P. Gustavo Irrazábal
Hoy celebramos el tercer domingo del
adviento, que en la liturgia se denomina “gaudete” (en latín, “alegraos”), por la primera palabra de la antífona de entrada en latín: “Gaudete in Domino semper: iterum dico, gaudete” —“Alégrense siempre en el Señor; vuelvo a insistir: alégrense”. También ésta es la exhortación que da comienzo a la primera lectura (Isaías 35, 1): “Regocíjese el desierto”.
La semana pasada, Juan el Bautista (“la voz que grita en el desierto”) nos llamaba a ir al desierto, entendido como lugar de la conversión: apartarnos del trajín cotidiano, adentrarnos en la soledad y el silencio de nuestro corazón y volver a escuchar la voz de Dios. Pero este domingo el desierto significa otra cosa: un lugar aparentemente muerto, sin signos de vida, que de un modo milagroso reverdece, florece, revive. El domingo gaudete marca ese paso de la primera a la segunda etapa del adviento, del llamado a la conversión al llamado al gozo de la salvación.
Juan el Bautista ha sido encarcelado por Herodes y sabemos que su prisión desembocará en el martirio. Pero él no está preocupado por su vida sino por su misión. Juan había señalado a Jesús como mesías ante todo el Pueblo. Pero ahora experimentaba la duda. Jesús no parecía el mesías Juez que debía venir a premiar y castigar; más bien parecía interesado en salir con misericordia al encuentro de la debilidad humana en todas sus formas: el desaliento, la enfermedad, el pecado. ¿Sería Él el mesías, o habría que esperar a otro?

Stanzione, Massimo – Degollación de San Juan Bautista – Museo del Prado (1635)
Juan envía unos discípulos suyos a Jesús con esta pregunta, pero Jesús no la responde por sí o por no: el conflicto interior de Juan no podía ser resuelto desde afuera, sino que la respuesta debía venir del mismo Juan, de un acto suyo de fe. Por eso, Jesús le da a los enviados de Juan esta respuesta: “Vayan y digan a Juan lo que están viendo y oyendo: los ciegos ven, y los inválidos andan; los leprosos quedan limpios, y los sordos oyen; los muertos resucitan, y a los pobres se les anuncia el Evangelio. ¡Y dichoso el que no se escandalice de mí!”
Juan no podía dejar de entender esta respuesta como una alusión a las palabras de Isaías que se proclaman en la primera lectura: “Se despegarán los ojos del ciego, los oídos del sordo se abrirán, saltará como un ciervo el cojo, la lengua del mudo cantará”. Hay una dimensión de la Venida del Señor que Juan no había sabido captar: la salvación como consuelo, sanación, gozo y alegría. Siendo “el hombre más grande nacido de mujer”, aun así, era un hombre limitado. Y Jesús lo llama a abrirse a este llamado con una invitación que es, a la vez una advertencia para él y para nosotros: “¡dichoso el que no se escandalice de mí!” Es posible “escandalizarse” de Jesús, rechazarlo precisamente por su invitación al gozo. ¿Cómo es posible?
Ante todo, es útil recordar qué es lo que llamamos “gozo”. El gozo no es cualquier alegría. La alegría no necesita razones, puede ser un simple estado de ánimo; tampoco necesita de causas especialmente profundas. Pero el gozo es una alegría muy especial: la más auténtica, profunda y duradera, porque surge de la posesión, al menos en alguna de medida, de aquello que constituye la meta de nuestra vida. Y alcanzar ese bien no depende en primer lugar de nuestro esfuerzo, sino que es un don, que sólo puede ser recibido con humildad y gratitud. Una madre, cuando da a luz a su hijo, siente gozo, porque esa nueva vida no es un producto de su obrar sino, ante todo, un don. Lo mismo podemos decir del gozo que proviene del amor, entre familiares, novios, amigos. Nadie puede decir: “este amor me lo merezco”, el amor es siempre vivido como un don sorprendente que invita a la gratitud. Y el gozo más profundo es, sin duda, el gozo de la salvación, del don de Dios, que nunca podríamos merecer porque es Dios que se da a sí mismo.
Si entendemos lo que es el gozo, también se nos hará claro que
para experimentarlo necesitamos una preparación. Muchas razones pueden llevarnos a rechazar la invitación al gozo, pero la Palabra de Dios hace especial referencia a lo que podríamos llamar el desánimo, la desilusión, el desaliento, la frustración, la amargura, el escepticismo (a lo cual alude la Palabra de Dios de hoy hablando de sordos, ciegos, mudos, etc.). En tales situaciones, corremos el riesgo de perder la capacidad de esperar, la paciencia. Por eso la segunda lectura (Carta de Santiago 5,7-10) invita a los fieles a la paciencia: “Tened paciencia, hermanos, hasta la venida del Señor. El labrador aguarda paciente el fruto valioso de la tierra, mientras recibe la lluvia temprana y tardía. Tened paciencia también vosotros, manteneos firmes, porque la venida del Señor está cerca”.
Quizás, Juan no logró escuchar el llamado al gozo de Isaías por su impaciencia, el apuro por precipitar la resolución final de la historia, el Juicio de Dios. Pero también nosotros podemos “escandalizarnos” y no encontrar el sentido profundo de la Navidad como gozo. De hecho, muchas veces la Navidad es vivida sin alegría, o con una alegría artificial, superficial, pasajera, sin verdadero gozo. Ya Francisco, en Evangelii gaudium, advertía sobre el riesgo de vivir una cuaresma sin Pascua (n.° 6). De un modo análogo, es posible vivir un adviento sin Navidad.
Por eso es tan importante abrirnos al anuncio de este domingo: ¡Alegraos! Juan el Bautista nos acompañó en la primera etapa de nuestro camino el adviento. Pero en esta segunda etapa, debemos dejarlo atrás. Desde ahora nuestra atención debe concentrarse en Jesús: Él puede transformar el desierto de nuestro desánimo en un vergel. En cualquier situación en la que nos encuentre esta Navidad, el gozo de la Navidad, el don de la salvación estará a nuestro alcance. Abrir o no nuestro corazón para recibirlo es nuestra decisión.
Pbro. Gustavo Irrazábal. Esta y otras meditaciones pueden encontrarse en: https://socorroymater.org/escritos-del-padre-gustavo/
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