Reflexión sobre un vitral de la parroquia Madre Admirable
El Adviento es un tiempo que nos invita a redescubrir la extraordinaria riqueza de la esperanza cristiana y su importancia en nuestra vida.
La esperanza brota siempre de un anhelo profundo, que nos lleva a aspirar a algo que es difícil, arduo, pero aun así estamos convencidos de que es posible, aunque no sepamos cuándo ni cómo lo vamos a alcanzar. Ese anhelo es como una luz interior que nos permitirá reconocer aquello que realiza nuestra esperanza cuando se presente. Pero esa realización nunca agotará nuestra esperanza, siempre señalará hacia el futuro, incluso más allá de nuestra vida. Lo que comenzó siendo esperanza para nosotros, se hará una esperanza que me trasciende, que se abre para otros o para todos. Por eso, la esperanza encuentra su plenitud en un acto de entrega confiada de sí mismo, es decir, un sacrificio.
Es lo que sucede cuando nace un niño. Es la respuesta a la esperanza de los padres, pero los padres no reconocen sólo su presencia actual, sino que entrevén su futuro, lleno de promesas y posibilidades. La esperanza de los padres ahora se proyecta hacia ese futuro, al servicio del cual vivirán en adelante con una total entrega interior. Ya no esperan solo para sí, esperan para su hijo, incluso más allá de la propia vida.
El Evangelio según San Lucas (2,22-32) nos cuenta que cuando María y José llevan al Niño Jesús al Templo de Jerusalén para presentarlo al Señor, se encuentran con Simeón. Éste era un anciano, signo de que encarnaba la esperanza del Antiguo Testamento, “esperaba el consuelo de Israel”, y el Espíritu Santo le había revelado que no moriría sin ver al Mesías. Y esa promesa es como una luz interior, que lo lleva al Templo en el momento preciso, y le permite identificar al Salvador de entre todos los niños que seguramente debía haber en el Templo.
Simeón, al encontrarlo, toma al Niño en sus brazos y alaba a Dios con un cántico que sigue teniendo un lugar central en la oración cristiana, el Nunc dimittis:
«Ahora, Señor, puedes dejar que tu servidor muera en paz, como lo has prometido, porque mis ojos han visto la salvación, que preparaste delante de todos los pueblos: luz para iluminar a las naciones paganas y gloria de tu pueblo Israel».
Simeón no sólo ve al Niño como la respuesta presente a la esperanza de Israel, sino que anticipa el futuro: ya desde el comienzo profetiza que Él será la salvación de Dios alcanzará a todo el Pueblo y a todos los hombres. Antes de ese momento, Simeón había concentrado su esperanza en ver al Salvador. Ahora que lo ha visto, ya no le importa que no podrá ver aquel futuro personalmente: se ha desprendido de sí mismo, puede morir satisfecho y confiado en el triunfo de Dios.
El contexto del Templo es, en este sentido, muy significativo. El Templo es el lugar del culto a Dios, donde se ofrecen los sacrificios. En el vitral de nuestro templo que hoy contemplamos, podemos ver aludida esa ambientación en las velas en uno de los paneles y el candelabro de la parte superior.
El Niño ocupa el centro del vitral, porque es el centro de la esperanza de todos los presentes. Al presentarlo a Dios, lo consagran a Él. Las dos palomas que vemos son las que prescribía la ley para sacrificar en este rito. Sobrevolando la cabeza del Niño, constituyen una alusión temprana al sacrificio de Jesús. Pero no están muertas, viven, vuelan: quizás aluden al triunfo final de la vida.
Por su parte, María y José, tomados de la mano escuchan emocionados la profecía de Simeón. Atesoran en el corazón sus palabras de esperanza, sobre quién es Jesús y sobre su obra futura. Y aprenden a entregar a Dios sus propias expectativas: presentando a su Hijo, ellos también se entregan en un sacrificio interior.
El ejemplo de esperanza de Simeón sigue siendo central en la oración de la Iglesia. Los sacerdotes, en las Completas (la oración del final del día en la Liturgia de las Horas), rezamos cada noche el cántico de Simeón. Nunc dimittis. Después de haber contemplado al Señor a lo largo de nuestro día, de haberlo escuchado, celebrado, anunciado y servido a través de nuestro ministerio, nos ponemos en manos de Dios en el momento de dormir, momento que anticipa simbólicamente nuestra muerte, y lo hacemos llenos de confianza. “Hemos visto al Salvador, nuestra esperanza. Ahora podemos morir en paz”.
El Adviento es un tiempo para reavivar nuestra esperanza, debilitada por muchas decepciones y cansancios, amenazada por la resignación o por el acomodamiento a este mundo: debemos ser personas de esperanza, personas que anhelan la Venida del Señor.
Esa esperanza será la luz interior que nos permitirá reconocer el Niño de Belén, no simplemente como una imagen tierna que nos inspire sentimientos pasajeros, sino como nuestro Salvador, y nos animará a mirar confiados hacia el futuro, esperando no solo nuestra salvación sino la salvación del mundo entero. En esa confianza y seguridad, ya no nos aferramos a esta vida, ya no exigimos ver la plena realización de las promesas de Dios en este mundo. Nos basta con la alegría de saber que el Señor ha llegado. Y así podremos entregarnos en sus manos como Simeón. Nunc dimittis…
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