de Benedicto XVI, Rialp, Madrid, 2022, p. 307). 
16. Benedicto XVI, «Homilía en el santuario de Mariazell», 8 de noviembre de 2007 (en Luz para el mundo, cit., p. 78). 
17. «Los ateos militantes […] no ven que la propia ciencia tiene límites; en lugar de eso, sostienen ridículamente que la ciencia es la única forma de “saber” cosa alguna, y que el mundo material que es accesible a la ciencia es lo único que existe. Es como decir que, como nuestros ojos no pueden oler o gustar, no existen los aromas o el sabor de la comida» (Eric Metaxas, Is Atheism Dead?, Regnery Publishing, Washington DC, 2021, p. 369). 
18. J. Ratzinger, Fe, verdad y tolerancia, cit., p. 167. «[L]a irracionalidad consiste precisamente en no admitir más uso de la razón que el de la razón científica […]. Aquellas dimensiones de lo humano en que los hombres nos jugamos, literalmente, la vida, sólo son atacables por una razón no circunscrita a lo empíricamente verificable […]» (Juan Luis Ruiz de la Peña, Crisis y apología de la fe, Sal Terrae, Santander, 1995, p. 276). 
19. José Ortega y Gasset, El tema de nuestro tiempo, Alianza, Madrid, 1981, p. 116. 
20. Immanuel Kant, Kritik der reinen Vernunft, en Kants Werke, Akademie Textausgabe, Walter de Gruyter, Berlín, 1968, Bd. III, p. 211. 
21. Auguste Comte, Cours de philosophie positive, ed. de Florence Khodoss [http:// saobiennhatrang.com/thuvien/trietTexte-cours.pdf, p. 63]. 
22. Otto Neurath — Hans Hahn — Rudolf Carnap, «La concepción científica del mundo: El Círculo de Viena» [http://www.cesfia.org.pe/zela/manifiesto.pdf], p. 5]. 
23. Por cierto, el propio Althusser trazó una comparación entre la inspiración antihumanista del psicoanálisis y la del materialismo histórico: mientras aquél ponía en cuestión la noción de sujeto autónomo y de la conciencia transparente a sí misma, éste concibe la Historia como un proceso sin sujeto: vid. Louis Althusser, «Freud et Lacan» [1965], en Écrits sur la psychanalyse, Stock/IMEC, París, 1993, p. 47. 
24. «No puede conocerse algo sobre los hombres más que a condición de reducir a cenizas el mito filosófico (teórico) del hombre. Por tanto, todo pensamiento que se reclame de Marx para restaurar de una manera u otra una antropología o un humanismo teóricos no sería más que ceniza teórica» (Louis Althusser, Pour Marx, Maspero, París, 1965, p. 236). 
25. Michel Foucault, Nietzsche, Freud, Marx, Anagrama, p. 189. 
26. Gianni Vattimo, «Posmodernidad: ¿una sociedad transparente?», en Vattimo, G. et al., En torno a la posmodernidad, Anthropos, Barcelona, 1990, p. 16. 
27. Gianni Vattimo, Creer que se cree, trad. de C. Revilla, Paidós, Barcelona, 1996, p. 45. 
28. Joseph Ratzinger, Introducción al cristianismo, cit., p. 128. 
29. Benedicto XVI, Discurso a la Curia romana, 22-12-2008 (en Luz para el mundo, cit., p. 286). 
30. Y añade: «Mi explicación es que la fe en la posibilidad de la ciencia, nacida antes del desarrollo de la teoría científica moderna, es una derivación inconsciente de la teología medieval» (Alfred North Whitehead, Science and the Modern World [1925], The Free Press, Nueva York, 1967, p. 13). 
31. Carl Lotus Becker, The Heavenly City of the Eighteenth-Century Philosophers, Yale University Press, New Haven, 1932, p. 55. 
