Por Diego Serrano Redonnet
En medio de la agitación que rodeó la visita del Papa a Gran Bretaña se ha destacado —por sobre lo circunstancial y lo periodístico— un hecho sobre el que nos medios no han reparado tanto y que no debe pasar desapercibido: la beatificación de John Henry Newman. Largamente esperada por muchos sectores de la Iglesia, es un justo reconocimiento a una de las grandes figuras del pensamiento religioso en el siglo XIX.
Su figura, muy discutida en los ambientes eclesiásticos hasta los albores del Vaticano II, obtuvo una merecida rehabilitación cuando se lo empezó a considerar —con justicia— una voz profética y precursora de dicho Concilio. Pablo VI, primero, y Juan Pablo II, con gran ímpetu, después, fueron haciendo declaraciones encomiásticas sobre sus virtudes, su pensamiento y su trayectoria eclesial, mientras su causa de beatificación avanzaba con cierta lentitud dado que su elevación a los altares, aún luego del Vaticano II, suscitaba encontrados puntos de vista. Su envergadura de pensador cristiano logra un sorprendente reconocimiento cuando en 1998 —al publicar Juan Pablo II su encíclica Fides et ratio— coloca a Newman, junto con otros pensadores hasta ese momento también controvertidos en ciertos sectores eclesiales como Antonio Rosmini y Jacques Maritain, como un “ejemplo” de pensador cuyo camino de búsqueda filosófica se nutrió de una fecunda relación con la fe cristiana1. Más tarde, en 2001, el mismo Juan Pablo II—en su Carta en el Bicentenario del Nacimiento de Newman— afirmó en este sentido que Newman consiguió una “remarcable” síntesis de fe y razón, las que eran para él “como dos alas en las cuales el espíritu humano asciende a la contemplación de la verdad”.
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