Walking the Rainbow Nation (Sudáfrica)
Cuando la democracia no está construida sobre roca
Primera Parte
31 de julio de 2016
Por Juan Ángel Soto
Para Instituto Acton (Argentina)
Sin una verdadera política de libertad y un profundo espíritu moral y religioso, no hay esperanza para el futuro
Sudáfrica: ¿una idea o una huida?
Sudáfrica es hoy en día la segunda mayor economía de África y supone un 25% del PIB conjunto del continente africano. En la esfera internacional, forma parte del G-20 y está considerada una de las 5 economías emergentes más importantes (los llamados BRICS). Sin embargo, hace tan solo 22 años, Sudáfrica se encontraba bajo el régimen del Apartheid. Término que significa ‘separación’ o ‘el estado de estar separados’, y eso era precisamente lo que instauró el régimen: la segregación racial.
Es imposible entender la situación actual y la filosofía que subyace tras la actuación gubernamental sin echar brevemente la vista atrás y descubrir el régimen del Apartheid; una de las atrocidades contra los derechos humanos más aberrantes del siglo XX. El Apartheid privilegió a la raza blanca y supuso la marginalización y subordinación de las demás. Fue una era de injusticia, desigualdad y abusos como resultado de un racismo institucional.
Frente a semejante situación hasta hace apenas unas décadas, no podemos sino sorprendernos y maravillarnos ante lo que Sudáfrica ha conseguido hasta hoy. Este es el resultado de esfuerzo, decisiones difíciles y líderes emblemáticos como Nelson Mandela, Frederik de Klerk o el arzobispo Desmond Tutu a lo largo de los 22 años de la joven democracia.
Sin embargo, a pesar de todo, Sudáfrica aún adolece de unas tasas de pobreza y desempleo muy elevadas (en torno al 25%) y también figura como uno de los 10 países con mayores índices de desigualdad, tal y como señala el índice de Gini. Y si bien en muchos casos se trata de problemas estructurales y de difícil solución, lo cierto es que en la última década Sudáfrica ha reducido su velocidad de crecimiento, y no solo económico, sino también en relación a otros aspectos del panorama social, civil y político; todos ellos factores a considerar de cara a valorar la calidad de la democracia sudafricana.
En el que fue mi tercer viaje a la Nación Arcoíris descubrí con pavor que los sentimientos no son ya de esperanza sino de pesimismo y temor. La situación no es la que cabía esperar tras el rápido desarrollo de finales de los noventa. Cuatro de cada diez personas no tiene empleo, apenas un tercio de la población tiene acceso a una red de abastecimiento de agua y alcantarillado, aproximadamente uno de cada cinco no tiene acceso a la electricidad, etc.
Pido al lector que me permita expresarme con claridad: Sudáfrica no es un país democrático. La democracia, en su forma más simple, es el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo. La democracia se refiere al gobierno de la mayoría o más bien a la institución o estructura que permite que gobierne quien se halle respaldado por una mayoría electoral, y que lo haga sirviendo a los intereses de todos.
Y es que no es democrático un país donde el partido gobernante, el Congreso Nacional Africano, es el dueño y señor absoluto, que impunemente hace y deshace a su antojo, y contra el que tan solo se alzan tímidas voces, temerosas de desatar su ira. No es democrático un gobierno cuyos líderes originario y presente; Mandela y Zuma, parecen estar separados por un abismo. No es democrático un país que incita al odio y a la exclusión; que ha olvidado su bautismo democrático revestido de panafricanismo, permitiendo y avivando actitudes xenófobas contra otros hermanos africanos; y en el que las personas de raza blanca parecen no tener ya cabida. No es democrático un país que a través de impuestos, nepotismo y políticas discriminatorias como las de empoderamiento económico negro controla en gran medida los medios de producción y de propiedad; que manipula y miente sin pudor en los medios de comunicación. Un país donde la corrupción es verdaderamente escandalosa en las más altas esferas de poder. Y todo ello realizado de la forma más mezquina: bajo una democracia nominal que pocos se atreven a poner en tela de juicio dado el aún más oscuro pasado del que ésta emergió. Y es este temor al debate y discusión que toda nación debería tener acerca de las grandes cuestiones, el que provoca que Sudáfrica carezca cada vez más de una identidad, de forma que la Nación Arcoíris ya no es una idea, sino una huida de una historia aterradora. Pero una huida sin planificación y sin destino. Y el país va a la deriva.
La educación como cimiento democrático
Tampoco es democrático un país donde no existe una población lo suficientemente educada como para poder disfrutar de un régimen con ese nombre. Señalaba Jefferson que “la piedra angular de la democracia descansa sobre la base de un electorado educado”. ¿Qué calificación merece entonces un país que se encuentra situado en el puesto 126 de 144 en educación primaria según el Informe de Competitividad Global del World Economic Forum? Donde de acuerdo con su Departamento de Educación Básica, sólo un 16% de los alumnos de sexto curso alcanzan o superan el mínimo en exámenes de lengua, y tan solo un 14% en matemáticas. Y lo que es aún más grave, no existe un ánimo firme por parte del gobierno por revertir la situación. Así pude comprobarlo durante mi última visita a Sudáfrica, cuando conversando con el director de una de las fundaciones más importantes del país, éste me dijo sin ningún reparo que el sistema educativo era a día de hoy incluso peor que durante el Apartheid; periodo en el que la Ley de Educación Bantú de 1953 se aseguró de que los negros recibieran una educación que limitase su potencial educativo y se mantuviesen como clase trabajadora. Hoy, en la era post Apartheid, la educación sigue segregada de facto en términos de financiación. Y no es casualidad que la mayoría de los votantes del partido en el gobierno provengan de una etapa educativa en la que estuvieron en lo más bajo de la pirámide.