32. Stephen Meyer, Return of the God Hypothesis: Three Scientific Discoveries Revealing the Mind Behind the Universe, HarperOne, Nueva York, 2021, p. 25. En un sentido similar Francisco José Soler Gil: «Desde un punto de vista teísta, […] el corazón de la realidad lo constituye el Dios vivo y racional. Y el hombre es imagen de Dios, de modo que la racionalidad humana refleja, en cierto modo, la racionalidad divina, que se expresa también en la naturaleza. De ahí que la tradición teológica judeocristiana […] no se haya cansado de proclamar la comprensibilidad del mundo» («Respuesta 1», en Francisco J. Soler Gil – Martín Corredoira, ¿Dios o la materia? Un debate sobre cosmología, ciencia y religión, Áltera, Madrid, 2008, p. 66). 
33. Cf. Mario Livio, ¿Es Dios un matemático?, Ariel, Barcelona, 2009. 
34. Paul Davies: «Los ateos sostienen que las leyes de la naturaleza existen porque sí, y que el universo es en última instancia absurdo. Como científico, esto me resulta muy difícil de aceptar. Debe haber un fundamento racional inmutable [an unchanging rational ground] en el que se enraíza la estructura lógica, ordenada del universo» (Paul Davies, «What Happened Before the Big Bang?», en Russell Stannard (ed.), God for the 21st Century, Templeton Foundation Press, Filadelfia, 2000, p. 12). 
35. Eugene Wigner, «Communications in Pure and Applied Mathematics» [1960], en T.L. Saatz – F.J. Weyl (eds.), The Spirit and the Uses of the Mathematical Sciences, McGraw-Hill, Nueva York, 1969. 
36. John Polkinghorne, «Física y metafísica desde una perspectiva trinitaria», en Francisco J. Soler Gil (ed.), Dios y las cosmologías modernas, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 2005, p. 208. 
37. Albert Einstein, Lettres à Maurice Solovine, París, 1952, p. 114 
38. Cf. Eric Metaxas, Is Atheism Dead?, cit., p. 66. 
39. «La racionalidad del universo es un hecho que el materialista no puede sino reconocer, y considerar como un “hecho bruto”, un dato primario sin explicación. En cambio, desde el teísmo, la racionalidad del universo no resulta sorprendente, ya que se trata de la obra de un Creador inteligente» (F.J. Soler Gil, «Planteamiento», en ¿Dios o la materia?, cit., p. 27). 
40. Los materialistas más sinceros reconocen que su apuesta por la materia inerte como realidad última es un acto de fe, una perspectiva metafísica, y no algo que se desprenda ineludiblemente de los resultados de la ciencia. Así, el genetista de Harvard Richard Lewontin: «Tomamos partido por la ciencia [entendida como antítesis de la religión] a pesar de la patente absurdidad de algunos de sus constructos [aparición gratuita del ser desde la nada; aparición casual de los seres vivos, etc.], […] a pesar de la tolerancia de la comunidad científica hacia explicaciones dogmáticas de tipo “porque sí” [just-so stories], porque tenemos un compromiso previo, un compromiso con el materialismo […]. Además, ese materialismo es absoluto, pues no podemos permitir que Dios meta el pie por alguna puerta a medio cerrar» (Richard Lewontin, “Review of Carl Sagan’s The Demon-Haunted World”, New York Review of Books, January 9, 1997). En un sentido similar el Premio Nobel George Wald: «En lo que se refiere al origen de la vida, sólo hay dos posibilidades: creación [por un Ser inteligente] o generación espontánea. No hay una tercera alternativa. La generación espontánea fue descartada hace cien años, pero eso sólo nos puede llevar a una conclusión, la de la creación sobrenatural. Y, por razones filosóficas, no podemos aceptar eso; por tanto, elegimos creer lo imposible: que la vida surgió espontáneamente por azar» (George Wald, «The Origin of Life», Scientific American, vol. 191, nº 48, Mayo de 1954). 
