Por Osvaldo Schenone
¿Hasta cuándo el cepo? ¿Hasta cuándo el impuesto a los bienes personales? ¿O al cheque? ¿La protección arancelaria a empresarios en sectores privilegiados no tendrá fin? ¿Los abusos de los caciques sindicales tampoco tendrán fin? ¿Hasta cuándo habrá retenciones a las exportaciones? ¿La corrupción seguirá impune? ¡Y el impuesto PAIS! ¡Y la licuación de las jubilaciones! La inflación sigue a dos dígitos, y los nombramientos en el gobierno de kirchneristas confesos, cuando no camporistas, indignan a los argentinos de bien.
Sobran razones para pedirle cuentas al gobierno. No se debe, sin embargo, permitir que tan justificadas angustias, originadas durante gran parte del siglo pasado y primer cuarto del siglo XXI, impidan reconocer un avance gigantesco acontecido en los últimos años.
Establecer públicamente y a cara descubierta la supremacía moral del capitalismo liberal es un avance cultural inédito; imprescindible para recuperar la sanidad mental que la prédica socialista ha socavado durante casi un siglo. Al fin y al cabo, otros gobiernos en mayor o menor medida prestaron atención a algunas (o varias) de las urgencias expresadas en el primer párrafo. Pero sin hacer arraigar la supremacía moral del capitalismo liberal, el socialismo vuelve… y vuelve peor.
En la celebración del Día del Trabajo, en mayo de 2013, el papa Francisco declaró que el desempleo es el resultado del pensamiento que no incluye consideraciones de justicia social. Y de esa manera, sus dichos confirman que la prédica demagógica y la retórica del socialismo han conseguido influir hasta las personas mejor intencionadas e ilustradas.
Se habla, se piensa y se actúa bajo la influencia de la prédica socialista. Se deja de lado la lógica y el pensamiento preciso, reemplazados por la actitud voluntarista de considerar exigible lo que son meramente anhelos insatisfechos.
Así, se ha llegado a sostener que la necesidad es fuente de derecho, ignorando que todo derecho es la contraparte de una obligación. De donde se deduciría que la necesidad de una persona genera una obligación para otra persona. ¡Y como necesidades tienen todos, surgiría así una plétora interminable de obligaciones para… todos!
La demagogia socialista ha penetrado hondo: Cualquier persona explica, detalladamente, que el gobierno tiene que hacer algo para dar empleo. Los estudiantes (y algunos profesores) en la universidad insisten que, sin la intervención del gobierno, no es posible que el progreso llegue a todos. Preguntado su médico o su abogado, su mucama o su jardinero, cuál es la causa de la inflación, explicarán que es culpa de los comerciantes (¿o quién cree que pone los precios que cobran en sus góndolas?).
La demagogia socialista está presente en el mundo empresario y laboral: Muchos empresarios explican que la intervención del gobierno en el comercio internacional es esencial para defender la producción nacional y el bienestar de todas las familias a quienes ellos dan trabajo. Los sindicalistas explican que la indemnización por despido es imprescindible para evitar la precarización laboral (omitiendo, así, tomar en cuenta el efecto sobre los desempleados).
Los funcionarios son socialistas por conveniencia: Los del Banco Central explican que es necesario “direccionar” el crédito para evitar que las inversiones “vayan a cualquier lado y acaben en sectores improductivos”. Y que tienen, además, a su cargo la tarea de “reactivar la economía” por medio de una “adecuada” emisión de dinero. Los funcionarios de la ANSES creen, sinceramente, que el sistema jubilatorio de reparto promueve la virtud de la solidaridad. Los funcionarios del Ministerio de Educación sostienen, con buenas intenciones, que premiar el éxito y el esfuerzo de los estudiantes es discriminatorio y frustrante para los estudiantes “menos favorecidos” (y más haraganes). Los funcionarios de YPF y Aerolíneas Argentinas están convencidos que su gestión es muy superior a la alternativa privada porque atiende a “lo social”. Los funcionarios que administran la Asignación Universal por Hijo y los Planes Trabajar son, posiblemente, sinceros al creer que estos mecanismos dan independencia y autonomía a los beneficiarios, omitiendo mencionar que los hace rehenes del poder público.
Ha sido tanta, y tan penetrante, la prédica socialista que todos desconfían más de la honestidad de los negocios privados, que de la honestidad de los funcionarios públicos. Cuando Fulano es elegido Ministro la gente indaga (infructuosamente) su honestidad; en cambio, cuando Mengano es designado Presidente de la Compañía Tal y Tal nadie hace pública esa inquietud: se lo da por irremediablemente deshonesto “porque actúa con la lógica del lucro”.