En julio de 2015, asistí en Johannesburgo a la presentación del libro How South Africa Works en la Biblioteca de la Fundación Brenthurst. El autor, Greg Mills, (abanderado de la Fundación Brenthurst y una de las personas más influyentes del país) mencionó en repetidas ocasiones que Sudáfrica ha cambiado de ser un país de razas (negros y blancos) a ser un país de clases (pobres y ricos), y esto conduce al motivo principal de las tensiones y los conflictos actuales en el país: la desigualdad. Ésa es para todos la línea de falla en Sudáfrica. Y la educación contribuye en gran medida a crear esta desigualdad, de forma que un enorme sector de la población formado por negros de clase trabajadora se alza en contra de una élite profesional compuesta todavía por una mayoría blanca.
Lecciones de un novelista filósofo
Fue en 1948 cuando Alan Paton escribió la que es considerada la gran obra sudafricana: Cry, the Beloved Country. Un libro que es por todos alabado, a la vez que su autor admirado. Una obra profética que clama contra las estructuras sociales que más adelante darían lugar al Apartheid. Paton fue un gran defensor del liberalismo y del cristianismo; dos señas de identidad de sus obras que, si bien se encuentran en ellas perceptiblemente diferenciadas, comparten ciertos elementos cardinales entre sí.
La raza es el gran desafío político en Cry, the Beloved Country. Muchos de los personajes de la novela están preocupados por el devenir de Sudáfrica como un país desarrollado y moderno cuando todavía se encuentra plagada de profundas divisiones racistas, de opresión, de desigualdad, etc. Y para el autor, la religión lleva consigo, más aún, es, una fuerza transformadora y conciliadora que une en la novela a sacerdotes blancos y negros y lleva a hombres liberales como Arthur Jarvis a considerar la moralidad de las leyes.
Y quizá sea el olvido de mensajes como los escondidos en la novela el origen de muchos de los males que asolan hoy ese país amado. Es grande el contraste entre Mandela y los principios refundacionales de la nueva Sudáfrica con los líderes actuales y su perniciosa filosofía. Madiba sostenía una frase que entrañaba una profunda idea cristiana, “hasta que no me cambié a mí mismo, no pude cambiar a otros”. Sin duda una gran lección para los líderes actuales, una renovación interior, motivada por algo más grande que ellos mismos, que transforme de arriba a abajo el país.
En Sudáfrica, la principal religión es el cristianismo, de mayoría protestante y evangélica, pero éste se encuentra profundamente deteriorado y entremezclado con cultos tradicionales africanos y propuestas de diversa índole. Pero lo que es verdaderamente alarmante es el porcentaje de personas que se declaran ateas, cercano al 19%, superando incluso al 18% de la denominada ‘Europa post cristiana’.
El motivo de preocupación debería ser ahora el mismo sobre el que escribió Paton en su novela: la desintegración social y moral del país. Y si la causa de esta desintegración era en 1948 la destrucción del sistema tribal por el orden colonial, hoy lo es la desaparición del tejido conservador y cristiano que ha caracterizado a Sudáfrica desde sus comienzos.
Existe hoy en día una mayoría de autodenominados ‘liberales’ o ‘progresistas’ que se echarían las manos a la cabeza al leer estas líneas, donde se pone en el mismo saco al cristianismo y al liberalismo… ¡y nada menos que en Sudáfrica! Pues bien, permítame de nuevo el lector un brevísimo comentario en torno a estos dos conceptos. Cristianismo y liberalismo buscan un mismo fin: la liberación del hombre de los abusos y limitaciones de los que es víctima. Ahora bien, cada uno opera en un plano diferente. El liberalismo en el plano estrictamente terrenal, y el segundo en el plano espiritual, trascendente o del más allá. Resultan aquí también interesantes las palabras de Leo Marquard, sudafricano, cristiano y, ya de paso, fundador del Partido Liberal de Sudáfrica (junto con Paton, entre otros):
“Los liberales creen en la integridad y el valor de cada individuo. Y las personas religiosas expresan esto diciendo que cada individuo es un hijo de Dios. Habrá liberales que no son religiosos, los cuales pueden derivar su creencia del humanismo, pero cualquiera que sea su origen, las religión es fundamental para el liberalismo y de ella brotan muchas de las demandas de los liberales, tales como los derechos de la persona y la igualdad de todos ante los ojos de la ley. Con esta creencia en la primacía de la persona, es inevitable que se haga más hincapié en esas virtudes que mejoran la vida del individuo, y que sean valoradas por encima de todas los demás”.
Cualquier sociedad virtuosa es indudablemente más igualitaria y pacífica. Y esto también puede decirse del caso de Sudáfrica. Pero la virtud también requiere educación. Pues bien, es ahí donde el cristianismo resulta fundamental. Y no solo ahora, sino que es de radical importancia siempre. Porque le pese a quien le pese, el cristianismo ha tenido, tiene y tendrá un papel fundamental en la continua búsqueda de una sociedad más igualitaria en Sudáfrica. Y en ese sentido, aproximarse al ejercicio sincero del perdón como virtud sería un buen comienzo para este país. Porque las heridas del Apartheid no han acabado de cicatrizar.
Esta visión del perdón en Sudáfrica queda perfectamente reflejada en las palabras del Arzobispo Desmond Tutu, cuando al presentar las conclusiones de diez años de trabajo de la Comisión de Reconciliación y Verdad, señaló que “ningún país dividido tiene un futuro si insiste en seguir adelante sin verdad y perdón”. Así lo sentía también Alan Paton al escribir que “hay una ley más importante: se nos hiere, nunca nos recuperaremos hasta que perdonemos”.
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