41. Sobre el tema, vid. Stephen Meyer, Return of the God Hypothesis, cit. 
42. Benedicto XVI, Discurso de Ratisbona, 2006. 
43. Benedicto XVI, Homilía, 23-04-2011 (en Luz para el mundo, cit., p. 73). 
44. «Sí, vanos por naturaleza todos los hombres en quienes había ignorancia de Dios y no fueron capaces de conocer por las cosas buenas que se ven a Aquél que es; ni, atendiendo a las obras, reconocieron al Artífice, sino al fuego, al viento, al aire ligero, a la bóveda estrellada, al agua impetuosa o a las lumbreras del cielo los consideraron como dioses, señores del mundo. Que si, cautivados por su belleza, los tomaron por dioses, sepan cuánto les aventaja el Señor a estos, pues fue el Autor mismo de la belleza quien los creó. Y si fue su poder y eficiencia lo que les dejó sobrecogidos, deduzcan de ahí cuánto más poderoso es Aquel que los hizo; pues de la grandeza y hermosura de las criaturas se llega, por analogía, a contemplar a su Autor» (Sabiduría, 13, 1). 
45. Joseph Ratzinger, Introducción al cristianismo, cit., pp.116-117. 
46. Homilía en la misa del Islinger Feld de Ratisbona, 12-09-2006 (en Luz para el mundo, cit., p. 341). «”Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que todos los que creen en él tengan vida eterna” (Jn 3, 16). La fe cristiana, poniendo el amor en el centro, ha asumido lo que era el núcleo de la fe de Israel, dándole al mismo tiempo una nueva profundidad y amplitud» (Encíclica Deus caritas est, 1 [https://www.vatican.va/content/benedict-xvi/es/encyclicals/documents/hf_ben-xvi_enc_20051225_deus-caritas-est.html]). 
47. J. Ratzinger, Introducción al cristianismo, cit., p. 120. «La potencia divina a la cual Aristóteles, en la cumbre de la filosofía griega, trató de llegar a través de la reflexión, es ciertamente objeto de deseo y amor por parte de todo ser —como realidad amada, esta divinidad mueve el mundo—, pero ella misma no necesita nada y no ama, sólo es amada. El Dios único en el que cree Israel, sin embargo, ama personalmente” (Encíclica Deus caritas est, 9). 
48. Encuentro con jóvenes de Roma y el Lacio, 6-04-2006 (en Luz para el mundo, cit., p. 333). 
49. «[L]a fe es un habitus, es decir, una constante disposición del ánimo, gracias a la cual comienza en nosotros la vida eterna y la razón se siente inclinada a aceptar lo que ella misma no ve» (Encíclica Spe salvi, 7 [https://www.vatican.va/content/benedict-xvi/es/encyclicals/documents/hf_ben-xvi_enc_20071130_spe-salvi.html]). 
50. Introducción al cristianismo, cit., p. 43. 
51. Introducción al cristianismo, cit., p. 44 
52. Introducción al cristianismo, cit., p. 62 
53. «Sólo si se produjo algo extraordinario, si la figura y las palabras de Jesús sobrepasaron radicalmente todas las esperanzas y expectativas, encuentran explicación su crucifixión y su influencia. Apenas veinte años después de la muerte de Jesús, encontramos en el gran himno a Cristo de la Carta a los Filipenses (2, 6-11) una cristología en la que se dice que es uno con Dios, pero que se ha despojado, se ha hecho hombre, se ha rebajado hasta morir en la cruz […]. ¿Qué ocurrió en los veinte años que siguieron a la crucifixión de Jesús? ¿Cómo se llegó a esta cristología? La acción de las comunidades anónimas [de creyentes] […] no puede, en realidad, explicar nada. ¿Cómo han podido mostrarse tan creativas unas entidades colectivas anónimas? […] ¿No es mucho más lógico, desde el punto de vista histórico, considerar que lo grandioso está al comienzo, que la persona de Jesús rompió de hecho todas las categorías disponibles, y que no podía ser comprendida más que desde el misterio de Dios?” (Joseph Ratzinger, Jésus de Nazareth: Du Baptême dans le Jourdain à la Transfiguration, Flammarion, París, 2007, p. 18). «Suponer que, en un ambiente hebraico, un hombre haya podido ponerse a la par de Dios y ser adorado como tal, y por añadidura no a lo largo de un proceso de varias generaciones, sino (como ha demostrado el mismo método histórico-crítico) pocos años después de su muerte infamante, significa no conocer nada de los judíos. […] Ellos adoraban a Yahvé, el Dios único, el Dios trascendente, el inefable, cuyo nombre no debía siquiera ponerse en los labios, separado por abismos insalvables de toda criatura» (Vittorio Messori, Hipótesis sobre Jesús, Mensajero, Bilbao, 1997, p. 113). 
