Por Carolina Riva Posse
Para el Instituto Acton
Junio 2023

Hace pocas semanas murió en Roma Stanislaw Grygiel, filósofo especialista en temas de antropología y ética y amigo personal de Juan Pablo II. Nacido en Polonia en 1934, vive en carne propia los atropellos totalitarios de nazis y comunistas.

Grygiel volvió a lo esencial del amor y la comunión como identidad de la persona. En una de sus últimas conferencias, explicó cómo el hombre de hoy no habita en el diálogo, porque admira las opiniones en las que sólo se encuentra a sí mismo. Su narcisismo antimetafísico lo aleja de la realidad. Alejándose también de la morada familiar, edificada sobre la diferencia ontológica y sexual, el hombre abandona la «ayuda conveniente a sí mismo» y busca la salvación en el intercambio de opiniones, en lugar de buscarla en el verdadero diálogo.

Grygiel vuelve a Platón, en su distinción entre la doxa: la opinión, la apariencia, la falsedad, y la verdad.

Las personas nacen y se cumplen no en las opiniones, sino en la verdad, que se revela cuando se donan recíprocamente. El don de la verdad crea la comunidad de las personas.

Los individuos «absolutamente libres» pueden irresponsablemente soñar un mundo nuevo, en el que a cada uno le es posible decidir sobre el ser o no ser de todo y de todos, incluído sí mismo. Estos individuos viven en una soledad metafísica, que no realiza su verdadero ser.

Grygiel seguía a su maestro Karol Wojtyła para entender al hombre, que volvía a la historia del amor humano y a su origen. Grygiel basaba su antropología en la experiencia del diálogo y del encuentro. Así dice en una de sus obras: «Si uno no se reconoce, ni siquiera por un momento, en el clima de un encuentro, abandona esta tierra con la convicción de haber vivido una existencia sin sentido ni valor. Se va vacío, porque no ha sido llenado por nadie»[1]. Es en el encuentro que el hombre se reconoce a sí mismo, y vislumbra la verdad de su propia vida.

Augusto Del Noce, comentando esta obra de Grygiel, dice que hoy en la sociedad tecnocrática, el hombre se ha convertido en una mercancía que compra mercancías[2]. Ya no hay nada sagrado, y todo se ha reducido a objeto.

La mentalidad común, creada por los medios de comunicación y por toda la trama de instrumentos que tiene el poder, trae el peligro de la abolición del hombre. Se altera el sentido de uno mismo, el sentimiento de sí. El poder atrofia el corazón, o mejor aún, lo anestesia.

Pero vivir en esa caverna de sombras, en donde no hay más que sombras y no hay nada que tenga valor en sí, no es el destino del hombre. Existe la posibilidad de ser liberado de la caverna y acercarse a la verdad de la persona.

En el mito platónico, la salvación viene de afuera. No basta el esfuerzo humano para solucionar los problemas del hombre. Y sin embargo, la libertad humana, como signo indeleble, siempre deja un resquicio para volver la mirada y mantener abierta la espera.

¿Cómo se realiza esa posibilidad de salida de una mentalidad?

Pedirle un cambio al sistema sería erróneo, ingenuo, pretencioso. Sería intentar soñar sistemas tan perfectos, en donde nadie necesite ser bueno, como decía tan lúcidamente Eliot. El vacío nihilista de hoy no puede ser llenado por el estado, ni por un sistema económico ni una estrategia educativa. Esperar de la política, o de quienes supuestamente tienen a su cargo el «bien común» sería retirarse de nuestro propio lugar.

Del Noce explica que la pérdida de conciencia de la realidad personal del hombre es lo que favorece la prevalencia de la mentalidad tecnocrática. Si el hombre es persona, es diálogo y comunión, entonces es falso concebirlo como individuo aislado, abstracto, atomizado. ¿Cómo favorecer en el hombre una mayor conciencia de sí?

