Por: Gustavo Irrazábal*
Fuente: La Nación
3 de agosto de 2023
La Iglesia Católica tiene una misión de carácter religioso y trascendente. Pero eso no excluye, sino que más bien supone, una responsabilidad en relación con la política. No en el sentido de que la Iglesia pueda proponer modelos sociales, políticos o económicos, o soluciones técnicas, o que pueda arbitrar entre proyectos políticos alternativos, ya que todo esto es ajeno a su competencia. Pero sí debe defender y promover la dignidad de la persona humana y sus derechos, brindar orientaciones éticas para el ejercicio del poder político, defender la autonomía de la sociedad civil y denunciar los privilegios que atentan contra la igualdad de oportunidades de sus miembros, aspectos de lo que se denomina la “justicia social”.
En este sentido, todos los católicos −cada uno según su estado de vida− deben participar de la vida política. Pero no corresponde a los sacerdotes intervenir directamente en la actividad política, menos aún en política partidaria, pues se trata esta de una tarea reservada a los fieles laicos, que actúan inspirados en su fe, por su propia iniciativa, y sin poder invocar para sus opciones personales, de modo exclusivo, la autoridad de la Iglesia. En cambio, los sacerdotes tienen el deber de formar la conciencia de los laicos en los principios de la Doctrina Social para que estos puedan cumplir adecuadamente con su vocación de ordenar efectivamente la vida social con la luz del Evangelio.
La razón para esta distinción es clara: como recordaba San Juan Pablo II, el sacerdote debe ser “un hombre de todos”, mientras que las opciones políticas son contingentes por naturaleza y no expresan nunca total, adecuada y perennemente el Evangelio. Es cierto que el sacerdote es también un ciudadano, y que tiene derecho a formar sus propias opiniones políticas y a votar según su conciencia. Pero su condición de ministro de la unidad le impone el deber de ser extremadamente prudente al momento de manifestar esas ideas en público, ya que de lo contrario introduciría divisiones y conflictos en la comunidad que debe guiar y generaría una sospecha de parcialidad en el ejercicio de su ministerio.
El Código de Derecho Canónico (n.287.2) prevé, sin embargo, una excepción, cuando lo exijan “la defensa de los derechos de la Iglesia o la promoción del bien común”, caso en el cual un presbítero podría ejercitar una función de ayuda y de suplencia asumiendo un cargo político, con permiso expreso de la autoridad eclesiástica competente. Pero la interpretación de este supuesto excepcional es restrictiva, y de nada sirve citar remotos antecedentes históricos ya que, como señala Juan Pablo II, el desarrollo político, constitucional y doctrinal moderno ha permitido paulatinamente a la sociedad civil crear instituciones y medios para desempeñar sus funciones con autonomía. Y en todo caso, debe quedar en claro que quienes debidamente autorizados ingresen en la actividad política no cuentan para el desempeño de cargos políticos con ninguna misión, ni calificación adicional, ni carisma de lo alto.
Contra la tentación siempre presente de politización del clero, es preciso recordar que en nuestro país rige plenamente el sistema democrático y nada hace pensar que falten laicos capaces de animar la vida política o desempeñar los diferentes cargos públicos. La intromisión de sacerdotes en ese ámbito, con o sin autorización, sería signo de un clericalismo paternalista y anacrónico del tipo que tan insistentemente ha condenado el Papa. La “Iglesia pobre” que Francisco sueña es ante todo una Iglesia que renuncia al camino del poder. El sacerdote está llamado, de un modo especial, a ser signo de esa pobreza. La misma pobreza de Jesucristo, cuyo Reino “no es de este mundo”.
*Sacerdote. Miembro el Consejo Consultivo del Instituto Acton.
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