Este año, en el domingo IV del Adviento, el Evangelio según San Mateo nos recordará lo que podemos llamar “la anunciación a José”, que, a diferencia de la Anunciación a María, tiene lugar en una situación de profundo dramatismo. En efecto, María se había desposado con este hombre perteneciente a la familia de David. El desposorio, en esa cultura, era un paso formal obligado previo a las bodas propiamente dichas, pero no daba derecho a la convivencia, de manera que suponía ya un deber de fidelidad.
Sin embargo, estando en esa situación, María quedó encinta por obra del Espíritu Santo. San Mateo nos dice que “José, su esposo, que era un hombre justo y no quería denunciarla públicamente, resolvió abandonarla en secreto” (Mateo 1,19).
¿Cómo podemos interpretar la decisión de José? Para algunos, José dudó de la fidelidad de María, y a pesar de ello, siendo un hombre misericordioso, no quiso que fuera castigada. Pero pensar que José pudo admitir semejante sospecha nos parece inaceptable. Otros sostienen que José, cayendo en la cuenta de la intervención divina, decidió apartarse para no interferir en los planes de Dios. Pero, ¿cómo podría haber imaginado José algo tan inaudito? Sin embargo, quizás exista una tercera posibilidad: que José haya quedado sumido en la perplejidad, atormentado, sin poder dudar de la virtud de María y sin poder encontrar otra explicación.
Es probable que Francisco, en su carta apostólica sobre San José, Patris corde (2020), haya tenido en mente esta tercera posibilidad cuando dice: “José estaba muy angustiado por el embarazo incomprensible de María”. Angustia, imposibilidad de comprender… Sólo la intervención del “Ángel del Señor” en sueños lo liberó de ese estado y le reveló la verdad que nunca hubiera podido sospechar de antemano: “José, hijo de David, no temas recibir a María, tu esposa, porque lo que ha sido engendrado en ella proviene del Espíritu Santo”.
En este cuadro de Georges de Latour contemplamos una sugestiva interpretación de aquel episodio. José es representado, conforme a la tradición, como un anciano. Tiene la Biblia en su falda. Se ha dormido leyendo la Palabra de Dios intentando afanosamente y sin éxito encontrar una clave para lo sucedido.
El Ángel, por contraste, es un niño o una niña. Esa imagen de inocencia, junto a la ambigüedad deliberada de su sexo y la luminosidad de su rostro, que no procede de la vela, insinúan su verdadera naturaleza. Los gestos suaves de sus delicadas manos parecen invitar a José a recobrar la paz. Mientras su izquierda lo invita a elevar su mirada a Dios para entender desde la fe la situación que atraviesa, su mano derecha está dando una indicación, cuál es la voluntad de Dios. Somos testigos del instante mismo en que este Ángel rescata a José de su angustiada perplejidad. No lo traslada al ámbito de la claridad meridiana, sino a esa mezcla de luz y sombra propia de la fe, y que está sugerida por la vela que arde discretamente en medio de la oscuridad.
La representación de José como un anciano era una manera de preservar la fe en la virginidad de María y en la paternidad divina de Jesús. Pero esa convención conllevaba un costo: el rol de José quedaba reducido al aspecto legal (de conectar a Jesús con el linaje de David, del cual José era descendiente), y al de ser custodio de la Sagrada Familia en medio de los peligros y las necesidades de la vida (lo cual, dicho sea de paso, suponía un despliegue de energía y –en palabras de Francisco– de “creatividad” improbables en un hombre de edad avanzada). Como sea, esta función dejaba un poco en penumbra su vínculo de amor con su esposa y su hijo, y empobrecía nuestra comprensión de la realidad íntima de la Sagrada Familia.
En otra obra del mismo autor, si bien José aparece como un anciano, es al mismo tiempo un hombre vigoroso, que conserva la destreza necesaria para el ejercicio de su fatigoso oficio. En esta escena intimista y familiar, el Niño Jesús ayuda a su padre a trabajar de noche, sosteniendo una candela. José, concentrado en su labor, casi no se percibe observado. Pero su hijo es todo ojos, lo observa de cerca, fijamente, con ese profundo amor y esa admiración sin límites que los niños suelen sentir ante sus padres, cuando éstos despliegan sus talentos y habilidades. Esa luz que brilla entre ellos hace visible una realidad interior: ese mágico momento de sintonía profunda y silenciosa entre los dos, padre e hijo. La Tour pinta un instante que quedará para siempre en la memoria de Jesús, como un recuerdo único y preciado.