El socialismo inspira un rechazo popular a las privatizaciones que proviene de la creencia generalizada que éstas equivalen a “darle al zorro que cuide el gallinero” ya que el sector privado gestionaría YPF, Aerolíneas, etc. con “la lógica inescrupulosa del sector privado”, en vez de hacerlo del modo impoluto, inmaculadamente limpio de los funcionarios públicos.
La prédica socialista ha conseguido que cualquier ganancia empresaria sea sospechosa de ilegitimidad por los trabajadores y por el ciudadano medio. Como hacía notar Bertrand de Jouvenel hace más de medio siglo, la riqueza del comerciante rico ha dado lugar a más resentimiento que la pompa de los gobernantes ¿no será acaso que al socialismo le concierne más quienes son los desiguales que el hecho de la desigualdad por sí misma?
Este estado de las cosas no se va a corregir con explicaciones técnicas. Los aspectos técnicos del fracaso del socialismo ya fueron resueltos y explicados (la caída del muro de Berlín, el colapso de la Unión Soviética, los fracasos de Cuba y Venezuela), pero el socialismo sigue avanzando.
El combate exitoso al socialismo requiere, principalmente, dar una batalla cultural. Requiere prédica y persuasión de la superioridad moral del capitalismo liberal. Esta es la misión que el actual gobierno ha tenido la audacia de predicar a la sociedad. El éxito de esta misión es tan importante como eliminar el cepo, o el impuesto a los bienes personales, o al cheque, o la protección arancelaria a empresarios en sectores privilegiados, o los abusos de los caciques sindicales, o las retenciones a las exportaciones o el impuesto PAIS, o la licuación de las jubilaciones, o bajar la inflación.
El socialismo mentiroso declara culpable de la tragedia de los migrantes africanos que naufragan en el Mediterráneo (tragedia que también ocurre –aunque no de manera tan dramática– en la frontera entre México y los Estados Unidos) al capitalismo. En ambos extremos del periplo: al “capitalismo africano”, que expulsa a quienes viven en ese continente, o al “capitalismo europeo”, que no los absorbe de manera digna.
La exhortación apostólica Evangelli gaudium (La alegría del Evangelio, 26 de noviembre de 2013) adoptó el ataque socialista a la libertad de mercado en estos términos: “Algunos todavía defienden las teorías del ‘derrame’, que supone que todo crecimiento económico, favorecido por la libertad de mercado, logra provocar por sí mismo mayor equidad e inclusión social en el mundo. Esta opinión, que jamás ha sido confirmada por los hechos, expresa una confianza burda e ingenua en la bondad de quienes detentan el poder económico y en los mecanismos sacralizados del sistema económico imperante”.
Las “teorías del derrame” no existen; es posible que exista (o quizás, no) el hecho del derrame por sí mismo. Pero que este hecho suceda no es la razón a favor de la libertad de mercados. Y si no sucede, no crea una presunción de culpabilidad contra la libertad de mercado.
El 13 de junio de 2014 los prejuicios del socialismo se volvieron a filtrar en una declaración del Papa Francisco al diario La Vanguardia. “El actual es un sistema económico que ya no se aguanta, un sistema que para sobrevivir debe hacer la guerra, como han hecho siempre los grandes imperios. Pero como no se puede hacer la Tercera Guerra Mundial, entonces se hacen guerras locales. ¿Y esto qué significa? Que se fabrican y se venden armas, y con esto los balances de las economías idolátricas, las grandes economías mundiales que sacrifican al hombre a los pies del ídolo del dinero, obviamente se sanean”.
Para funcionar el capitalismo no necesita generar guerras, basta con que las empresas descubran bienes que satisfacen a sus clientes a precios menores que sus competidores. Es mucho menos cruento y conspirativo que provocar guerras. ¿Cómo explicar, asociando el capitalismo con la guerra, el resurgimiento capitalista de Japón después de 1945, país que no se rearmó?
Mientras exista una población ávida de creer mentiras propaladas por personas honestas, aunque propensas a creer afirmaciones superficiales, seguirá siendo necesario insistir en la superioridad moral del capitalismo liberal que sacó al mundo de la miseria y la esclavitud hace más de 250 años, comenzando por la República de las Provincias Unidas Neerlandesas a mediados del siglo XVII.
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