Por: +Fernando Chomali G., Arzobispo de Concepción.
Fuente: Religión Digital
14 de octubre de 2023
La violencia en todas sus formas es el mayor fracaso de las sociedades. La violencia hiere, la violencia mata, la violencia deja huellas que se transmiten de generación en generación porque queda grabada en las entrañas. La violencia se debe condenar con claridad y sin ambigüedades, venga de donde venga y siempre. La violencia lo único que logra es engendrar más violencia. Es una espiral que se sabe cuando comienza pero no donde y cuando va a terminar.
El dolor de los ancianos, de las mujeres, de los niños y de los inocentes nos debiese estremecer profunda, única y exclusivamente porque su humanidad es vulnerada de manera brutal. Antes de ser israelí o palestino, ucraniano o ruso, somos seres humanos y basta aquello para profesar un irrestricto respeto por su vida, su integridad física y sicológica. No hay causa que justifique el horror de la guerra, del terrorismo, de la venganza, de las matanzas por doquier. La causa misma de la existencia de un ser humano es más que suficiente para detener la guerra. Se trata de salvaguardar su dignidad que trasciende cualquier consideración.
La violencia en todas sus formas es también el resultado de la apatía e indiferencia de la comunidad internacional. Su fracaso es monumental. Las instancias internacionales seguirán fracasando cada vez que se dispare un tiro, cada vez que la muerte de un ser humano sea el triunfo de otro. Eso se llama barbarie. En pleno siglo 21, el siglo de avances tecnológicos y de las comunicaciones, aparecen situaciones que nos hacen retroceder como civilización, nos roban la esperanza en un futuro mejor y le damos un pésimo ejemplo a las nuevas generaciones. Mientras no haya un claro y decidido acuerdo en decir que la violencia no es el modo para resolver los conflictos, y menos para obtener la paz y la tranquilidad de los pueblos -y la rechacemos con claridad- es difícil que se detenga la guerra, difícil que se acaben las muertes de miles de personas civiles y militares de todos los pueblos, de todas las razas y de todas la naciones. ¿Estamos condenados a vivir así? Esa es la pregunta que han de responder quienes tienen responsabilidades políticas, sociales, espirituales y militares.
La paz es un anhelo ampliamente deseado y contribuir a ello es un deber y un derecho de todos. Partir por reconocer la dignidad de cada ser humano y el respeto que se merece y promover el diálogo como forma de alcanzar posiciones es la única puerta de entrada de una sociedad más justa y a escala humana donde la violencia no tenga espacio, ni la muerte, ni el dolor, ni tantas atrocidades que vemos día a día. Recemos para que el Señor arranque el corazón de piedra de los poderosos de este mundo y lo cambie por un corazón de carne, lento a la ira y rico en misericordia, amante de la justicia y de la paz.
Por último quisiera agregar dos pensamientos: se percibe que los actores de las guerras fratricidas en el mundo son puros hombres, no será que es hora de hacer participar en las decisiones a más mujeres que tienen, por naturaleza un especial carisma para cuidar y defender la vida y en general suelen ser más creativas y dialogantes para abordar los conflictos. En segundo lugar me entristece profundamente la frivolidad de quienes están más preocupados de si las acciones suben o bajan con la guerra que por las muertes, el dolor y la destrucción que provoca.
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