Por: Gustavo Irrazábal
Fuente: La Nación
8 de octubre de 2024

En el documento programático de su pontificado, La alegría del Evangelio, el papa Francisco reivindicó para los pastores el derecho de opinar: “Los pastores, acogiendo los aportes de las distintas ciencias, tienen derecho a emitir opiniones sobre todo aquello que afecte a la vida de las personas (…) nadie puede exigirnos que releguemos la religión a la intimidad secreta de las personas, sin influencia alguna en la vida social y nacional, sin preocuparnos por la salud de las instituciones de la sociedad civil, sin opinar sobre los acontecimientos que afectan a los ciudadanos” (nos. 182-183). Esto podría verse como un modo de invadir el campo secular de la política. Pero también cabe interpretarlo como el reconocimiento del legítimo pluralismo de la sociedad.

En efecto, la “opinión”, aunque provenga de un pastor, sigue siendo una opinión, es decir, un parecer que se confronta en la palestra del diálogo público con las demás opiniones en pie de igualdad. La opinión de un pastor vale tanto como los conocimientos y razones en que se apoya, no más. No goza de ninguna asistencia especial del Espíritu Santo ni participa de la autoridad espiritual de quien la emite. Cuando se trata de temas de alta complejidad técnica, la opinión de un especialista tendrá normalmente más autoridad que la de un pastor lego en la materia. Cuando se trata de la interpretación de un hecho, la opinión de quien haya sido testigo directo de lo sucedido tendrá generalmente más autoridad que la de un pastor que hace juicios a la distancia. Tal es el “régimen” de la opinión, que vale para todos, y en cada uno exige un profundo sentido de responsabilidad por los efectos previsibles de sus dichos. Cuánto más cuando son los pastores quienes opinan.

En su reciente intervención dirigida a los movimientos sociales, el Papa intercaló varias opiniones sobre temas de la vida política de nuestro país, incluyendo algún incidente del cual tomó conocimiento a través de un confuso video. La trascendencia de dichas afirmaciones debe ser apreciada conforme a lo dicho anteriormente. Algunos las habrán hallado iluminadoras, otros no. No hay por qué ponerse nerviosos, son las reglas del juego.

Pero es de esperar que nadie intente presentarlas como enseñanzas vinculantes para los creyentes. La Iglesia está llamada a ser para todos los hombres signo de unidad. Ella tiene una insustituible función mediadora en los conflictos sociales y, en un país asolado por los sectarismos, desertaría de su misión si tomara partido, profundizando las divisiones. Nada dificultaría más una eventual visita del Papa que la percepción, justificada o no, por parte de un amplio sector de la sociedad de que la Iglesia es parte de la “grieta” que tantos argentinos soñamos con dejar atrás.

*Pbro. Miembro del Consejo Consultivo del Instituto Acton Argentina