Llamados a reinar con Cristo 
(Crucifixión de Jan Snellinc, c. 1597) La solemnidad de Cristo Rey pone fin al año litúrgico. Desde la semana que viene comenzamos el Adviento 2026. Pero esta fiesta no debe ser sólo el final sino también la síntesis de todo lo que, a la luz de la Palabra de Dios, hemos a lo largo de este año. Pero siempre encontramos la misma dificultad: la imagen del rey dice poco en nuestra cultura. Sin embargo, hay un sentido en que todavía utilizamos esta idea con bastante espontaneidad: cuando nos referimos a alguien que descuella en determinada actividad, sobre todo, el deporte (fútbol, tenis, boxeo, etc.), de tal modo que no tiene un rival capaz de desafiarlo. Este uso de la palabra puede sernos útil para entrar en la escena que nos propone el Evangelio según San Lucas: Jesús crucificado entre los ladrones. Se puede decir que esta escena gira en torno a un tema, propuesto por la inscripción que tiene Jesús sobre su cabeza: “Éste es el rey de los judíos”. Es el tema de la realeza, que podríamos reformular en estos términos: ¿quién venció en el enfrentamiento de Jesús con sus adversarios? ¿quién es el “rey”?
Encontramos a los pies de la cruz tres grupos. Uno es el de los jefes religiosos, que promovieron la muerte de Jesús con sus falsas acusaciones, otro es el de los soldados, que representan el poder de Roma, y un tercero está constituido por los que están crucificados junto a Jesús. A estos últimos se los llama “ladrones”, pero se trata de rebeldes que se levantaron en armas contra Roma, y son rebajados por los romanos a la categoría de delincuentes comunes. Lo llamativo es que estos tres grupos se burlan de Jesús con las mismas palabras: “si eres rey / mesías, sálvate a ti mismo”.
Esta burla tiene un primer significado obvio. Jesús, humanamente hablando, ha sido derrotado, y se encuentra en el extremo de la impotencia y la humillación. Y si ha sido vencido, y no tiene poder, eso significa que tampoco tiene razón, es un impostor y su mensaje es falso. Los jefes religiosos han “triunfado”, porque ha quedado demostrado que ellos en sus disputas con Jesús. Los romanos han “triunfado”, porque han demostrado que Roma no tiene rivales. Y los rebeldes, al menos, han “triunfado” al ver confirmada su idea de que no puede haber un mesías pacífico y que el único camino es la violencia.
Pero con esa burla, sin que sean conscientes, se hacen eco de la tentación de Satanás en el desierto, que en esencia es lo mismo: “si eres el Hijo de Dios, usa tu poder en tu propio favor”. Tras su primer fracaso, Satanás se había retirado “hasta el momento oportuno” (Lucas 4,13). Ahora es el momento oportuno: en el momento de máxima debilidad de Jesús, inducirlo a bajar de la cruz. Por eso, la última profundad de esta escena es satánica: intentar salvarse a sí mismo significa prescindir del Dios verdadero, pero no para dejar su lugar vacío, que es imposible, sino para abrazar un dios falso, es decir, el poder. Satanás tienta a Jesús (y nos tienta a nosotros) a adorar el poder.
Pero en esta oscuridad irrumpe la figura del Buen Ladrón, que representa la mirada del creyente, que entiende la verdadera profundidad de lo que está sucediendo. Repasemos con atención sus palabras: 1) Increpa al ladrón que insultaba a Jesús diciendo: “¿No tienes temor de Dios?” Las burlas a Jesús son una rebelión Dios, precisamente por parte de aquellos que decían representarlo (los jefes) y los que decían combatir en su nombre (los rebeldes). 2) “Nosotros merecemos este castigo por nuestras culpas, pero Él no ha hecho nada malo”. Endiosando el poder en forma de violencia, los rebeldes se hicieron tan malos o peores que aquellos que combatían, crueles, homicidas, mancharon sus manos en sangre. Merecían el castigo. Por contraste, Jesús no buscó derramar sangre ajena, sino la propia. Dio la vida por amor al Padre y a los hermanos. Era ése realmente el camino de Dios, que ellos habían despreciado por ingenuo. 3) “Acuérdate de mí cuando vengas a establecer tu Reino”. Por ese camino, a los ojos de Dios Jesús triunfó. Él es el Rey. Y Jesús confirma y recompensa ese descubrimiento con palabras llenas de majestad: “Yo te aseguro, hoy estarás conmigo en el Paraíso”.
(San Lorenzo, mártir, ejecutado según la tradición, sobre una
parrilla)
La victoria de Jesús en la cruz ha tenido un eco viviente en los mártires de los primeros siglos. A nosotros nos cuesta hoy entender la devoción que unía a los primeros cristianos a sus mártires. Es cierto que nosotros los seguimos venerando, pero su martirio no pasa de ser un detalle de sus biografías. En cambio, para los primeros cristianos era lo fundamental. Por eso, no se los recordaba en el día de su nacimiento, sino en el de su muerte, su dies natalis, el día de su nacimiento a la vida eterna.
Mientras que, en la cultura antigua, los héroes, protagonistas de las grandes hazañas, eran seres superiores, seres míticos, semidioses, aristócratas, y su muerte constituía una tragedia, el signo de la fuerza del destino. Los mártires eran en su mayoría gente común, de cualquier extracción social, edad o sexo. Y todos ellos habían sido capaces de desafiar al mayor poder de este mundo, Roma, no a través del orgullo sino con su testimonio de amor a Jesucristo (“mártir” significa testigo). Por eso, no morían maldiciendo o clamando venganza, sino orando. A lo sumo, como San Lorenzo, podían burlarse de los verdugos en plena ejecución, pero sólo para mostrar su confianza en Dios que los libraba del temor de la muerte.
Los mártires enseñaban con su entrega que todo creyente, sin necesidad de talentos humanos especiales, podía vencer los mayores desafíos por la fuerza del amor. Nosotros necesitamos redescubrir este mensaje. Cuando sufrimos la injusticia, la indiferencia, el desprecio o la burla de otros, nuestra tentación inmediata es entrar en el juego del poder, mostrarnos más fuertes, más formidables, incluso pagando a quienes nos ofenden “con la misma moneda”. Cristo crucificado y los mártires que siguieron su ejemplo hasta el fin nos enseñan que la fuerza más grande del universo es la del amor, la única que toca los corazones, que transforma la realidad, que vence el mal. Ella nos hace, ya en esta vida, reyes, es decir, partícipes de la soberanía de Jesucristo, Rey del Universo.
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