La familia, escuela de comunión

Desde una tradición muy distinta, pero con inquietudes muy semejantes, el filósofo norteamericano Russell Kirk reflexiona sobre la centralidad de la familia. Kirk dice que es en la familia en donde el hombre aprende a amar.

Había una vez, cuenta Kirk, en que la familia proveía mucho más que afecto y un domicilio común. Había una vez en que la familia era el lugar de la educación de los jóvenes, el refugio de los viejos y de los enfermos. La familia estaba también allí para asegurar el sustento material y asistir en caso de dificultad.

Por supuesto que hay muchas razones que explican los cambios en la sociedad, pero no podemos dejar pasar el contraste con el horizonte actual sin sacar provecho de un mínimo análisis.

Cuando se espera del estado, crece el individualismo. Los totalitarismos siempre han tenido claro que rota la familia, se desvinculan las personas. Personas sueltas se vuelven más manipulables. El avance del poder crea un yo débil, aplastado.

Dice Kirk que la alternativa a la familia vigorosa es la orfandad universal.

Falta de vigilancia, descuido de lo propio

Pero la lucha todavía está teniendo lugar en el mundo. Ratzinger, en Jesús de Nazareth hace una advertencia sobre la vigilancia. Refiriéndose a la oración de Jesús en Getsemaní, dice: «La somnolencia de los discípulos sigue siendo a lo largo de los siglos una ocasión favorable para el poder del mal. Esta somnolencia es un embotamiento del alma, que no se deja inquietar por el poder del mal en el mundo, por toda la injusticia y el sufrimiento que devastan la tierra. Es una insensibilidad que prefiere ignorar todo eso; se tranquiliza pensando que, en el fondo, no es tan grave, para poder permanecer así en la autocomplacencia de la propia existencia satisfecha. Pero esta falta de sensibilidad de las almas, esta falta de vigilancia, tanto por lo que se refiere a la cercanía de Dios como al poder amenazador del mal, otorga un poder en el mundo al maligno”[3]

Sin tradición no hay libertad

El avance entonces de una mentalidad contraria a la familia, o contraria a la verdad sobre el hombre no se ha afirmado sin cierta connivencia de nuestra parte. La falta de vigilancia de parte nuestra despeja un terreno fértil para el implantarse de la ideología. Nuestra falta de cultivo de la vida personal y familiar es lo que da la ocasión favorable para el avasallamiento del poder, como decía Ratzinger.

Del Noce afirma, siguiendo a Grygiel, que sin tradición no hay libertad. La familia es el lugar de la tradición, en que en el encuentro entre generaciones se hace la entrega de lo que se considera valioso, la transmisión de las razones por las cuales «la vida vale la pena ser vivida».

Un sujeto sin tradición no tiene identidad, y nuestra civilización se está transformando en una civilización de hombres sin familia, sin cultura, sin identidad.

¿Por dónde viene, entonces, la salida de la crisis? No será por una apelación retórica e intimista a vivir el encuentro ni menos por el diseño de un plan estatal o de hegemonía cultural de algún tipo. La prioridad la tendrá la conversión del corazón, sin duda, pero se impone la obligación de introducir en las instituciones y condiciones de vida la exigencia de un respeto a la familia. La conciencia más aguda de la naturaleza comunional del hombre no puede no tener una traducción política. Se le pedirá al poder el respeto por la familia, por sobre todo como lugar de educación de la persona. Sólo desde esa pertenencia familiar como escuela de comunión podrá generarse una vida más humana.

  1. Grygiel, S. L’uomo visto dalla Vistola, CSEO, Bologna, 1978, p. 17.
  2. Del Noce, A., «I grandi miti platonici visti dalla Scuola di Cracovia”, en Pensiero della Chiesa e cultura contemporanea, a cura de l. Santorsola, Studium, Roma, 2005, p. 207.
  3. Joseph Ratzinger-Benedicto XVI, Jesús de Nazaret. Segunda parte. Desde la entrada en Jerusalén hasta la Resurrección, Encuentro, Madrid, 2011, p. 181)