Por Pbro. Gustavo Irrazábal*
Fuente: LA NACION

En momentos en que se discute una reforma de la legislación laboral que enfrenta al gobierno actual y a los sindicatos, es oportuno reflexionar sobre uno de los presupuestos fundamentales que debería enmarcar el debate: la misión propia de las asociaciones de trabajadores.

En un mensaje a los participantes de una Conferencia Internacional sobre el Trabajo (17 de septiembre de 2001), Juan Pablo II sostuvo que los sindicatos debían buscar “nuevas formas de solidaridad” en el ámbito laboral. ¿A qué se refería con esta expresión? A que ya no es suficiente apelar a los mecanismos tradicionales de redistribución como los reclamos salariales. Es necesario que las organizaciones sindicales asuman nuevas responsabilidades “en la producción de la riqueza y a la creación de condiciones sociales, políticas y culturales que permitan a todos aquellos que pueden y desean trabajar, ejercer su derecho al trabajo, en el respeto pleno de su dignidad de trabajadores”.

Esto significa, en primer lugar, que los dirigentes sindicales deberían reservar sus mecanismos tradicionales de presión como ultima ratio y buscar un diálogo menos confrontativo y más constructivo con el empresariado, porque es el sector privado el que genera la mayor parte del trabajo genuino, y porque el crecimiento de los salarios reales depende inexorablemente de la mayor productividad de la economía. En segundo lugar, es necesario que los mismos dirigentes se preocupen no solo de los trabajadores sindicalizados, sino de todos los que buscan trabajo, cooperando en la creación de las condiciones que faciliten su ingreso y permanencia en el trabajo formal.

El Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia (2004) recogió esta crucial enseñanza de Juan Pablo II, exhortando a la vez a adaptar la legislación laboral a las nuevas condiciones del mercado de trabajo generadas por la tecnología y la globalización: “La superación gradual del modelo organizativo basado sobre el trabajo asalariado en la gran empresa, hace además oportuna –salvando los derechos fundamentales del trabajo– una actualización de las normas y de los sistemas de seguridad social mediante los cuales los trabajadores han sido hasta hoy tutelados” (n. 309).

El Compendio, además, reflexiona sobre las “cosas nuevas” del mundo del trabajo. Así constata que en los países más desarrollados se va pasando de una economía de tipo industrial a una economía esencialmente centrada en los servicios y la innovación tecnológica (n. 313). Esta transición produce el paso de un trabajo dependiente por tiempo indeterminado, entendido como puesto fijo, a un trabajo caracterizado por una pluralidad de actividades laborales, con todas las promesas e incertidumbres que este proceso comporta.

En los países en vías de desarrollo, en cambio, se ha difundido el fenómeno de las actividades económicas “informales”. En este sector, los trabajadores suelen desempeñar tareas poco calificadas, en condiciones penosas y en un marco carente de las reglas necesarias que protejan su dignidad y sus derechos. Los niveles de productividad, renta y tenor de vida son extremadamente bajos y con frecuencia se revelan insuficientes para garantizar que los trabajadores y sus familias alcancen un nivel de subsistencia (n. 316).

La intransigencia manifestada reiteradamente por algunos jefes sindicales ante cualquier propuesta de reforma de la legislación laboral en nombre de “la defensa de los derechos del trabajador” parece ignorar los rápidos cambios históricos que se están generando en el mundo del trabajo y que no encuentran una respuesta razonable en una legislación que, en lo esencial, ha permanecido inalterada por décadas. Los “derechos del trabajador”, por su parte, se convierten en una evasiva entelequia cuando la contratación de un trabajador “en blanco” supone un “riesgo existencial” para cualquier pyme, y cuando tanto los jóvenes sin experiencia laboral previa como los trabajadores no calificados ven esfumarse sus posibilidades de incorporarse al mundo del trabajo formal.

Leyes y regulaciones que responden a los intereses de trabajadores sindicalizados y de sus representantes constituyen un privilegio inaceptable cuando lo hacen a expensas de un universo cada vez más vasto de trabajadores informales y desocupados, entre los cuales cunden el desaliento y el resentimiento propio de los excluidos. ¿De qué modo superar esta injusta y explosiva situación si no es, como proponía Juan Pablo II, a través del desarrollo “de nuevas formas de solidaridad” en el mundo del trabajo?

*Sacerdote, miembro del Consejo Consultivo del Instituto Acton Argentina.