9 de marzo de 2016
Por Karen Cancinos
Fuente: Instituto Fe y Libertad 

Cuando mi padre murió en 2011, después de una enfermedad penosa aunque relativamente breve –seis meses–, me confortaron las certezas de mi fe, el amor de mi familia y la solidaridad de mis amigos. Uno de ellos, el profesor Armando de la Torre, me dijo algo tan apropiado como fortalecedor: “La valía de un hombre se mide por la hondura de los afectos que suscita durante su vida. A juzgar por el amor de sus hijos, tu padre fue un hombre extraordinario”.

Hoy ha muerto un hombre a quien también quería yo muchísimo, Giancarlo Ibárgüen Segovia. No me referiré a sus muchas virtudes pues son bien conocidas, pero sí le rendiré un humilde homenaje particular, consistente en la publicación de una carta que hasta hoy había permanecido privada. Se la mandé cuando acababa de dejar la rectoría de nuestra Universidad Francisco Marroquín. Con su habitual caballerosidad, me notificó su recepción y agradeció su envío.

Guatemala, 9 de septiembre de 2013

Querido Giancarlo:

Es relativamente fácil corresponder una invitación a un evento social, por muy importante que este sea. Posteriormente, cuando uno está en posición de invitar a sus antiguos anfitriones, lo hace, los trata espléndidamente y asunto zanjado. Pero cuando a uno le han dado más que eso, mucho más, tanto que uno sabe nunca podrá devolverlo, no cabe hablar de correspondencia, sino de gratitud.

Usted nos ha dado tanto a tantos, comenzando por su ejemplo de vida, que nos ha vuelto mejores solo con el hecho de estar conscientes de lo mucho que le debemos. Dice mi mentor Armando De la Torre que no hay nada que degrade tanto como la ingratitud, y tiene razón. Encuentro muy alentador que eso signifique también que nada hay que ennoblezca tanto como saber agradecer.

Por ennoblecernos, Giancarlo, gracias. Gracias también por tenerme confianza para ser profesora de mi UFM, y nada menos que de los cursos que sustentan su misión. Y por haberme incluido en la lista de los Fellows de la Mont Pelerin en 2006. Y por haberme dicho que admira mi pluma. Y por haberme invitado a las reuniones del CEES. Y por haber aprobado mi integración a tres coloquios del Liberty Fund. Y por haber respaldado la iniciativa del Theologicum UFM. Y por haber querido tanto a Muso [Manuel Ayau] y a don Joe [Joseph Keckeissen] y honrarlos como merecían, tanto en vida como a la hora de su muerte. Y por haberme apoyado para efectuar viajes académicos a seminarios y convenciones. Y por haberme invitado a vestir toga y birrete para formar parte del desfile académico en la graduación de noviembre 2012. Y por habernos ofrecido ayuda a mi familia y a mí cuando nuestra casa de San Marcos se derrumbó en el terremoto ese mismo mes y año. Y por haber aprobado mi participación en la terna calificadora del Concurso Stillman de 2013. Y, “last but not least”, gracias por su caballerosidad, su don de gentes y su sencillez.

Varios colegas han escrito columnas en honor suyo. No me he unido al recuento público de sus muchas virtudes y notables éxitos porque, uno, hacer algo así me sabe a despedida, y yo no estoy despidiéndome de usted ni nada parecido. Me alegra muchísimo saber que está en la Escuela de Negocios y que seguimos contando con la talla moral, la solidez intelectual y la experiencia de Giancarlo Ibárgüen para muchas y grandes cosas que aún están por hacer, no solo en nuestra universidad sino en nuestro país. Y dos, porque –con todo el afecto que les tengo a mis amigos liberales– me parece que compararlo a usted con John Galt o con los héroes de Ayn Rand es, sencillamente, quedarse corto.

Y es que en las novelas de la genial escritora no hay niños, ancianos, enfermos ni débiles. Y si bien usted es un hombre de inteligencia, carisma, logros y fuerza interior excepcionales, un atlas en suma, también conoce de primera mano el sufrimiento. Rand no entendió jamás la cruz cristiana y, por ende, tampoco el valor redentor del dolor y las limitaciones. Usted sí lo comprende y eso, Giancarlo, lo pone muy por encima de cualquier personaje de ficción.

Usted es un héroe real, viviente, cotidiano y próximo. Gracias por eso. Y por todo.

***

Hoy, releyendo esa carta, me parece que se quedó incompleta. Es verdad que le dije a Giancarlo gracias por muchas cosas, pero no le conté que cuando me encuentro con algún estudiante intratable o un grupo difícil –de cuando en cuando los profesores nos topamos con alguien así–, pienso en él y digo para mis adentros “esta toreada va por usted, Gianca”.

Tampoco le dije que me conmovían su entereza y su generosidad. La última vez que tuve ocasión de presenciarlas fue en octubre del año pasado. Usaba un respirador enorme y solo Dios sabe cuánto le costaba hablar, pero escuchó con interés mi proyecto de tesis doctoral y me dio valiosos consejos y recomendaciones incluso bibliográficas. Cuando nos despedimos le pregunté si podía darle un beso en la frente. Me dio permiso para hacerlo, así que lo abracé y luego me fui casi corriendo porque no quería que viera mis lágrimas. Deambulé por la universidad la siguiente hora y terminé sentada a la orilla de la lagunita frente a la biblioteca Ludwig von Mises, llamándome zopenca por no haberle dicho que todas las noches rezaba por él, y que a pesar de su juventud lo amaba como a un padre.

La valía de un hombre se mide por la hondura de los afectos que suscita en su vida, me dijo el profesor De La Torre aquel diciembre de 2011. Cuánta razón tenía. A juzgar por esos afectos, Giancarlo Ibárgüen fue un hombre extraordinario, afortunados quienes lo quisimos, y bendecido este país que en menos de medio siglo él hizo mejor.