Por Gustavo Irrazábal
Fuente: Revista Criterio
Noviembre/Diciembre 2032

El 7 de octubre pasado, las primeras noticias e imágenes  de la brutal y sangrienta incursión de los comandos  terroristas de Hamas en territorio de Israel −así  como el video de la eufórica celebración con la que  el Parlamento iraní saludó dicho ataque− provocaron  una honda indignación en el mundo occidental. Pero  luego del impacto inicial, tanto las primeras acciones  de represalia del Ejército israelí como la orden de  evacuación perentoria de los habitantes de Gaza  despertaron en diversas capitales europeas las consabidas  manifestaciones antijudías (o “antisionistas”, según su  rótulo alternativo). A la vez, varias importantes cadenas  de noticias europeas (BBC News, France 24, Deutsche  Welle, etc.) se concentraron en resaltar el sufrimiento  de los civiles palestinos, sugiriendo al menos una cierta  equivalencia entre la agresión de Hamas y la reacción de  Israel (por ej., France 24, “El doble rasero”, 13-10-23). 

A más de un mes del comienzo de las hostilidades, la  invasión de las fuerzas israelíes (primero aérea y luego  terrestre) ha profundizado esta tendencia, y mientras  van quedando en el recuerdo las atrocidades de Hamas,  irrumpen en primer plano las escenas de la catástrofe  humanitaria que padece la población palestina, a la  vez que las acciones de Israel son sometidas a un  escrutinio cada vez más minucioso. A primera vista,  parecería evidente que estas últimas están fuera de toda  proporción. El número de víctimas palestinas entre los  no combatientes, particularmente niños, ¿no supera  ya varias veces el número de las provocadas contra  ciudadanos judíos por Hamas? ¿Acaso valen menos las  vidas palestinas que las israelíes? En realidad, aunque  toda vida tenga un valor único, la sola comparación  aritmética de víctimas entre bandos es, desde el punto  de vista moral, insuficiente. 

La Iglesia siempre reconoció la posibilidad de una guerra  justa, sobre todo cuando tiene una finalidad defensiva.  Es cierto que el cristianismo primitivo, inspirado en  el Sermón de la Montaña −la exhortación a “poner la  otra mejilla” (Mateo 5, 39)− tendió al pacifismo, aunque  admitiendo excepciones (por ejemplo, que un cristiano  pudiera ser soldado). Pero San Agustín introdujo una importante distinción: poner la otra mejilla es válido  sólo como una opción personal, pero no cuando se  trata de repeler un ataque a personas bajo la propia  responsabilidad, como es el caso de la defensa de una  nación. Hoy la doctrina católica sigue reconociendo la  legitimidad de la guerra defensiva, e incluso de la guerra  preventiva cuando se trata de evitar un peligro directo e  inminente, aunque sin condenar la actitud pacifista como  testimonio profético de los creyentes. 

Estos principios avalan la declaración del Consejo  Europeo con relación a los hechos referidos cuando  afirma: “Subrayamos con firmeza el derecho que tiene  Israel a defenderse, en consonancia con el Derecho  internacional y humanitario, ante estos ataques violentos  e indiscriminados”. Al mismo tiempo, es importante  señalar que la responsabilidad primaria por la seguridad  del pueblo gazatí corresponde (todavía) a Hamas, aunque  sea sólo una autoridad de facto. Este grupo terrorista,  sin embargo, ha convertido a sus propios connacionales  en “carne de cañón”, localizando sus dispositivos  militares en medio de la población (incluyendo escuelas  y hospitales), construyendo un sistema de cientos de  kilómetros de túneles debajo de zonas habitadas, y  obstaculizando por todos los medios el desplazamiento  de los civiles a zonas más seguras.  

Si realmente se interesan por la suerte de su pueblo,  deben facilitar su refugio en zonas más seguras, dejar  de utilizarlos como escudos humanos, restituir sanos  y salvos a todos los rehenes israelíes y poner fin a sus ataques indiscriminados. De lo contrario, Israel (tomados  los debidos recaudos, como los avisos preventivos) tiene  en principio el derecho al uso de la fuerza para defenderse  y prevenir nuevos ataques. Es preciso recordar aquí la  diferencia esencial entre una agresión directa a civiles  inocentes (es decir, procurar deliberadamente su muerte)  que sería injustificable, y el accionar contra objetivos  militares que, en ciertas condiciones, es lícito aunque  cause indirectamente (es decir, como efecto no buscado)  la muerte de no combatientes. En este último caso, se  debe cumplir con el requisito de la proporcionalidad  entre el efecto buscado (el debilitamiento de la capacidad militar del enemigo) y los efectos no buscados pero  previsibles (víctimas inocentes). 

El respeto de este criterio, sin embargo, no es fácil de  constatar, más aun tratándose de la lucha contra una  organización terrorista. Sobre cada operación militar en  particular, así como sobre la estrategia general de esta  guerra, no se pueden emitir juicios éticos concluyentes  sino sólo conjeturales. Como se sabe, toda guerra se  despliega no sólo en el campo de batalla sino también en  el informativo, haciendo casi imposible disponer de toda  la información relevante para una evaluación integral. La  situación se complica aún más porque las acciones militares  de Israel no pueden dilatarse en el tiempo sin suscitar  reparos cada vez mayores de la comunidad internacional,  y esta presión puede llevar a cometer muchos errores de  apreciación e incurrir en muchos excesos.  

Es cierto, finalmente, que además de destruir la  infraestructura militar de Hamas, será necesario iniciar  negociaciones. Pero, nuevamente, aquí se presenta un  problema que Israel no puede resolver por sí mismo:  ¿Negociar con quién? Es obvio que la tregua para el  intercambio de rehenes por prisioneros palestinos,  aunque sea una noticia alentadora, no puede ser el  inicio de ningún diálogo con Hamas, cuyo objetivo  irrenunciable es la destrucción de Israel. Para lograr  la paz será preciso restituir a la Autoridad Nacional  Palestina (APN) la representación efectiva de su  población, contando con ayuda internacional −en particular, de los países árabes y los Estados Unidos− y la  decisión del mismo pueblo palestino.  

Israel debe contribuir a deslegitimar los pretextos de  Hamas y reforzar la Autoridad Palestina, adoptando  la decisión de desistir inmediatamente de la política  de asentamientos en territorios ocupados, que lleva adelante desde hace décadas en violación del Derecho  Internacional y de elementales normas de justicia. Sin  este compromiso, las tímidas aperturas que permitieron  a miles de palestinos estudiar y trabajar en su territorio o  el establecimiento de relaciones diplomáticas con algunas  naciones árabes (como el intento de acuerdo, por ahora  frustrado, con Arabia Saudita) nunca serán suficientes. 

Pero, hoy por hoy, la subsistencia de Israel está en juego, y  el deber de sus autoridades es dar prioridad a la seguridad  de su población. En el cumplimiento de este propósito,  el Estado israelí tiene el deber de actuar con racionalidad  y equilibrio, evitando la tentación de venganza y todo  sufrimiento injustificado de la población civil de Gaza.  Pero cargar toda la responsabilidad por la suerte de los  palestinos en esta guerra sobre el Estado de Israel sería  pretender condenarlo a una inacción suicida. En última  instancia, ese maximalismo ético unilateral esconde  mucho prejuicio e hipocresía. Ninguno de los actuales  censores de Israel sugeriría algo así si se tratara de la  supervivencia de su propia nación. 

1. Agradezco las atinadas críticas y sugerencias de Vicente Espeche.