15 de noviembre de 2015
Por Samuel Gregg
Las civilizaciones van y vienen. Mientras que algunas de ellas son capaces de renovarse interiormente, no existe garantía alguna de que cualquiera de ellas se mantenga a sí misma durante largos periodos de tiempo. Hoy seguimos admirando los logros de Grecia y de Roma. Sin embargo, como culturas vivas claras, ellas han estado muertas durante siglos.
Muchos de nosotros piensan en el fracaso de una civilización en términos de la incapacidad de la sociedad para soportar encuentros externos repentinos. El mundo Azteca de adoración del sol y sacrificios de esclavos, por ejemplo, rápidamente se desmoronó ante Hernán Cortés, un puñado de conquistadores españoles y sus aliados nativos, y, quizá por encima de todo, ante las enfermedades europeas. Dada la violencia suficiente, la tecnología superior y la voluntad de usarlas, una cultura entera puede ser seriamente desestabilizada, si no es que desaparecida. Aunque desde la obra de varios volúmenes de Edward Gibbon, La Decadencia y Caída Del Imperio Romano, ha sido imposible subestimar el papel de las vicisitudes internas que facilitan la degeneración de la civilización.
Sospecho que más de una persona se ha estado preguntando últimamente acerca de este asunto de la decadencia de la civilización en relación con Occidente. Tanto si se trata de las actividades diabólicas de Planned Parenthood, la capitulación de facto de EEUU ante Irán, del fracaso de los gobiernos occidentales para erradicar el cáncer que es el EI, o la misma renuencia de los gobiernos para reformar sus sistemas disfuncionales de bienestar, es cada vez más difícil negar que algo más profundo está seriamente equivocado.
Con frecuencia entendemos a esos cambios subterráneos como problemas institucionales. El deterioro visible del estado de derecho en los EEUU y en Europa Occidental, es un ejemplo. Pero mientras estos asuntos importan, puede argumentarse que fuerzas más primordiales están operando. En el caso de Occidente, la primera puede ser resumida en una sola palabra: miedo.
El miedo que en la actualidad acosa a Occidente se manifiesta de muy diversas formas. Muchos sondeos de opinión subrayan, por ejemplo, que los estadounidenses están preocupados de que sus hijos no disfrutarán de los mismos estándares de vida que ellos tienen. Muchos europeos están preocupados por las minorías musulmanas que viven en su seno y la angustia de que algunos de esos musulmanes abracen la vía yihadista.
El miedo hace que las personas se comporten de maneras extrañas. Persuade a algunos a aplaudir las ofertas populistas de Donald Trump. Otros entran en la negación, repitiendo como si fuera una mantra, que todas las culturas son igualmente valiosas y que no hay causa alguna para preocuparse. Pero si hay algo que pueda ser rescatado de las sociedades creadas por el marxismo, el nacional socialismo, el maoísmo o el yihadismo islámico, eso no lo tengo claro.
Sin embargo, otros responden a la intranquilidad reinante insistiendo en que la respuesta adecuada es más de lo mismo. Esto fue mostrado en pantalla completa durante un reciente discurso del presidente de la comisión europea, Jean-Claude Juncker. Después de reconocer la ineptitud de la UE ante los graves retos internos y externos, Juncker insistió en que la solución era «más Europa» (frase que significa más intervención de arriba hacia abajo de la clase política europea que no rinde cuentas y de las aún más irresponsables burocracias) y «solidaridad» (la que, prácticamente, equivale a la misma cosa en las mentes de la mayoría de los políticos europeos).
Y, sí, el miedo causa que las personas identifiquen a grupos particulares como si de alguna manera ellos fueran responsables de los problemas del resto. El renacido antisemitismo que crece contaminando cada vez más a muchas sociedades europeas es quizá el ejemplo más visible de esto. Como recientemente observó Walter Russell Mead, «las naciones donde los judíos están incómodos son lugares en los que otras cosas que suceden están mal».
Estrechamente asociado con el papel del miedo en la corrosión de Occidente está el problema del autodesprecio. Es apenas un secreto que muchos profesores contemporáneos de las universidades de Occidente han estado inculcando en los estudiantes durante varias generaciones opiniones más bien negativas de la cultura occidental. Ejemplos destacados incluyen la calificación informal de los Padres Fundadores de EEUU como hombres blancos propietarios de esclavos, y la insistencia de que profundos éxitos institucionales como el constitucionalismo son «conceptos burgueses» que meramente legitimizan injusticias sistemáticas. Hay también esfuerzos para «desoccidentalizar» los programas educativos. Un intento reciente (fallido) fue el de Najat Vallaud-Belkacem, ministra socialista de educación en Francia, para desalentar a los estudiantes de secundaria a aprender latín, griego antiguo, o alemán, al mismo tiempo que los forzaba a estudiar historia islámica.
