Por Enrique Aguilar y Guillermo Jensen
Fuente: La Nación
21 de junio de 2023
En el liberalismo clásico, el ejercicio de la soberanía popular fue mayormente visto como una garantía de libertad. Pocos autores, pertenecientes a esa tradición, supieron verlo además como una de sus dimensiones constitutivas, no menos importante que otras (la libertad de expresión, por ejemplo) usualmente reunidas bajo el concepto de “libertades civiles”. Razones históricas y teóricas se dan cita para explicar este desajuste que aún se percibe en algunos sectores liberales renuentes a aceptar plenamente hasta qué punto la participación del pueblo en las decisiones colectivas (sea mediante elecciones ordinarias u otros mecanismos) y la existencia de un gobierno limitado se refuerzan mutuamente.
En el caso argentino el problema no es nuevo, pero amenaza al presente y al futuro del liberalismo. Una larga corriente de pensamiento que nace en el siglo XIX y se extiende hasta la centuria siguiente parece haber escindido la historia del liberalismo de las reivindicaciones democráticas. Con la circunstancia agravante de que ese liberalismo que al comienzo se conjugó mal con la democracia tampoco se allanó bien con una parte irrenunciable de su propio ideario.
La primera de esas escisiones podemos llamarla “el olvido de Tocqueville”. Fue este pensador francés tan influyente en el proceso constituyente argentino quien, al medir los alcances positivos y negativos del “progresivo avance de la igualdad de condiciones”, indagó los modos de preservar la libertad en el seno de las sociedades y los gobiernos democráticos. El olvido resulta aún más llamativo si recordamos que, en la estela de Tocqueville, intelectuales tan relevantes como Domingo Faustino Sarmiento y José Benjamín Gorostiaga lograron articular virtuosamente liberalismo y democracia, mientras construían instituciones que hicieran realidad las libertades individuales y la participación ciudadana. Asimismo, este olvido contribuye a explicar algunas de las dificultades que entrañó la consolidación de un espacio político e intelectual que defendiera con coherencia el ideario liberal en contextos democráticos.
No es este un problema exclusivo de los liberales. La falta de una tradición robusta de liberalismo político en la Argentina que asumiera de entrada la lógica democrática condicionó todo nuestro sistema político desde 1916 hasta el siglo XXI. El liberalismo vernáculo pivotó, las más de las veces, entre su inserción circunstancial en partidos tradicionales y su colaboración, abierta o solapada, con distintos regímenes de facto. Un liberalismo economicista y de impronta autoritaria terminó opacando a un liberalismo democrático más coherente con su propio corpus teórico y ajeno a toda forma de sectarismo.
Si dejamos de lado la etapa más oscura de esta omisión histórica –la que corresponde a sangrientas dictaduras que asolaron nuestro continente–, también podría mencionarse la aquiescencia prestada a gobiernos surgidos del voto popular durante los cuales la apertura de la economía convivió con una praxis “delegativa”, la falta de control legislativo, una Justicia complaciente y un obsceno entramado de corrupción. Concesiones obligadas por la coyuntura, dirán algunos, para cimentar un modelo económico que a poco andar diera paso, como una consecuencia “natural”, al respeto a la legalidad, el pluralismo político y la constitucionalización del poder. Durante años hubo quienes creyeron, como recuerda Mario Vargas Llosa, que era preferible una dictadura con economía liberal que una democracia sin ella.
En The Constitution of Liberty, Friedrich Hayek esgrime dos argumentos rotundos en torno al tema que nos ocupa. El primero, cuando afirma: “La elección del propio gobierno no asegura necesariamente la libertad”, argumento incontestable cuando sabemos de tantas opresiones consideradas legítimas en nombre de su origen democrático. El segundo, cuando sostiene que, así como una democracia puede “ejercer poderes totalitarios”, también “es concebible que un gobierno autoritario actúe sobre la base de principios liberales”. Transcurridas 6 décadas de su publicación, cabe preguntarse si Hayek hubiera matizado esta aseveración, sobre todo a la luz del enorme daño que propinó al liberalismo su estrecho maridaje con distintas experiencias autocráticas y represivas que lamentablemente hoy revive en los elogios no disimulados a la figura de Nayib Bukele y sus políticas de mano dura, o en las nostalgias que todavía generan los nombres de Alberto Fujimori o Jair Bolsonaro.
Comúnmente se señala que las libertades no son divisibles, razón por la cual resultaría imposible ser liberal en economía sin serlo al mismo tiempo en política. Sin embargo, lo que la realidad indica es que el liberalismo de carne y hueso se presenta a menudo como reduccionista al ceñir su ideario tan solo a la defensa del libre mercado, olvidándose de los buenos arreglos institucionales y de lo que Raymond Aron llamaba la “síntesis democrático-liberal”, resultado de una amalgama o compromiso de libertades personales y libertad política. Giovanni Sartori decía: “Es perfectamente legítimo hablar del liberalismo en singular”, pero únicamente, agregaba, “si somos capaces de determinar su contenido”. A la hora de encarar este desafío, parece aconsejable que evitemos identificar al liberalismo con una sola de sus descendencias.
Aguilar es doctor en Ciencias Políticas y profesor de Teoría Política; Jensen, doctor en Derecho, docente e investigador
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