Es de esa manera, a través de la paternidad “tierna” de José, y no al margen de ella, como Jesús descubre progresivamente a Dios mismo como su Padre del Cielo, a cuyo amor estará dispuesto a ser fiel hasta el final. La figura de José será para Jesús el reflejo visible del Padre celestial en la tierra. José lo auxilia, lo protege, no se aparta jamás de su lado para seguir sus pasos, de un modo semejante a como Dios en el desierto cuidaba a su Pueblo, Israel, «como un padre cuida a su hijo durante todo el camino» (Deuteronomio 1,31). José, en su papel de cabeza de familia, en la vida oculta de Nazaret, enseñó a Jesús no sólo la obediencia a su propia autoridad sino también a la voluntad del Padre.
Este rol de José se ve reflejado en el célebre cuadro de Juan de Ribera, San José y el Niño Jesús (1630-1635, Museo del Prado).
“Tened paciencia, hermanos, hasta la venida del Señor. El labrador aguarda paciente el fruto valioso de la tierra, mientras recibe la lluvia temprana y tardía. Tened paciencia también vosotros, manteneos firmes, porque la venida del Señor está cerca”.
El Santo lleva en su derecha una vara floreada, símbolo de su predestinación divina a ser esposo de la S. Virgen, y lleva su derecha al pecho en señal de devoción, mientras su mirada se eleva al Cielo con una expresión que trasmite su total sumisión y disponibilidad. El Niño, en plena sintonía con su padre terrenal, mira en la misma dirección como absorbido por la contemplación del Padre Celestial, a quien ya precozmente, como nos narra Lucas, es capaz de reconocer. Padre e Hijo mirando en la misma dirección, el mismo horizonte, el proyecto de Dios.
Y esta referencia a la castidad de José da pie para dedicar una palabra final a este tema, que ha sido tratado en Patris corde con especial originalidad. Francisco nos explica que la auténtica paternidad consiste en respetar la libertad del hijo, el misterio irrepetible que éste encierra, y guiarlo hasta que madure en su autonomía y pueda caminar por sí mismo, de modo que la tutela del padre ya no le sea necesaria. En esa entrega desinteresada de sí, encontró José su plena realización y su felicidad.
Ser padre significa introducir al niño en la experiencia de la vida, en la realidad. No para retenerlo, no para encarcelarlo, no para poseerlo, sino para hacerlo capaz de elegir, de ser libre, de salir. Quizás por esta razón la tradición también le ha puesto a José, junto al apelativo de padre, el de “castísimo”. No es una indicación meramente afectiva, sino la síntesis de una actitud que expresa lo contrario a poseer. La castidad está en ser libres del afán de poseer en todos los ámbitos de la vida. Sólo cuando un amor es casto es un verdadero amor. El amor que quiere poseer, al final, siempre se vuelve peligroso, aprisiona, sofoca, hace infeliz. Dios mismo amó al hombre con amor casto, dejándolo libre incluso para equivocarse y ponerse en contra suya. La lógica del amor es siempre una lógica de libertad, y José fue capaz de amar de una manera extraordinariamente libre. Nunca se puso en el centro. Supo cómo descentrarse, para poner a María y a Jesús en el centro de su vida. (PC 7)
Finalmente, Francisco señala una última finalidad de su reflexión sobre la paternidad de José: en la sociedad actual, nos dice, “los niños a menudo no parecen tener padres” PC 7). Hay una crisis de paternidad. Y sin una experiencia positiva y profunda de la paternidad es difícil descubrir a Dios como Padre. En este contexto, el ejemplo de San José adquiere para nosotros una significación renovada. Él nos acerca a la experiencia de la paternidad de Dios y, a la vez, nos invita a ser padres para nuestros hermanos.
Que por intercesión de San José, la paternidad humana tierna, firme y generosa vuelva a encontrar su lugar en la sociedad y en la Iglesia, como testimonio de la paternidad de Dios.
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