Toda sociedad necesita criticarse a sí misma si es que quiere confesar graves males y evitar repetir errores. Para Occidente, la esclavitud (difícilmente un fenómeno exclusivamente occidental) es un ejemplo claro. Reconocer estos hechos, sin embargo, es diferente a denigrar a la civilización occidental como una larga historia de opresión.
No hay tampoco alguna buena razón para ignorar activamente los logros históricos de Occidente. Estos van desde el antes mencionado estado de derecho hasta el desarrollo de la más grande máquina de la historia para reducir a la pobreza (conocida de otra forma como economía de mercado), la música de Mozart, la mejora del método científico y las tecnologías que han erradicado enfermedades que alguna vez limitaban el tiempo de vida hasta los 30 años. Decir que esos logros ocurrieron en el Occidente es simplemente la verdad. No equivale a menospreciar a otras sociedades.
La antipatía hacia una cultura por parte de sus beneficiarios directos, sin embargo, no sucede sin causa. Está invariablemente alimentada por la duda propia. En el caso de Occidente, esto concierne particularmente a dos factores que decisivamente dan forma a su propia existencia. El primero de ellos se refiere a la religión.
El Cristianismo es la fe a la que la mayoría de los occidentales se adhieren (al menos nominalmente). Y mientras que su historia contiene muchos episodios vergonzosos, el Cristianismo también ejerció una decisiva influencia en Occidente al sintetizar la sabiduría judía, la ley romana y la filosofía griega. Desafortunadamente en nuestros tiempos, la mayoría de los altos dirigentes cristianos parecen renuentes a hablar acerca de las contribuciones judeo-cristianas a la civilización occidental, excepto en los términos más vagos.
Dejando de lado el sentimentalismo que inevitablemente fluye de su habitual separación entre compasión y razón, muchos de esos líderes religiosos aparecen como muy ansiosos de abordar tópicos de los que no tienen conocimiento particular en cuanto a ser líderes religiosos. Quizá esto se deriva del deseo de ser «pertinentes». Pero cuando el deseo de ser pertinente o ser un «jugador» en Bruselas o en Washington, hace que estos líderes religiosos sean reticentes a hablar de las enseñanzas básicas de su fe (o aparentemente avergonzados de ellas), esto es a menudo sintomático de una ambigüedad interna acerca de si ellos creen que la fe es verdadera.
Relacionada con esto se encuentra la duda manifiesta en todo Occidente sobre el valor de la segunda mayor influencia en su desarrollo, es decir, el siglo XVII y el siglo XVIII, más generalmente la Ilustración y la modernidad.
Usted puede encontrar amplios sentimientos antimodernos en todo el espectro político actual. Oscilan desde el tipo radical tradicionalista que siente nostalgia por los gremios y las pequeñas aldeas, hasta los mucho más numerosos activistas ambientalistas que proclaman un apocalipsis inminente. Lo que esos grupos dispares comparten con frecuencia es una visión un tanto romántica del mundo Occidental premoderno y una consecuente predisposición a olvidar —o a no importarles— que, a pesar de todas sus ventajas indudables, la vida de millones de personas en las sociedades premodernas era, citando a Hobbes, «pobre, desagradable, brutal y corta».
No todo lo que fluyó desde las diferentes ilustraciones fue dulzura y luz. Su tendencia a fomentar la hiperespecialización en la consecución del conocimiento, por ejemplo, ayuda a explicar el porqué muchos economistas contemporáneos aparentemente poseen el conocimiento de un estudiante de primer año de filosofía, mientras que algunos filósofos parecen ignorar los más básicos descubrimientos de Adam Smith. De igual manera, la reducción de todas las formas de racionalidad a la razón empírica es sólo una instancia de philosophes tomando a una herramienta poderosa y cometiendo el serio error de volverla absoluta. Pero ni las exageraciones de Prometeo de las posibilidades abiertas por la tecnología moderna y la creatividad económica, ni las tendencias tecno-utópicas para invertir todas las esperanzas propias en esas cosas, son razones para ser irreverentes acerca de los auténticos beneficios morales y materiales a través de la modernidad.
Por supuesto, es bastante posible que las sociedades sean materialmente prósperas pero culturalmente se encuentren a la deriva. Y ese es precisamente el lugar en donde se encuentra Occidente. Económicamente hablando, está en una buena posición. Sin embargo, Occidente rara vez ha parecido más inseguro de sí mismo y del valor de su patrimonio. Pero cuando el historiador Arnold Toynbee observó que «las civilizaciones mueren por suicidio, no por asesinato», no sólo quiso decir que las más serias amenazas vienen desde dentro. Su punto más profundo fue que la redención de una civilización es por mucho una cuestión de voluntad.
Sobre esa siempre vacilante voluntad, parece, descansa hoy el destino de largo plazo de Occidente.
Nota
La traducción del articulo Fear and Loathing Stalk the West publicado por el Acton Institute el 7 octubre 2015, es de ContraPeso.info: un proveedor de ideas que sostienen el valor de la libertad responsable y sus consecuencias lógicas. Este artículo apareció originalmente en The American Spectator.
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