54. Homilía en la misa «Pro Eligendo Pontifice», 18-04-2005 (en Luz para el mundo, cit., p. 443). 
55. Benedicto XVI, Discurso a la Curia romana, 20-12-2010 (en Luz para el mundo, cit., p. 363). 
56. Discurso a la Curia romana, 20-12-2010. 
57. En la filosofía cristiana hubo también -en el siglo XIV- una corriente voluntarista que concibió la moral como mero mandamiento divino que podría haber tenido un contenido distinto al que de hecho tiene (por ejemplo, Ockham sostuvo que Dios hubiese podido prescribir el homicidio, el adulterio o incluso el odio a Dios); Ratzinger la considera una desviación errónea: «En contraste con el llamado intelectualismo agustiniano y tomista, Juan Duns Escoto introdujo un planteamiento voluntarista que, tras sucesivos desarrollos, llevó finalmente [con Ockham] a afirmar que sólo conocemos de Dios la voluntas ordinata [lo que de hecho ha ordenado]. Más allá de esta existiría la libertad de Dios, en virtud de la cual habría podido crear y hacer incluso lo contrario de lo que efectivamente ha hecho. Aquí se perfilan posiciones que […] podrían llevar incluso a la imagen de un Dios-Arbitrio que no está vinculado ni siquiera con la verdad y el bien. […] En contraste con esto, la fe de la Iglesia se ha atenido siempre a la convicción de que entre Dios y nosotros existe una verdadera analogía [o sea, nuestro sentido natural de lo correcto y lo incorrecto coincide con el de Dios]» (Discurso de Ratisbona, 2006). 
58. «La Ley no es el producto de la inteligencia humana ni de la voluntad popular, sino algo eterno que rige el universo por medio de sabios mandatos y sabias prohibiciones. […] [Es] una razón derivada de la naturaleza de las cosas, incitando al bien y apartando del mal, que para llegar a ser Ley no necesitó ser redactada por escrito, sino que fue tal desde su origen. Y su origen es tan antiguo como la mente divina» (Cicerón, Sobre las leyes, II, Alianza, Madrid, 1989, pp. 198-199). 
59. Benedicto XVI, Discurso al Parlamento Federal Alemán, 22-09-2011 (en Luz para el mundo, cit., p. 457). 
60. Joseph Ratzinger, Verdad, valores, poder, Rialp, Madrid, 1998, p. 103. 
61. Discurso al Parlamento Federal Alemán (Luz para el mundo, cit., 457). 
62. Discurso a la Curia romana, 22-12-2006 (Luz para el mundo, cit., p. 334). 
63. «El hombre no quiere recibir de Dios su existencia y la plenitud de su vida. Quiere tomar por sí mismo del árbol del conocimiento el poder de plasmar el mundo, de hacerse dios, elevándose a su nivel, y de vencer con sus fuerzas a la muerte y las tinieblas» (Homilía en la solemnidad de la Inmaculada Concepción, 8-12-2005, en Luz para el mundo, cit., p. 324). 
64. Discurso al Parlamento Federal Alemán (Luz para el mundo, p. 456). 
65. Joseph Ratzinger, «El derecho a la vida y Europa», en El cristiano y la crisis de Europa, Ed. Cristiandad, Madrid, 2005, p. 59. 
