Por Mons. Fernando Chomali G.
Fuente: El Libero
15 agosto de 2024

¿Cómo no se va a sentir solo y vacío un joven al que en vez de ofrecerle altos ideales de vida, altas metas de orden espiritual y social se le ofrece entretención y “felicidad barata” en una “promo”?

Una madre sufría mucho por las actitudes de su hijo adolescente: frecuentes salidas nocturnas, excesivo consumo de alcohol, modo de contestar, así como sus arrebatos de violencia.

Desesperada, un día le dijo llorando: “Hijo, ¿qué te pasa? Tienes todo: una familia, amigos, vas a un buen colegio, entrarás a la universidad, has viajado, te queremos, no te falta nada. Hijo, dime, por favor ¿qué te pasa?

El joven se tomó la cabeza con las manos y llorando le dijo: “Mamá, no le encuentro sentido a la vida, me siento vacío, he perdido la esperanza. No tengo ganas de vivir, la vida no tiene sentido para mí”.

¿Cómo no iba a experimentar nauseas de vivir, si desde pequeño lo lanzaron en la frenética carrera de los puntajes y las notas, pero nunca le preguntaron cómo estaba?

¿Cómo no sentir esa soledad y vacío, si en el fondo le hicieron ver que las notas, los puntajes, el éxito, el ser admirado por los demás, era algo más importantes que él mismo?

¿Cómo no sentirse vacío si las sofisticadas estrategias de marketing lo llevaron, desde muy niño, con técnicas atractivas y muy bien pensadas, a una desatada carrera del consumo? ¡Le hicieron creer que mientras más tenía, más y mejor era, incluso teniendo cosas que no necesitaba!

¿Cómo iba a encontrarle sentido a su vida, si le dijeron que hiciera lo que quisiera, cómo quisiera y cuándo quisiera, con tal de que no diera problemas? Nadie le habló de su dignidad y de la de los demás. Muchos padres, no tenían tiempo, estaban muy ocupados; otros, sencillamente no sabían cómo hacerlo.

¿Cómo no va a sentir temor si los otros son presentados, de manera sutil pero real, como enemigos de los que tiene que defenderse y protegerse?

¿Cómo no se va a sentir solo y vacío un joven al que en vez de ofrecerle altos ideales de vida, altas metas de orden espiritual y social se le ofrece entretención y “felicidad barata” en una “promo”?

¿Cómo no estar desencantado y sin esperanza si percibe que los aspectos más nobles del ser humano, como la vida pública, el mundo de los afectos y la propia existencia, están marcados por el lucro, la corrupción y las interminables luchas de poder?

¿Cómo, si cuando toda su vida y sus decisiones están encaminadas a responder la pregunta sobre “de qué voy a vivir”, relegando a un plano absolutamente secundario la pregunta madre de todas las preguntas: “¿para qué voy a vivir y cuál es el sentido más profundo de mi vida?” ¡El grito en el cielo puso su familia y cercanos cuando un joven lleno de ideales dijo que quería ser artista! “¡Ya se le va a pasar!” comentaban.

He aquí el drama del siglo XXI y sus variadas respuestas. Desde el tango Cambalache que dice que “el mundo fue y será una porquería” hasta la esperanza mesiánica en la ciencia y su hija la tecnología como la respuesta última a las preguntas que inquietan el corazón humano.

La razón última de este sin sentido y las respuestas que se han dado que, por cierto, han fracasado, es que se ha pretendido construir un mundo al margen de Dios. Nos hemos quedado con las apariencias y no con la realidad. Nos hemos quedado con el foco que encandila, con la fiesta que embriaga, pero hemos desechado la luz que ilumina y la conversación serena, que hace reflexionar y crecer. Hemos preferido el ruido a la música. Nos hemos quedado con la velocidad del auto, pero hemos olvidado el rumbo. El bien instrumental hoy resulta ser más relevante que el bien moral. En ese contexto se han ido convirtiendo los medios en fines y los fines en medios. Consecuencia: no se distingue con claridad el bien del mal, y el mal del bien.

Así las cosas, hacemos y tenemos, pero a costa de dejar de ser lo que somos. Quisimos construir un mundo al margen de Dios y así, amputamos al hombre de su dimensión estructurante de su vida y lo redujimos a la categoría de mero material biológico, de consumidor o de hacedor.

Sí, es aquí donde está el corazón del drama de este joven, del drama de Chile y de la humanidad. Acortó la visión de su propia vida y la del mundo porque nadie le dijo realmente quién era, un hijo de Dios creado a su imagen y semejanza, redimido por amor.

Este mundo sin Dios no quiere pensar, le tiene miedo a la palabra verdad y, en nombre de la tolerancia, de la libertad, del “derecho a ser feliz” y al derecho a hacer lo que yo quiera, ha terminado entrampado en sus propios excesos. Este mundo clama, gime, pide Salvación.

¿Quién podrá ayudarnos? ¿Quién podrá decirnos que la vida tiene sentido, qué vale la pena vivir?

La ciencia y la tecnología, sin negar su altísimo valor, que la Iglesia reconoce, es evidente que no alcanzará nunca a dar cuenta por el sentido de la vida. Eso lo sabemos y nos equivocamos cuando pensamos que lo encontraremos en un viaje exótico o lleno de lujos, o en una cirugía estética que nos sacará por un breve instante el pasar del tiempo, o en el auto más moderno o en la casa más lujosa. Aquello bienes podrán entretenernos o ayudarnos en un momento determinado, pero no podrán salvarnos. Esa es la verdad, y lo sabemos. Todos hemos experimentado el vacío que se siente al creer que el hacer o el tener nos va a hacer felices, nos van a dar auténtica paz o a saciar los anhelos más profundos de nuestro corazón.

Necesitamos salvación, aquella que no podemos darnos a nosotros mismos. Esa salvación esperada tiene un nombre: Jesucristo. Él nos ilumina el camino para que vivamos conforme a nuestra dignidad. Él se nos presenta como la verdad y la vida y nos dice con claridad que estamos en este mundo por Él, por quién todo fue hecho. Él nos recuerda que es nuestra meta y nuestra razón de ser. Por Él somos, nos movemos y existimos.

Desde Dios en cuanto referente trascendente y omnipotente, podremos dejar de lado la tiranía de la apariencia, del éxito, del figurar, del querer ser admirado y entrar en los rieles del amor, de la donación, del servicio que trae alegría verdadera y paz auténtica.