66. Discurso al Parlamento Federal Alemán (Luz para el mundo, p. 458). 
67. Discurso al Parlamento Federal Alemán (op.cit., p. 458). 
68. Discurso al Parlamento Federal Alemán (op. Cit., p. 458). En un sentido similar: «Cuando la Iglesia habla de la naturaleza del ser humano como hombre y mujer y pide que se respete este orden de la creación, no se trata de una metafísica superada. Se trata de la fe en el Creador y de escuchar el lenguaje de la creación, cuyo desprecio sería una autodestrucción del hombre […]» (Discurso a la Curia romana, 22-12-2008 [Luz para el mundo, cit., p. 286]). 
69. Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, Prima Secundae, q. 94, a. 2 
70. Discurso a los obispos de Suiza, 9-11-2006 (Luz para el mundo, p. 306). 
71. Discurso a la Curia romana, 22-12-2006 (recogido en Benoît XVI, Pensées sur la famille, Parole et Silence, París, 2009, p. 71). 
72. Discurso a congreso organizado con ocasión del 50 aniversario de los Tratados de Roma (en Luz para el mundo, cit., p. 306). 
73. La tasa de nupcialidad española pasó de 7’2 por mil en 1975 a 3’5 por mil en 2019. 
74. «Traer hijos al mundo requiere que el eros egoísta se realice en un agapé creativo, arraigado en la generosidad y caracterizado por la confianza y la esperanza en el futuro. […] Tal vez la falta de este amor creativo y de altas miras sea la razón por la que muchas parejas hoy deciden no casarse, numerosos matrimonios fracasan y ha disminuido tanto el índice de natalidad» (Mensaje a la XII Plenaria de la Academia Pontificia de las Ciencias Sociales, 27-04-2006 [Luz para el mundo, cit., p. 116]). 
75. Discurso a obispos alemanes en visita ad limina, 18-06-2006 (Luz para el mundo, cit., p. 111 
76. «Los votos son compromisos indefinidos […], vinculan a las partes en un destino compartido». «Un voto es una entrega definitiva de sí mismo, en la cual se invita al otro a confiar. El paradigma de esto es el matrimonio, tal como fue concebido hasta hace poco» (Roger Scruton, The Soul of the World, Princeton University Press, 2016, p. 90). 
77. «[El matrimonio está en crisis] en un contexto cultural marcado por el relativismo y el positivismo jurídico, que consideran el matrimonio como una mera formalización social de los vínculos afectivos. En consecuencia, no sólo llega a ser contingente [disoluble], sino que se presenta como una superestructura legal que la voluntad humana puede manipular a su capricho, privándola incluso de su índole heterosexual» (Discurso al Tribunal de la Rota Romana, 27-01-2007 [Luz para el mundo, p. 111]). 
78. Discurso de 31-08-2006 (Incluido en Pensées sur la famille, Parole et Silence, París, 2009, p. 30). 
79. Discurso de 17-07-2007 (Pensées sur la famille, cit., p. 76) 
80. Encíclica Deus caritas est, 11. En un sentido similar: «La unidad, definitividad e indivisibilidad del amor entre el hombre y la mujer sólo pueden comprenderse y realizarse si se cree en la unidad, definitividad e indivisibilidad del amor de Dios» (Introducción al cristianismo, cit., pp. 95-96). 
81. «El matrimonio está siendo cada vez más marginado. Por ejemplo, en ciertos países se han modificado las leyes para que el matrimonio ya no sea definido como la unión entre el hombre y la mujer, sino sólo como una unión entre dos personas. […] [Así] Todas las uniones son relativizadas en nombre de la no discriminación y de la libertad. Y, naturalmente, la indisolubilidad del matrimonio se convierte en una utopía que numerosas personalidades públicas contradicen. Y, así, la familia se desintegra progresivamente» (Benedicto XVI, 9-11-2006 [Pensées sur la famille, cit., p. 84]). 
82. Discurso del 11-01-2007 (Pensées sur la famille, cit., p. 54). 
83. Discurso del 13-05-2007 (Pensées sur la famille, cit., p. 45). 
84. Discurso de Ratisbona, 2006 (Luz para el mundo, cit., p. 453). 
85. Benedicto XVI, Luz del mundo, cit., p. 69. 
86. Discurso a los participantes en encuentro organizado por el Observatorio Astronómico Vaticano, 30-09-2009 (Luz para el mundo, cit., p. 343). 
87. Discurso a la Academia Pontificia de las Ciencias, 6-11-2006 (Luz para el mundo, cit., p. 304). 
88. Discurso en Westminster Hall, 17-09-2010 [https://www.vatican.va/content/benedict-xvi/es/speeches/2010/september/documents/hf_ben-xvi_spe_20100917_societa-civile.html]. 
89. «A partir de León XIII, la doctrina más comúnmente defendida por los autores del Derecho público eclesiástico se ampara en la famosa consideración de la tesis y la hipótesis. La tesis viene a ser el conjunto de principios ideales en materia de constitución religiosa de la sociedad civil […]. Esa solución ideal es la de la confesionalidad: la sociedad civil debe abrazar la verdadera religión y rendir a Dios culto público […]. La hipótesis responde a aquellas situaciones de hecho en que no es posible la aplicación de los principios ideales, pudiendo entonces el Estado constituirse en forma distinta del confesional, pero respetando siempre los principios del Derecho natural. […] El magisterio pontificio […] vino a aceptar y alabar, en el nivel de la hipótesis, situaciones de amigable separación Iglesia-Estado, como fueron los casos de EEUU (León XIII, 1895) y Chile (Pío XI, 1925)” (Alberto Bernárdez Cantón, Lecciones de Derecho eclesiástico español, Gráficas Minerva, Sevilla, 1993, pp. 24-25). 
90. «Es propio de la estructura fundamental del cristianismo la distinción entre lo que es del César y lo que es de Dios (cf. Mt 22, 21), esto es, entre Estado e Iglesia o, como dice el Concilio Vaticano II, el reconocimiento de la autonomía de las realidades temporales. El Estado no puede imponer la religión, pero tiene que garantizar su libertad y la paz entre los seguidores de las diversas religiones; la Iglesia, como expresión social de la fe cristiana, por su parte, tiene su independencia y vive su forma comunitaria basada en la fe, que el Estado debe respetar» (Encíclica Deus caritas est, 28). 
91. Benedicto XVI, «Discurso a los cardenales, arzobispos, obispos y prelados superiores de la Curia romana», 22 Diciembre 2005 [https://www.vatican.va/content/benedict-xvi/es/speeches/2005/december/documents/hf_ben_xvi_spe_20051222_roman-curia.html] 
92. Palabras de agradecimiento, 2-08-2009 (Luz para el mundo, p. 290). 
93. «Es la belleza desinteresada sin la cual no sabía entenderse a sí mismo el mundo antiguo, pero que se ha despedido sigilosamente del mundo moderno de los intereses, abandonándola a su avidez y a su tristeza” (Hans Urs von Balthasar, Gloria: Una estética teológica, Encuentro, Madrid, 1985, p. 22). 
94. Encuentro con los artistas en la Capilla Sixtina, 21-11-2009. 
95. Encuentro con el clero de la diócesis de Bolzano, 6-08-2008 (Luz para el mundo, cit., p. 337). 
96. Benedicto XVI, «Mi testamento espiritual» [https://www.vaticannews.va/es/papa/news/2022-12/benedicto-bxi-mi-testamento-espiritual.html]. Como el materialismo, también las modas exegético-críticas «desmitologizadoras» han resultado «vientos de doctrina» veleidosos: «Desde hace sesenta años acompaño el camino de la teología, especialmente de las ciencias bíblicas, y con la sucesión de las diferentes generaciones, he visto derrumbarse tesis que parecían inamovibles y resultar meras hipótesis: la generación liberal (Harnack, Jülicher, etc.), la generación existencialista (Bultmann, etc.), la generación marxista. He visto y veo cómo de la confusión de hipótesis ha surgido y vuelve a surgir lo razonable de la fe. Jesucristo es verdaderamente el camino, la verdad y la vida».